Más de la tercera parte de los presos en Ecuador padece 20 tipos de enfermedades. Son 10.468 personas que dependen íntegramente del Estado para su tratamiento y su condición destapa los problemas estructurales que en la última década colapsaron el sistema penitenciario. En medio de las masacres del año pasado fueron arrinconadas al abandono.
Esta es su radiografía.

Por Arturo Torres*

L os hermanos Carlos y Geovanny Doha son parte de los invisibles, miles de víctimas silenciosas, colaterales de las masacres ocurridas los dos últimos años en las cárceles ecuatorianas. Ambos padecen hipertensión y diabetes crónica.

Desde mayo pasado, están encerrados en la Penitenciaría del Litoral, donde el 2021 fueron asesinados 180 internos, en medio de cruentas disputas de las megabandas criminales. Ellos fueron recluidos en esa prisión, aunque aún no han sido sentenciados en última instancia, al igual que el 40% de los 36.599 presos que viven en 47 cárceles del país, según informes penitenciarios a los que accedimos. 

La llegada de los hermanos Doha se produjo en medio de las sucesivas revueltas en la ´Peni´, que por meses dejaron sin atención a los internos más vulnerables, quienes padecen enfermedades crónicas y catastróficas (incurables), también a personas con discapacidad y de la tercera edad. Estos eventos pusieron en la lupa a una población desamparada por el Estado y la sociedad. Muchas de ellas sin sentencia judicial son víctimas de un sistema penal que hace muchos años les dio la espalda y hoy continúan sufriendo por la falta de atención médica, la ausencia de servicios básicos y el hacinamiento.

Para esta investigación hicimos pedidos de información y accedimos a informes del Ministerio de Salud, Servicio de Atención de Personas Privadas de la Libertad (SNAI), el Consejo de la Judicatura, la Defensoría Pública, la Defensoría del Pueblo, Ministerio de Gobierno y organismos de Derechos Humanos. Con toda esa información levantamos nuestras propias bases de datos, que dimensionan la magnitud de la crisis carcelaria y sus causas.

En los presidios ecuatorianos se reportan 20 tipos de enfermedades. Más de la tercera parte padece uno o varios de esos males. Son 10.468 personas que dependen absolutamente del Estado para su tratamiento, según informes del Ministerio de Salud. De esas, 5.906 tienen hipertensión, 1.369 diabetes, 1.162 VIH Sida, 857 tuberculosis y 52 cáncer, entre otros males como gastritis y adicciones a las drogas.

De ese universo, 1.890 sufren afecciones crónicas, pero no reciben ningún tratamiento especializado ni tienen acceso continuo a medicamentos, exámenes, o dietas. En este grupo, buena parte son mayores de 65 años. En los presidios hay aproximadamente 500 personas de la tercera edad. 

José M. es uno de ellos. Al ser entrevistado vía celular, cuenta que está preso ocho años y espera que los jueces autoricen su liberación, pues ya cumplió más del 60% de su condena y tiene derecho a ese beneficio. Está recluido en el pabellón de Atención Prioritaria en la cárcel regional de Guayaquil junto a 66 adultos mayores y 200 enfermos de mediana y alta gravedad.

Desde que empezaron las masacres -relata- los cabecillas de las bandas, con la complicidad y silencio de las autoridades, los han obligado a hacer huelgas de hambre, para impedir la actuación de la Policía durante los amotinamientos. “Nos han usado como escudos humanos. No nos han permitido comer varios días. Por semanas y hasta meses no recibimos ninguna medicina, ni siquiera paracetamol, que es el único medicamento que a veces nos dan para el dolor”.

Los amotinamientos provocaron la suspensión de la atención médica, pues el personal de salud ha sido retenido y los dispensarios médicos fueron saqueados, reconoce Andrés Corral, subsecretario de Provisión de Servicios del Ministerio de Salud. “Cuando hay eventos de violencia los médicos salen y atienden desde fuera de los presidios”.

En los presidios, más de la tercera parte de los detenidos padece 20 tipos de enfermedades. Son 10.468 personas que dependen del Estado para su tratamiento. 5.906 tienen hipertensión, 1.369 diabetes, 1.162 VIH Sida, 857 tuberculosis y 52 cáncer, entre otros males como gastritis y adicciones a las drogas. Fotos cortesía: Ministerio de Salud, SNAI y Policía Nacional

Otra situación que complicó el panorama fue la pandemia. Hasta diciembre del 2021, 2.450 presos se han contagiado con Covid-19, que representa un 40% de todos los internos. En dos años fallecieron por esa enfermedad 167 internos y actualmente el 93% de los presos está vacunado, lo cual ha controlado los contagios, impidiendo nuevos brotes.

