La eterna tentación populista en América Latina

Los últimos tiempos parecen mostrar el renacimiento de una tendencia contraria a la democracia plena en la región, con casos como Bukele, en El Salvador, Ortega en Nicaragua o Bolsonaro en Brasil. ¿Qué tanto está el fenómeno en el ADN político latinoamericano?

Erick Retana

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, llegó al poder en 2019 en medio de las esperanzas de sus conciudadanos. Representaba el cambio en un país dominado en los últimos 35 años por un bipartidismo nacido de la guerra civil. Era un presidente millenial, de 39 años, aficionado a las redes sociales, que prometía un nuevo amanecer y acabar con la violencia. Con sus discursos a la carta, en los que dice lo que todos quieren escuchar,  y su carisma juvenil, se hizo inmensamente popular.  Pero sus actos posteriores, incluida una irrupción armada en el Congreso cuando este se negaba a aprobar un proyecto suyo, pusieron a muchos a pensar de nuevo. Ese muchacho de gorra y barbita escondía tras sus chaquetas beisboleras las maneras de un populista clásico. Uno que además acaba de ganar la mayoría absoluta del Congreso, lo que en alguien con esos antecedentes no augura buenos días para la democracia salvadoreña.

Esa necesidad de congraciarse a toda costa con “el pueblo”, que parece estar en el ADN de los líderes latinoamericanos, desde la Argentina de Alberto Fernández al México de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), está dando lugar a un resurgir de la eterna tentación populista continental.

Lógicamente, Bukele no aparece en un interesante estudio de gobiernos populistas en el mundo que el Institute for Global Change británico publicó en 2018, antes de su llegada al poder. Sí figuran en la lista de 33 países ocho latinoamericanos, lo que revela que no se trata de un fenómeno exclusivo de nuestra región, aunque sí está profundamente arraigado aquí. 

 ¿De qué hablamos cuando hablamos de populismo? Alejandro Sánchez Berrocal y Francisco Martínez intentan responder esa pregunta en un trabajo publicado en 2019 en el sitio The Conversation. Allí, ambos académicos españoles dicen que “el populismo está de moda”. Se remontan a sus orígenes a fines del siglo XIX en Estados Unidos y Rusia, antes de poner por primera vez a América Latina en esa línea de los discursos anti-establishment de los populismos por derecha y por izquierda. Para los autores, con Getulio Vargas (1882-1954) en Brasil y Juan Domingo Perón (1895-1974) en Argentina, el populismo encuentra su sitio en nuestro continente bajo gobiernos que hicieron de la siempre atractiva “voluntad del pueblo” un arma para dominar sus países

Ambos se formaron durante el auge del fascismo europeo de entreguerras y hasta simpatizaron con él, aunque después viraron hacia un tercermundismo social que no renegó del autoritarismo para permanecer en el poder. Sus legados aún permanecen en Argentina y en Brasil bajo distintas manifestaciones. Hay quienes ven algo de Vargas y Perón en el populismo de derecha de Jair Bolsonaro, pero también en el de Bukele. Y por supuesto, también aparecen en el populismo de izquierda de Alberto Fernández o en el del mexicano AMLO.

En el estudio “Populistas en el poder alrededor del mundo”, el Institute for Global Change define en esta categoría a los gobiernos que ponen por encima de todo la “verdad del pueblo” y el conflicto contra las élites y el establishment. Su enfoque abarca a líderes en todo el mundo entre 1990 y 2018, y en el caso de América Latina ubica el apogeo entre 2008 y 2014, cuando había seis presidentes populistas simultáneamente: Cristina Kirchner (Argentina, hoy vicepresidenta); Evo Morales (Bolivia, cuyo delfín Luis Arce gobierna actualmente); Rafael Correa (Ecuador, donde el correísta Andrés Arauz es el favorito para ganar la segunda vuelta en abril), Daniel Ortega (Nicaragua, aún en el poder); Fernando Lugo (Paraguay, hoy sin chances de volver a gobernar); y Nicolás Maduro (Venezuela, hoy en el palacio de Miraflores). Este estudio coincide en que “el populismo ha sido una importante fuerza política en América Latina a partir de los años treinta”. Y ya en el siglo XXI, con Hugo Chávez desde Caracas “jugando un rol activo en el soporte de otros populistas a lo largo de la región, tanto retórica como económicamente”.

