Estado de excepción: democracia al límite

Ante el estallido de violencia, el Gobierno ecuatoriano declara el estado de excepción. Al hacerlo, se une a El Salvador y Honduras en utilizar un mecanismo constitucional que suspende derechos fundamentales. ¿Qué tan efectiva es esa herramienta y cuáles son sus límites?

Estado de excepción - State of Exception

Por Fabiola Chambi

Nadie pudo imaginar lo que sucedería solo un día después de que el presidente Daniel Noboa decretó el estado de excepción. El martes 9 de enero, la  noticia dio la vuelta al mundo cuando un grupo armado de encapuchados irrumpió en la transmisión en vivo de TC Televisión, uno de los medios más importantes de Guayaquil. Frente a las cámaras y sin ningún miedo, tomaron rehenes y amenazaron a los trabajadores de la prensa. El acto desató un caos total en el país, del que aún no logra recuperarse. Solo una semana después, el fiscal que investigaba la toma del medio fue baleado dentro de su vehículo mientras conducía por el norte de Guayaquil.

Ecuador no pasó repentinamente de ser un destino turístico de ensueño a un país sumergido en la violencia extrema. Asesinatos a la orden del día, revueltas carcelarias, inseguridad en los barrios, inestabilidad política, incertidumbre y miedo. Desde hace años, el crimen organizado transnacional fue ganando espacio y fortaleciendo sus vínculos hasta poner en jaque a los políticos de turno, que nada pudieron hacer para controlar la escalada de violencia detrás de las rejas ni en las calles. Uno de los disparadores para llegar a este punto fue la fuga, el 7 de enero, de José Adolfo Macías Villamar, alias “Fito”, líder de la banda los Choneros y uno de los reos más peligrosos.

La crisis hoy es apabullante. Lo sabe el vecino que vivirá en toque de queda desde las 11:00 de la noche hasta las 5:00 de la mañana por los dos meses que dure esta medida, según el decreto 110. El estado de excepción contempla básicamente el despliegue de la Policía y las Fuerzas Armadas para ejecutar operaciones que garanticen el orden público, además de restricciones a la movilidad y a las reuniones masivas.

La medida no es nueva en Ecuador, pues la aplicó en su momento el entonces mandatario Guillermo Lasso tras el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio, pero Noboa dio un paso más. Decretó, por primera vez, un “conflicto armado interno” e identificó a 22 grupos criminales a los cuales calificó de organizaciones terroristas transnacionales y declaró objetivo de operaciones militares.

Tras declarar frontalmente la “guerra a los terroristas”, Noboa, que sumó apoyo internacional a sus determinaciones, prometió convertir a Ecuador en un “territorio seguro”. ¿Pueden estos mecanismos frenar la violencia y devolver la convivencia pacífica?

Al 16 de enero, las autoridades informaron que se incautaron más de 1.300 armas de todo tipo, balas, explosivos, cinco toneladas de droga y, solo en la primera semana de declaratoria de conflicto armado interno, 1.753 personas fueron detenidas, 158 de ellas por presunto terrorismo. Durante los operativos también abatieron a cinco presuntos miembros de bandas, y dos policías fueron asesinados.

“Se han tomado decisiones duras porque realmente estamos viviendo un estado de guerra”, dice Ruth Hidalgo, doctora en leyes y directora de la ONG Participación Ciudadana. “Va a ser muy difícil darle una seguridad completa a la ciudadanía, aunque percibo que con el patrullaje está más tranquila, pero esto no puede ser para siempre. Un estado de excepción tiene fecha de caducidad, entonces, la gran pregunta es de aquí en adelante, ¿cuáles van a ser las acciones del presidente de la República para garantizar una estructura normativa y judicial que genere confianza absoluta?”, cuestiona la experta.

Alrededor del mundo, contextos de guerra, terrorismo y pandemia han motivado determinaciones de emergencia, aunque en medio de un riesgo creciente de normalización que afecta el Estado de Derecho. Un caso llamativo fue el de Francia, que desde 2015 vivió una medida que se prolongó por unos 47 meses, primero debido a los sangrientos atentados terroristas, y luego por la covid-19. En su libro Révolution, publicado en 2016, el presidente Emmanuel Macron dijo: “No podemos vivir permanentemente en un régimen de excepción”, pero le fue difícil cumplir esa consigna.

Según Edward Pérez, abogado de la University College of London, experto en derecho internacional y Derechos Humanos, los denominados estados de emergencia o de excepción están sujetos a una normativa internacional como la Convención Americana sobre Derechos Humanos en su artículo 27 o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en su artículo 4, que reconocen la posibilidad de dictar estas medidas. “Pero a su vez establecen una serie de salvaguardas mínimas que se tienen que garantizar porque en muchas ocasiones se han utilizado para justificar graves y sistemáticas violaciones de derechos humanos e incluso esconderlas, facilitando situaciones de impunidad”.