Tras la última masacre, que en septiembre pasado dejó 119 asesinados, las autoridades policiales no han podido ingresar a ese centro para retomar el control, pese a que el gobierno de Guillermo Lasso dispuso el estado de excepción y envió un contingente de cientos de uniformados. Tampoco pudo ingresar a verificar la situación de los internos una misión de la Comisión Interamericana de DD.HH. que estuvo en el país en diciembre.

Del sueño nicaragüense al sueño americano

La severa crisis carcelaria es hoy el principal problema de inseguridad del país. Es consecuencia del abandono estatal y de una suma de decisiones equivocadas de varios gobiernos que mantienen al sistema en coma.

Entre las principales causas del descalabro están el hacinamiento; el abuso de la prisión preventiva; la creación de decenas de nuevos delitos; la construcción de enormes ciudades carcelarias, que se volvieron incontrolables; el empoderamiento de las megabandas por el narcotráfico; la corrupción de funcionarios estatales, así como la falta de presupuesto y ausencia de programas rehabilitación.

El hacinamiento se profundizó con los años, según estudios del SNAI. A mayo del 2008, en las cárceles estaban recluidas 13.125 personas. Trece años después (mayo de 2021), ese número se triplicó: llegó a 38.999 presos. Una sobrepoblación que para noviembre del año anterior alcanzó el 27,60% de hacinamiento, y ese es el punto más bajo de los últimos cinco años.

Para enfrentar la sobrepoblación en el mejor de los casos solo se aumentó el número de camas, pero no se amplió la infraestructura con más espacios, como recomiendan organismos especializados. El espacio estándar es de 6 m2 por persona en una celda individual y 4 m2 en celda colectiva, además de un baño. En algunas prisiones del país, hay hasta nueve internos en celdas para cuatro.

Entre mayo del 2008 y mayo del 2021 en el régimen de Rafael Correa hay picos que evidencian acciones que modificaron, positiva o negativamente, el ritmo de crecimiento poblacional. El 2009 hubo una reducción del 12% con relación al año anterior, entre otras cosas por la campaña gubernamental “cero presos sin sentencia” y el indulto a las denominadas mulas del narcotráfico, que dejó en libertad a 2.221 personas.

Sin embargo, este tipo de quiebres súbitos son una excepción, no la regla. El 2010, según un estudio de la Defensoría Pública, hubo un giro punitivo en la política criminal del correísmo. Esto se reflejó en el aumento del 14,8% de personas en prisión en un solo año, entre el 2010 y el 2011.

A partir del 2014 hubo otro quiebre. Empezó a aplicarse el Código Orgánico Integral Penal, que incluyó una batería de nuevos delitos penales alrededor de la violencia contra la mujer, el sicariato y el no pago de pensiones alimenticias. También se endurecieron las penas. Se incrementaron las condenas acumulativas hasta 40 años de prisión.

Otro detonante fue la criminalización del microtráfico. La captura de microtraficantes (en su mayoría pequeños consumidores) se disparó desde el 2015, tras las reformas de las tablas de tráfico y consumo de drogas, según un reporte de la Defensoría Pública. El efecto fue inmediato. Ese año la población carcelaria creció en un 15%. Pasó de 23.531 a 27.093 detenidos.

Las reformas más recientes del Código Penal, de junio de 2020, empeoran el panorama. Se crearon más delitos como la obstrucción a la justicia, sobreprecios en contratación pública y actos de corrupción en el sector privado, entre otros.

“Con esta bendita reforma, para julio de este año tendremos de nuevo un hacinamiento incontrolable”, advierte Alexandra Mantilla, experta criminalista, quien al momento de esta entrevista, en diciembre pasado, era directora de Beneficios Penitenciarios del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de Libertad y Adolescentes (SNAI). La salida de Mantilla ocurrió tras el cambio de director del SNAI, Fausto Cobo, quien fue reemplazado por el general de la Policía, Pablo Ramírez. En el actual gobierno, desde mayo pasado, se han nombrado cuatro directores, lo cual impide una continuidad en la política carcelaria, según fuentes del SNAI.