Allan Brewer-Carías tiene una idea clara del populismo. Para el ex presidente de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales de Venezuela y ex miembro minoritario de la Constituyente con la que Chávez cimentó su hegemonía en 1999, ningún gobernante se define como populista. Sostiene en cambio que “el populismo es una estrategia política para llegar al poder y para permanecer en él”, como dijo en la entrevista que le dio a BBC Mundo en febrero de 2020 en Nueva York, donde vive exiliado desde 2005. Entonces subrayó un aspecto repetido en todos los gobiernos de este tipo: “Los derechos empiezan a ser reconocidos sólo para un grupo y usan el sistema legal para perseguir a los otros, que quedan excluidos y a los que generalmente consideran como un enemigo al que hay que eliminar, porque los movimientos populistas son generalmente maniqueos”. Quien quiera ver aquí al chavismo y a Ortega pero también a Donald Trump no estará equivocado, porque a pesar de la tradición latinoamericana, Estados Unidos también sucumbió a la tentación populista. 

Desde este país, Steven Levitsky desmenuza las causas del fenómeno en América Latina, la región en la que se ha especializado como politólogo en la Universidad de Harvard. “Primero, la extrema desigualdad económica, social y racial. Segundo, la debilidad del Estado. Donde los estados son débiles, los gobiernos -aun los bien intencionados- terminan gobernando mal. Y cuando varios gobiernos -de varios partidos o ideologías- gobiernan mal (Perú en los ochenta, Venezuela en los ochenta y noventa, México en los 2000), la gente concluye que todos los partidos son iguales, que todos los políticos son corruptos, etcétera. Y de allí surge la idea de ‘que se vayan todos’ y la ‘tentación’ de votar por un outsider que promete tumbar a toda la clase política”, explica.

Para Levitsky, “salvo los casos con menos desigualdad y estados más fuertes (Uruguay, Costa Rica, Chile), el populismo siempre es una posibilidad. Hubo casos en los noventa (Fujimori, Bucaram, Chávez), 2000 (Gutiérrez, Correa, Morales) y 2010 (Bolsonaro, Bukele, AMLO). Así que veo algo más constante que una ola”, aclara. Pero después alerta: “La crisis económica y fiscal que viene podría aumentar el descontento con el estatus quo y generar más éxito populista en la década que viene”.  

Allí está el fenómeno Bukele, cuyo partido Nuevas Ideas acaba de lograr, el 28 de febrero, un número inédito de diputados que le permitirá avanzar con una reforma constitucional que le servirá en bandeja, como ocurrió con Chávez hace dos décadas, el control de las instituciones importantes del país. En ese aplastante triunfo electoral (casi el 70% de los votos) los analistas vieron el hundimiento de los partidos tradicionales salvadoreños, la izquierda del Frente Farabundo Martí (FMLN) y la derecha de la Alianza Nacional Republicana (Arena), borrados del mapa. “Una vez más, la ausencia de propuestas ha ganado las elecciones, esta vez porque el presidente y su partido político han sabido jugar mejor la carta del populismo: este Gobierno dio comida, dio dinero, bajó los homicidios e inauguró carreteras que otros habían empezado. Un país con hambre, sin dinero, con muertos a montones y que quiere ver cosas concretas, no papeles, va a votar por ese Gobierno y cualquier opción que lo fortalezca”, escribió la periodista Verónica Reyna en El Faro, el día después del paso del ‘huracán’ Bukele. 

En medio de lo que parece una nueva ola populista en América Latina, una voz se levanta para relativizarla. Porque para Andrés Malamud, politólogo argentino de la Universidad de Lisboa, no hay un nuevo eje populista en la región. En realidad no está en juego la democracia, pues, como dice, “el populismo no es necesariamente antidemocrático”. Más bien peligran los partidos como sostén de las garantías constitucionales, en una región no siempre afecta a respetar la calidad institucional. “La diferencia entre México, Brasil, El Salvador y Ecuador por un lado, y Chile, Uruguay, Argentina y Bolivia por el otro, es la institucionalización del sistema de partidos: baja en el primer grupo, alta en el segundo”, considera Malamud.

Tiendan más a la derecha o a la izquierda, tengan o no arraigo en el sistema de partidos políticos, está claro que los países deben encender las alarmas cuando los gobiernos ceden a la tentación populista. Porque esta es el primer paso para llegar a las puertas del caudillismo, el eslabón más cercano al autoritarismo y a su deformación mayor, la dictadura. Y a sus consecuencias: la falta de libertades civiles; la persecución contra la prensa; la subordinación de las ramas del poder público a los deseos del gobernante, con la consiguiente muerte de los contrapesos; y el culto a la personalidad del líder como el ser supremo sin cuya existencia es imposible el bienestar del pueblo que lo adora.