curundu_1curundu_1

¿Por qué una organización criminal construye mi hogar?

Una de las empresas más corruptas de América Latina, Odebrecht, fue contratada por el gobierno de Panamá para convertir Curundú, ícono urbano de la extrema pobreza, en un barrio moderno e inclusivo. Odebrecht construyó edificios deficientes y costosos que renovaron el aspecto exterior de los problemas. Cualquiera podría pensar que la experiencia terminaría en un tribunal, pero la compañía fue contratada nuevamente por el gobierno de Panamá para desarrollar el proyecto social de vivienda más grande de los últimos cincuenta años: construir la nueva ciudad de Colón y cambiarle la vida a miles de pobres.

Por Víctor A. Mojica.
Fotos: Mauricio Valenzuela.

1. Un Barrio Nuevo

Algunos niños que no saben perder se hacen Presidente. Ricardo Martinelli era, de muy joven, el que se llevaba las pelotas y las manillas cuando lo derrotaban jugando al beisbol. Un niño egoísta que le arruinaba la vida a terceros ganó unas décadas después, en mayo de 2009, las elecciones presidenciales en Panamá con la mayor cantidad de votos que nuestros conteos electorales registran – 936.644 | 60,11% –  y celebró el triunfo cantando «Pero sigo siendo el rey.» 

El millonario vendedor de comidas enlatadas prometió cambiarle la vida a todo Panamá. Empezó con los residentes más pobres de la capital panameña, que siempre veíamos entre tiroteos, inundaciones de aguas negras y caserones incendiados, que eran un estorbo para la nueva ciudad de rascacielos. Un día se metió hasta los tobillos en una mezcla de cemento con una pala en manos y anunció el inicio del proyecto «Renovación Curundú.» Su vicepresidente, Juan Carlos Varela, también se metió al cemento. Sonrieron muchísimo en todo el evento. Mil ocho apartamentos se construirían para familias muy pobres, un poco más de veinte por día desde aquel instante, con cerca de cien millones de dólares. «Una de las mayores intervenciones sociales – dijo el ministro de Vivienda Carlos Duboy – de los últimos cuarenta años.» Martinelli deseaba corregir rápido los males sociales más complejos y entregó en 48 meses, en abril de 2013, a cinco mil personas una solución a sus problemas de toda la vida: un barrio nuevo a crédito.

Curundú Capítulo ICurundú Capítulo I

2. Curundeños

En septiembre de 2009, unos meses antes de anunciarse públicamente el proyecto de vivienda, se presentó el informe: «Plan Piloto de Renovación Urbana para el Desarrollo Integral de la Comunidad de Curundú a 789 familias (3288 personas)» que acumulaba el resultado de unas encuestas que realizaron setenta trabajadores del Ministerio de Vivienda (MIVI) con representantes de la Junta Comunal de Curundú a los seres humanos que vivían en los sectores del Águila, Metropoli, Sector S, Sector M, El Triángulo que conforman el asentamiento, ahora de edificios multifamiliares, antes de caserones de madera, mucho antes de chozas. Las mujeres dominaban el hogar y eran muy jóvenes, promediaban veintitrés años. Habían más personas de dieciocho y veintinueve años que todos los adultos superiores a los cincuenta. Curundú era como un adolescente y también era un niño. Habían centenares de ellos entre siete y doce años (15% población total). Habían muchos indígenas que quedaron atrapados en el sueño panameño con los negros y cholos. Casi nadie superaba la educación secundaria. El nivel universitario era de un dos porciento y muchos niños abandonaban la escuela temprano. Los jefes de familias – dominantemente mujeres – eran amas de casa, jornaleras o vendían comida en la calle. Habían agentes de seguridad, artesanos, trabajadores de salones de belleza y un reducidísimo número de profesionales. El 0.5% para precisar. En aquellos días el ingreso familiar estimado para cuatro personas por hogar no superaba los trescientos dólares mensuales y la canasta básica familiar de alimentos costaba cerca de doscientos setenta dólares. «Para estas familias –dice el informe–, comprar la canasta básica con sus ingresos promedio, sugiere que se tenga que gastar todo en los alimentos, sólo quedarían unos B/.24.38 para cubrir los demás gastos básicos de la familia.» Setenta y ocho familias reportaron ingresos menores de cincuenta dólares al mes. No les alcanzaba ni para comer. Dijeron, sin embargo, que podrían pagar diez o veinte o treinta dólares por una nueva vivienda con mucho esfuerzo. Hoy día pagan cincuenta dólares mensuales por sus apartamentos nuevos y tienen una de las tasas más bajas de morosidad de proyectos sociales en todo Panamá