La sobrepoblación complica el control por la insuficiencia de agentes penitenciarios que siempre serán insuficientes. Hay 1.550 guías para una población que a noviembre del 2021 se ubicaba en 36.599 presos. Se requieren 5.000 agentes.

Sin medicinas ni tratamientos

La Peni es el recinto más grande del país. Aunque tiene una capacidad para 5.000 personas, alberga cerca de 8.000, que están al cuidado de 180 agentes penitenciarios y menos de 60 funcionarios administrativos. Hay seis médicos generales.

En esta cárcel, de 12 pabellones, no hay agua potable. Su estructura y servicios básicos son deplorables. En las celdas la temperatura llega a 40 grados, existe un solo ventilador y una pequeña ventana que permite el ingreso de aire fresco; en su interior conviven hasta nueve detenidos, aunque solo tienen capacidad para cuatro. Hay estrechas literas o vetustas hamacas, con fundas plásticas enrolladas. Los presos se turnan para dormir en las camas y en el piso. Este ambiente es un caldo de cultivo para contagios masivos de todo tipo de enfermedades como la tuberculosis, el mal de las prisiones, de la pobreza.

En este recinto carcelario la falta de atención y de medicamentos agravó la salud de los enfermos, sobre todo crónicos, según reportes de la Defensoría del Pueblo. Precisamente, desde agosto pasado, dos meses después de su encarcelamiento, la condición médica de los hermanos Carlos, de 42 años, y Geovanny Doha, de 40, se deterioró aceleradamente.

Giovanny padece diabetes e hipertensión por más de tres años, antes de su detención se trataba con metformina. En prisión dejó de recibir el medicamento y a las pocas semanas empezó a sufrir diarreas, dolores abdominales, en las piernas y brazos, fiebres continuas y mareos. Su hermano Carlos tiene un cuadro más delicado. Además de esos síntomas por su enfermedad preexistente ha tenido migrañas severas, que le provocan náuseas y vómitos, según un informe médico adjuntado al proceso judicial.

En las prisiones hay 36.599 detenidos. El hacinamiento bordea el 30%. La crisis del sistema penitenciario también se debe al abuso de la prisión preventiva; la creación de decenas de nuevos delitos; la construcción de enormes ciudades carcelarias, el empoderamiento de las megabandas por el narcotráfico; la corrupción de funcionarios estatales, así como la falta de presupuesto y ausencia de programas rehabilitación. Fotos cortesía: Ministerio de Salud, SNAI y Policía Nacional

Dependiendo de la etapa de la enfermedad, fuera de las cárceles un diabético puede gastar entre 80 y 1.000 dólares mensuales, entre medicamentos, consultas de rutina, dieta vigilada. Al ser una dolencia aguda, que aparece cuando el páncreas no produce insulina, es necesario monitorear constantemente el estado del paciente, pues afecta nervios y vasos sanguíneos. En las prisiones no hay presupuesto destinado para cubrir los gastos para tratar a los enfermos crónicos.

Debido a las complicaciones y desatención de las autoridades carcelarias, su hermana Mariela Doha presentó un recurso de Hábeas Corpus ante la jueza de garantías Penitenciarias, Carmen Mendoza porque en sus visitas constató que sus hermanos no tenían acceso a alimentos ni medicina, lo que aceleró la gravedad de su salud, especialmente la de Geovanny, que no tiene vesícula.

Entonces pidió su traslado a un hospital de especialidades para recibir un tratamiento, que inicialmente fue aprobado por las autoridades del Ministerio de Salud, pero desacatado por el Director de la cárcel.
Los días siguientes, por orden de la jueza Mendoza ambos fueron examinados por médicos del presidio que confirmaron su grave deterioro físico y emocional.

El 28 de diciembre la jueza convocó a una audiencia para resolver la demanda por la vulneración a sus derechos constitucionales a la salud y la vida, que fue auspiciada por Billy Navarrete, secretario del Comité Permanente de DD.HH. “Nuestra única pretensión era que se les practicaran exámenes médicos, que sean tratados y reubicados en un pabellón donde estén con personas que tengan la misma condición, para que puedan recuperarse”, explicó Navarrete.

