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Un lugar donde los negocios se hacen rezando

De qué manera las iglesias evangélicas participaron del proyecto «Renovación Urbana de Curundú». El punto exacto donde la religión se cruza con la corrupción. Creer en Dios, en Martinelli y en Odebrecht.

Por Víctor A. Mojica
Fotos: Mauricio Valenzuela

El proyecto Renovación Curundú debe su existencia a Martinelli, Varela y a Dios. Sin ellos, no se podría embellecer la miseria. Ni habría negocio.

Antes de los apartamentos de cemento operaban más de una docena de pandillas de jóvenes que vivían del narcótrafico y sus derivados, como el sicariato. Una de las más reconocidas lleva un nombre que planteaba la gravedad del conflicto: Matar o Morir (MOM). Hace muchos años, cuando todavía eran caserones de madera que flotaban sobre aguas negras, encontré a varios lisiados de balas en un solo día. Adolescentes que vestían pañales en sillas de ruedas precarias, que no se movían nunca de sus balcones por esa guerra interna. Hermanos que morían, hijas que morían, madres que morían, todos morían. Y ello dejó, adicional al problema de pobreza extrema, un problema de ira, que no permitiría construir nada.

Pero la empresa brasileña sabía cómo hacer: se trataba de seguir los caminos del señor. Así dejaba constancia el Decreto Ejecutivo Nº 34 del Ministerio de Vivienda que creaba «la comisión técnica para estructurar plan piloto de renovación urbana para el desarrollo integral de la comunidad de Curundú». Esta Comisión ordenó actualizar estudios sobre el lugar y realizó las alianzas con los grupos cristianos «que van a trabajar —dijo Jaime Ford, integrante de la comisión técnica, entonces Vice Ministro de Vivienda— en el plan estratégico para el alivio y el combate a la pobreza, y de tal manera, lograr una mejor vida para Curundú».

Odebrecht se asoció con pastores evangélicos para remediar el mal de venganza. Fue así que lograron ingresar a Curundú, contratando a un equipo de siervos —pastores evangélicos formados en prisión— que coordina Luis Altamirano. Este pandillero convertido al evangelio conversa conmigo en un templo que se construyó en una entrada de Curundú, donde, desde hace muchos años, transforma a sus vecinos en seguidores de las palabras de Dios que ellos promueven. «Odebrecht —dice— es una gran empresa.»

Altamirano vive en el milagro desde que sobrevivió a dos días en un mar de tiburones y a una semana de selva para ser recapturado tiempo después por los delitos de secuestro y tentativa de homicidio. Pagaría catorce años de su juventud por esos acontecimientos. La fuga del penal terminó en una larga condena que superó con oración. Altamirano fue líder de su comunidad, líder de bandas juveniles y en la prisión fue el líder de una red de siervos que trabajan dentro de las cárceles. Este señor de 44 años que agradece a Dios todo lo que sucede en el día a día, controlaba la ira en prisión de casi dos mil reos, agrupados en veinte pabellones de uno de los centros penales más violentos de Panamá, la cárcel la Joya. «Ahora entiendo que un pastor es un guía».

Los evangélicos están en aumento en Panamá. En el año 1996, según el estudio «Las religiones en tiempos del Papa Francisco» no representaban ni el 5% de la población. En el 2013 eran el 19%, mucho más de medio millón de personas. Hoy día son muchísimos más, son alcaldes, gozan de un emporio de comunicación a nivel nacional y están agrupados en una organización política llamada País que se opone a los matrimonios entre personas del mismo sexo, y uno de sus principales líderes está vinculado a distintos escándalos de corrupción. Gozan de una popularidad creciente que se manifiesta en marchas multitudinarias que convocan en defensa de la familia que denoniman «original» Luis Altamarino es uno de ellos.

Se crió con su abuela. Su madre atendía otra familia. Terminó el colegio y terminó preso. Le recuerdan cómo el joven que vendía las drogas ilegales y manejaba las armas. Panamá era un depósito clandestino de pistolas desde que Estados Unidos fulminara decenas de cientos de humanos días antes de la navidad de 1989. Con ese arsenal callejero se reproducían las pandillas que robaban supermercados, joyerías, lo que existiera. Altamirano fue el líder de los Kris Kross, un grupo de amigos de Curundú que se asociaron para delinquir y que vestían tal cual los raperos adolescentes de Estados Unidos que usaban la ropa al revés. El día que secuestraron al chino vecino del barrio y le dispararon porque no recibían la recompensa que solicitaban, Luis no pensaba en Dios, ni le atribuía la característica de milagro a los eventos de su día a día, como coordinar la limpieza de matorrales. Luis era un tipo malvado. Hoy está renovado y sigue coordinando jóvenes violentos, pero ahora para empresas como Odebrecht.

La oración es un árbitro. Todas las mañanas, los siervos y los ingenieros de Odebrecht, rezaban en cada obra, con cada grupo de trabajadores. La palabra de Dios como contrato de paz. No se podría irrespetar, ni eliminar en ningún momento, en ninguna jornada. Estaban los asesinos, las víctimas, las víctimas que no eran del conflicto, estaba todo el barrio que se mataba a balazos y cuchillo, y que había sido capacitado y contratado por primera vez en su vida para construir el nuevo barrio. Algunos, recuerda Altamirano, no sabían que era una «tárjeta de débito.» La oración era también una fuente de ingreso.

Los resultados públicos son explícitos. Se redujo significamente la violencia con trabajo, con el evangelio. Primero, eso sí, la criminalización de la pobreza. La policía arrestó a cientos de jóvenes y adultos con y sin motivos. Los que no se resistieron a la palabra del nuevo Dios brasileño, evitaron la cárcel. Se educaron en ser obreros y fueron contratados. Las liquidaciones del personal siempre fueron bien pagadas y las mujeres también participaron. Los evangélicos crecieron en la comunidad y también mejoraron sus ingresos. Odebrecht, dice Altamirano, «fue la única empresa que se preocupó por nosotros.»

—¿Pero ninguna escuela, ningún hospital?
—Necesitan trabajo y Dios.