Con la prórroga bajo la manga

Un ejemplo más cercano, el más importante en la región, es el de El Salvador, que recientemente aprobó su prórroga número 22 del régimen de excepción, ahora hasta el 10 de febrero. Según justificó el Gobierno, aún permanecen pandilleros y sus cabecillas en libertad y suspender la medida sería un “retroceso”.

Este mecanismo, vigente desde el 27 de marzo de 2022, respaldado por la mayoría de la población, ha permitido capturar a más de 75.100 supuestos pandilleros. Así lo indica una encuesta de mayo de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) en la que un 97,7% de los entrevistados consideran que la delincuencia disminuyó, y de ese porcentaje, el 68,7% lo atribuye al régimen de excepción.

De hecho, el presidente Nayib Bukele celebró que 2023 fue el año más seguro de su historia, con una tasa de 2,25 homicidios por cada 100.000 habitantes, la segunda más baja de las Américas. En contraste con 2022, cuando se registraron 495 asesinatos, estos se redujeron a 154.

Con frecuencia el mandatario comparte en su cuenta de X cifras en cero que reflejan el control de la seguridad en el país centroamericano.

La medida vigente en El Salvador permite, entre otras cosas, extender el plazo máximo de detención de 72 horas a 15 días; no informar de inmediato al sospechoso de los derechos y las razones de su arresto y tampoco garantizar la asistencia jurídica. Además, intervenir las telecomunicaciones sin una orden judicial.

Según la ONG Cristosal, hasta el 9 de enero se reportaron unas 3.695 presuntas víctimas de detenciones arbitrarias. Asimismo varias organizaciones humanitarias como Human Rights Watch han denunciado y documentado vulneraciones a los derechos humanos, sobre todo contra líderes sindicales y activistas. El derecho internacional indica que si bien es posible aplicar estas medidas según la situación, los gobiernos deben garantizar que los poderes no lo hagan de manera discriminatoria ni estigmatizadora porque se abre el riesgo de la excepción constante. 

Pero nada detiene la popularidad de Bukele y su camino a una nueva elección el 4 de febrero. En diciembre tomó licencia temporal para preparar su candidatura, a pesar de que la Constitución lo prohíbe. Repitiendo el manual de otros mandatarios que se prorrogaron en el poder, logró controlar la Corte Suprema para que esta lo habilitara.

Napoleón Campos, especialista en Relaciones Internacionales, integración regional y migraciones, considera que dadas las circunstancias, los comicios se realizarán en un “clima absolutamente inconstitucional”. “Me preocupa cuando se habla del camino de El Salvador o el plan Bukele, pues hay muchas dudas sobre la ejecución misma del régimen de excepción (…). Hay mucha publicidad, mucha propaganda, y una anulación de la transparencia y la rendición de cuentas”.

El experto añade que los estados de excepción están para no quebrar la Constitución misma. Pero afirma que, en la práctica de políticas públicas y de seguridad ciudadana, deben darse bajo un absoluto respeto de libertades y garantías constitucionales, lo que no está ocurriendo.

El error de copiar el modelo

La presidenta de Honduras, Xiomara Castro, rebasada por problemas estructurales  como la corrupción sistémica, la politización de la justicia, la pobreza, la inseguridad, y la creciente violencia, determinó seguir el “exitoso modelo” de El Salvador y ordenar el estado de excepción el 6 de diciembre de 2022 para combatir a las pandillas, la extorsión y el crimen organizado.

La medida se fue extendiendo, incluso sin claridad sobre su estrategia de aplicación,  pero no logró los resultados esperados. Según un informe del Proyecto de Localización de Conflictos Armados y Datos de Sucesos publicado en diciembre de 2023, el estado de emergencia del país centroamericano “ha dado resultados desiguales” y la violencia contra la población civil “no ha disminuido”.

Insight Crime también hace referencia a la extorsión e indica que “seis meses después del inicio del estado de emergencia, habían aparecido al menos dos nuevos grupos dedicados a esta actividad” y apenas 19 personas condenadas por este delito. El temor ha crecido en las calles, así como los amotinamientos por tomar el control de los penales.

La política de “mano dura” funciona para Bukele, pero no es un modelo replicable, aunque la popularidad de sus resultados la muestren como una medida eficaz. El presidente Noboa también parece sumarse a uno de los caminos más controversiales como la construcción de penales de máxima seguridad.

“Se habla tanto de los peligros de los estados de excepción porque no son uniformes y al mismo tiempo dependen de la voluntad democrática de quien lo está ejerciendo y ahí el llamado es a transparentar y a fijar límites temporales y territoriales para que la comunidad que no esté involucrada en esa situación de conflicto tenga certezas sobre qué es lo que puede hacer y lo que no”, explica el abogado Pérez.

Estos tres países que mantienen las medidas de emergencia en la región lo hacen en circunstancias diferentes, pero corren el riesgo de que la excepción se vuelva la normalidad.  Una ‘normalidad’ apoyada por una ciudadanía que, temerosa, aprueba la solución armada, soportada en el deterioro de las instituciones y de las garantías democráticas. Un precio demasiado alto que tampoco garantiza el triunfo del Estado de Derecho sobre el crimen organizado.