El médico Álex Ronquillo confirmó que Geovanny padece diabetes grave desde hace 10 años y que en prisión ha perdido peso. “Si no estuvo tomando su medicación si se pudo haber agravado su cuadro clínico; para determinar el grado de diabetes se requiere un examen de laboratorio y una cita médica con un endocrinólogo especialista”, reconoció el galeno ante la jueza.

En cuanto a Carlos, el médico Fernando Alvarado certificó que además de la diabetes también es adicto a la cocaína y que por su enfermedad preexistente sufre escalofríos, dolor de huesos y presión arterial alta de 160/100. “Al estar en hacinamiento la mayoría de pacientes con enfermedades crónicas además sufren depresión, que agrava su condición”, dijo y confirmó que en los presidios no existen dispensarios para tratar hipertensión y diabetes, pese a su elevada incidencia entre los detenidos.

Ante la jueza, las autoridades del SNAI y del Ministerio de Salud dijeron que los hermanos si habían sido atendidos y tratados, por lo cual pidieron que se rechazara el Hábeas Corpus. “Es la primera vez que nos sacan del centro, no nos han dado medicina, recién estamos tomando medicamentos desde cuando presentamos el Hábeas Corpus, ni siquiera al policlínico hemos accedido. A veces no alcanzamos a comer ni arroz o un jugo. Recibimos la misma alimentación que el resto”, declaró Carlos ante la jueza, mientras su hermano agregó que todo le que comen les causa daño y que nunca les hicieron exámenes. “Durante cuatro meses no recibimos medicina, solo paracetamol para aplacar en algo el dolor”.

De centros a bodegas humanas

El 2014 fue clave y en adelante marcó irremediablemente la ruta de la política criminal. El Gobierno de ese entonces lo llamó el año de “la transformación penitenciaria”. Fue el punto de partida para grandes inversiones en el sector, que iban de la mano con el aumento de 33 a 55 cárceles, a partir del 2011.

El presupuesto del Ministerio de Justicia -que entonces estaba a cargo del sistema- pasó de 109,2 millones de dólares, el 2013, a 162,7 millones, el 2014. Hubo un incremento del 49%. Esto contrasta con los fondos que hasta el 2008 recibía la entonces Dirección de Rehabilitación, de apenas $27,5 millones de dólares.

Los años siguientes, cuando se terminó la bonanza económica del gobierno por la caída de los precios del petróleo, se redujo significativamente el presupuesto penitenciario. El 2019 el gobierno del entonces presidente Lenín Moreno gastó en le mantenimiento de los presidios $108 millones. Ese año se presentó un proyecto de tres años para la Transformación del Sistema de Rehabilitación, con un monto adicional de $38,3 millones, que solo se ha cumplió en un 4 por ciento.

El presupuesto penitenciario gastado el 2021 fue de $85,7 millones y este año está codificado en $124 millones. La actual administración anunció que para superar la crisis invertirá en las cárceles $300 millones adicionales en cinco años, y trabaja en un plan integral de reformas, que incluyen planes de rehabilitación.

Pero desde 2014 otras decisiones empeoraron la crisis. Las organizaciones de la sociedad civil y Defensoría del Pueblo fueron obligadas a abandonar el trabajo que realizaban en las prisiones, dice Billy Navarrete, director del Comité de Derechos Humanos. La más icónica era la Confraternidad Carcelaria que por años se había encargado de impulsar programas para rehabilitar a los internos.

Más sobrepoblación, menos atenciones médicas

Desde el 2014, las atenciones en los centros están a cargo de médicos y enfermeras del Ministerio de Salud, no dependen del SNAI. Esto, con lo años, precarizó la asistencia médica de los internos, pues no hay un presupuesto ni personal específico para las cárceles que solo cuentan con dispensarios para atenciones básicas. Entre médicos y enfermeras solo 234 profesionales trabajan en los presidios.

La atención es solo de primer nivel y no hay especialidades. “Cuando un enfermo requiere un tratamiento de mayor complejidad se coordina su traslado a otros centros de especialidades”, explica Corral, quien reconoce que el Ministerio de Salud no cuenta con medicina suficiente para atender los hospitales de la red pública y tampoco a los presidios, por falta de recursos económicos.

En los presidios hay servicios de medicina general, enfermería, psicología, odontología y obstetricia de forma permanente y/o itinerante. Las atenciones adicionales son gestionadas, esporádicamente, a través de interconsultas y referencias hacia establecimientos de mayor capacidad resolutiva, en los casos de mayor gravedad, pero toman tiempo y son excepcionales.

Según la data obtenida del Ministerio de Salud, desde 2018 cada vez menos internos reciben cuidados paliativos. Mientras ese año fueron atendidos 1.867 internos, el 2021 solo 900 recibieron cuidados sanitarios. En el campo preventivo las consultas pasaron de 40.000 a 21.000, en el mismo período, una reducción del 50%. La pandemia también dificultó las atenciones.

El descalabro de los servicios de salud tiene una causa estructural: el hacinamiento que hasta el 2021 llegó al 30%. La demanda de atenciones aumentó significativamente desbordando la oferta de servicios sanitarios.

Precisamente, el caso de los hermanos Doha evidencia una de las aristas de la crisis que golpea directamente a los internos y sus familias, que con sus propios recursos compran medicinas que les hacen llegar pagando coimas a los policías y guías penitenciarios.

Este sistema de extorsiones es sistemático, parte de un esquema criminal que genera millonarios recursos, sobre todo, para las megabandas, lideradas por los comandantes.

Estos cabecillas reemplazaron a los caporales y empoderaron a sus grupos criminales, que crecieron vertiginosamente los últimos seis años en un contexto del aumento explosivo del narcotráfico. Esas organizaciones son los brazos armados de los carteles y obtienen importantes ganancias del microtráfico.

De los 36.599 presos, 25.000 son parte de diez organizaciones delictivas identificadas por la Policía en las prisiones. Los principales son Los Choneros (12.000 miembros) y Los Lobos (8.000), según un informe de la Coordinación de Seguridad Penitenciaria de la Policía.

Un preso promedio gasta entre 120 y 250 dólares mensuales para acceder a víveres y otros productos que se venden en los Economatos, que son tiendas que operan al interior y que funcionan con pagos anticipados de sus familiares.

En las prisiones, todo tiene un precio y los productos son más cotosos que en las calles. Es lo que se conoce como el refile, un sistema que les permite a los internos acceder a bienes o servicios no autorizados, a cambio de dinero. Lo normal es que un producto por lo menos triplique su valor en las cárceles. Así, una cola de 1 litro cuesta alrededor de 5 dólares, un paquete de galletas 3 dólares, un sachet de atún 5 dólares, un cigarrilo 3 dólares.

La economía de los presidios genera ingresos anuales estimados en $120 millones a las mafias, según un reporte de Inteligencia. Entre $8 y $11 millones mensuales. Esos recursos se originan en la venta de droga, extorsiones y cobros por ingreso y uso de celulares, armas de fuego, licor, reventa de víveres…

Billy Navarrete destaca que la influencia de los comandantes va más allá de las prisiones, llega hasta los barrios, especialmente de Guayaquil. “Quienes trabajan para los comandantes fuera de las cárceles van a la casa de los parientes de los detenidos, los extorsionan y les exigen pagos mensuales de unos 500 dólares. Cobran 100 dólares semanales para darles alimentación, seguridad y permanencia segura en las celdas a los presos”.

Los pagos por la comida también son habituales. En la repartición de los alimentos quien tiene dinero y puede cancelar 20 semanales logra tener una buena ración. Un informe policial revela que el comandante del pabellón designa a gente de su círculo para que racione los alimentos, de acuerdo a los pagos. Quienes no pagan no comen. Por lo general se trata de los conocidos “polillas” o “chiros”.

Un precedente para miles de enfermos

La jueza Mendoza estableció que el caso de los hermanos Doha estuvo plagado de irregularidades y contradicciones. No solo vulneraron su derecho a la salud, sino el de muchos detenidos más que también han denunciado abusos similares en su juzgado.

Por todas esas negligencias, la jueza otorgó el Hábeas Corpus reparativo a los hermanos Doha y declaró la responsabilidad de las autoridades penitenciarias y de Salud, y ordenó que sean investigadas y sancionadas.

También dispuso que las autoridades gestionen inmediatamente, dentro las siguientes 48 horas, el traslado de los hermanos Doha a un hospital para ser tratados por especialistas, recibir medicina especializada, así como atención psicológica.

Las cruentas matanzas en las cárceles sacaron a la luz un sistema perverso de extorsiones no solo a los detenidos sino a sus familiares. Los cabecillas de las megabandas que mandan en los centros también extorsionan a sus familiares, enviando su operadores a sus casas. Les exigen pagos mensuales de unos 500 dólares para darles alimentación, seguridad y permanencia segura en las celdas a sus parientes, según Billy Navarrete, defensor de DD.HH. que asiste a los internos y sus familiares. Fotos cortesía: Ministerio de Salud, SNAI y Policía Nacional

El caso de los hermanos Doha que revelamos en este reportaje representa un precedente para miles de personas con enfermedades crónicas, ya que es el primer fallo judicial de este tipo. Sin embargo, hasta mediados de enero las autoridades no cumplían la orden de la jueza, mientras su salud sigue agravándose, irremediablemente, inclusive están perdiendo la visión.

El coletazo del sistema de justicia

La crisis carcelaria también está directamente vinculada con los problemas estructurales en el sistema judicial. La falta de celeridad en los juicios y el abuso de la prisión preventiva, siguiendo la política aplicada desde el 2010, agravó el hacinamiento de los centros, donde solo deberían estar recluidas personas sentenciadas en última instancia.

Solo el 58,39% de los reclusos tiene sentencia; el 38,77% están procesados, es decir mantienen la presunción de inocencia. El 2,8% se divide entre contraventores y apremio, según informes del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI).

La prisión preventiva, que según la legislación vigente debe ser excepcional, se volvió la norma. Las medidas sustitutivas, alternativas a la prisión como método exclusivo de sanción, se emplean aleatoriamente.

La criminóloga Mantilla dice que uno de los principales problemas radica precisamente en que los centros están pensados para tener personas sentenciadas, pero hay un nivel exagerado de personas procesadas.

La mayoría de detenidos es joven. El 45% oscila entre los 18 y 30 años. La segunda población más numerosa va entre los 31 y 40 años. Comprende el 31% de los presos (agosto 2021).

La criminalización por delitos de drogas llenó las prisiones de pequeños consumidores, que no reciben ningún tratamiento para sus adicciones. El 28,18% de los detenidos cometieron delitos de drogas. Es decir, 3 de cada 10 internos están encarcelados por esta razón. Son el grupo mayoritario del sistema.

La pesadilla de los discapacitados

“Las personas enfermas, de la tercera edad, gente con discapacidad y minorías sexuales, han sido totalmente invisibilizadas. En las prisiones se las ubica indiscriminadamente en cualquier pabellón junto a otros detenidos más violentos, que los maltratan y extorsionan”, dice Navarrete, quien brinda apoyo a los internos y sus parientes con asistencia jurídica y humanitaria.

En el Comité de DD.HH. que Navarrete lidera recibe constantes denuncias de abusos, torturas, tratos degradantes e inclusive de asesinatos de internos con discapacidad intelectual.

En las prisiones hay 162 detenidos con discapacidad. La mayoría está recluida en Cotopaxi (30) y Sucumbíos (28), pero no hay ningún criterio médico, técnico ni jurídico que defina el sitio de su reclusión en función de su grado de discapacidad, o el lugar de su residencia, para que puedan estar cerca de sus famlias.

Pero esas pálidas cifras son engañosas. Se quedan cortas, diminutas para dimensionar el tormento que viven las personas con discapacidad en las cárceles. Mercedes Vallejo conoce de cerca ese drama a través de su hijo, Jaime, de 34 años. A inicios de enero del año anterior él fue recluido en la Penitenciaría por orden de una jueza que tramitó una denuncia en su contra por un supuesto delito de abuso sexual.

Jaime Yépez fue detenido en Guayaquil con base en la acusación de la madre de la adolescente, luego de un incidente no esclarecido en la tienda que atendía en un barrio marginal.

La jueza formalizó el juicio y dispuso la detención solo con base en la denuncia, sin ningún peritaje ni examen médico que confirme los abusos. Tampoco dio paso al pedido de medidas sustitutivas, como el arresto domiciliario o el uso de un grillete electrónico mientras se desarrolle la etapa de instrucción fiscal, puesto que Jaime tenía una discapacidad mental del 70%, certificada por el Conadis desde 2010.

Ese año le diagnosticaron que padecía esquizofrenia paranoide, una enfermedad cerebral persistente crónica y una de las afecciones mentales más graves. Quienes la padecen tienen alucinaciones, delirios y paranoia. A pesar de que no tiene curación, es una enfermedad tratable con medicina de por vida.

Por eso, la madre de Jaime pocas veces se separaba de él. “Cuando tenía ataques se ponía agresivo o muy pasivo, no se podía controlar, por eso su medicamento, la risperidona, no le podía faltar. Cuando lo detuvieron, yo estaba desesperada rogándole a la jueza que no lo encarcelaran, siempre temí por su vida”, cuenta Mercedes, a quien las autoridades del centro solo le permitieron visitar a su hijo una vez, la primera semana de su detención.

Los dos meses siguientes Jaime Vallejo vivió una pesadilla. Debido a sus trastornos y alteraciones de personalidad otros presos lo maltrataban y golpeaban, le robaron sus pertenencias y le quitaban la comida. “Era constantemente hostigado por el esposo de la mujer que lo enjuició y también estaba preso, junto a su hermano en la Penitenciaría”, denuncia Mercedes, quien asegura que ningún médico lo atendió ni alertó el empeoramiento de su salud mental y física.

“Todos los días le pedía a la jueza que por lo menos lo trasladen al policlínico, hubo tres audiencias, pero siempre negó mis solicitudes”, añade.

En medio de las acciones desesperadas para proteger a su hijo, el 23 de febrero se desataron violentos enfrentamientos entre las megabandas de Los Choneros y Lobos en la Penitenciaría y las cárceles de Cotopaxi y Cuenca, donde fueron asesinadas 76 personas. Tres días después, mientras los brotes de violencia continuaban fuera de control, la jueza ordenó que Jaime fuera trasladado a otra celda, a un pabellón donde estaban los presos más peligrosos. Ese día fue torturado y apuñalado, por lo cual lo trasladaron grave al hospital del Guasmo, donde murió.

El parte de su defunción indica que falleció por “politraumatismos, laceración pulmonar, contusión cerebral y edema”.

En esos días la situación en las afueras de la Penitenciaría era caótica, desgarradora. Decenas de familiares se acercaban para revisar las listas de los fallecidos. “Todos los días revisaba los listados y mi hijo no aparecía, nadie me informaba nada, hasta el 7 de marzo, cuando encontré su cadáver en la morgue de la Policía”, relata Mercedes, quien impulsa una demanda contra el estado en la Comisión Interamericana de DD.HH. con el apoyo de Navarrete.

“Me duele mucho lo que le hicieron a mi hijo, lo asesinaron cruelmente. Solo espero que se haga justicia, que no haya más muertes de tanto joven inocente. Son enviados sin misericordia a ese matadero llamado Penitenciaría”.

Las masacres carcelarias no solo desnudan el poder descomunal de las organizaciones criminales. Esa es solo una cara de la moneda. En el lado más ensombrecido están los invisibles: los más viejos y los enfermos condenados también por el abandono de los gobiernos de turno, indiferentes ante sus derechos y garantías más elementales.

*Este reportaje fue realizado por Arturo Torres para Código Vidrio en alianza con CONNECTAS, con el apoyo del International Center for Journalist. También colaboró Doris Olmos con el levantamiento y procesamiento de datos, así como las infografías y videos.

Autor

Editor del portal de investigación Código Vidrio, Miembro de #CONNECTASHub y del ICIJ. Tiene más de 25 años de experiencia en coberturas de corrupción y crimen organizado. Fue editor de investigación y jefe de redacción del diario El Comercio. Es ganador del concurso a la mejor investigación periodística en Latinoamérica Ipys-Tilac, y ha sido finalista del mismo certamen en varias ocasiones. Autor del libro El Juego del Camaleón y coautor del libro Rehenes. Licenciado en comunicación y tiene un término de maestría en City University, en Londres, Inglaterra.

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Editor del portal de investigación Código Vidrio, Miembro de #CONNECTASHub y del ICIJ. Tiene más de 25 años de experiencia en coberturas de corrupción y crimen organizado. Fue editor de investigación y jefe de redacción del diario El Comercio. Es ganador del concurso a la mejor investigación periodística en Latinoamérica Ipys-Tilac, y ha sido finalista del mismo certamen en varias ocasiones. Autor del libro El Juego del Camaleón y coautor del libro Rehenes. Licenciado en comunicación y tiene un término de maestría en City University, en Londres, Inglaterra.