el_cambio_que-no-fueel_cambio_que-no-fue

3. El Cambio

Curundú ocupa el mismo lugar de siempre. Vive en los márgenes de un río de desechos. Los nuevos edificios están cercados en algunas partes con muros y alambre de ciclón. Se filtran las aguas negras y se filtran las aguas internas, las de lavar la ropa, las del fregadero y las de la lluvia. La hostilidad aumentó con el progreso. El agua se desborda, en ocasiones, por el piso o por los enchufes. Martinelli entregó apartamentos con puertas de vidrio corredizas donde colgar un cuadro o un diploma de un curso o una foto familiar representa un peligro para el vecino. «Mi casa de madera – me dijo una curundeña – era más resistente.» Mil unidades, todas idénticas. El barrio nuevo es una plaza gigante con veredas, calles y pocos árboles. Si no estuvieran los edificios sería un estacionamiento de un centro comercial. Antes era un basurero con vegetación, antes un manglar y cuando le visitabas sentías que estabas en un pedazo de selva con sus caminos de tierra. Ahora es una barriada calurosa, que no logra escapar de su olor a mierda, y donde todos los apartamentos que visité tenían problemas de filtraciones, paredes destruidas y reclamos sin atender. Los problemas estructurales, tarde o temprano, tocaron a la puerta —o a la pared— de la mayoría de los propietarios. 

El proyecto Renovación Urbana Curundú recibió el reconocimiento internacional de la publicación Engineering News Record (ENR) como «Mejor Proyecto Global» en la categoría «Residencial/Hoteles» por sus logros constructivos y sociales. Cuando a un curundeño le consulté sobre este reconocimiento recordó cómo la azotea de los apartamentos terminaban en una laguna cuando llovía porque no tenían desagües los techos planos y toda esa agua acumulada empezó a filtrarse por paredes y columnas hasta rajar sus recámaras. Ellos mismos solucionaron. El abandono es una norma en la miseria. Vi fotos de esos hombres instalando tuberías en el techo para canalizar el agua estancada y otras de ellos sellando las filtraciones. Las grandes obras modernas no ofrecen mantenimiento y son de baja calidad. «Tu vas a todas esas oficinas – me dice Rosa García –  y te dicen que el plazo venció de arreglar, así que todo mundo arregla.» 

Curundu Capítulo II Foto 2Curundu Capítulo II Foto 2

A Rosa García la conocí hace una década. Su bebé de tres años murió de un disparo a la cabeza y me tocó entrevistarla. Unos jóvenes arreglaban sus diferencias a balazos muy cerca del balcón de madera donde jugaba el niño en las tardes y mañanas y uno de esos proyectiles alcanzó su cráneo. Bryan Ruíz no murió inmediatamente con el disparo. Con la bala en su cabeza logró comunicarle a su madre: «Mamá toy herido.» Rosa pensó que el niño mentía, que se había cortado con un clavo, pero no era así. El director del hospital dijo que la bala «entró por el lado derecho de la cabeza y se le alojó en la parte izquierda.» Bryan murió en una camilla, horas después y fue noticia en los medios por lo grotesco de su crimen. Rosa García tiene un apartamento nuevo, tiene un televisor inteligente, una consola de video juegos, sillones que casi no caben en la casa, comedor, cuartos con cortinas, lavandería, fregadero. Tiene actualizaciones de los bienes que tenía en su caserón de madera con balcón, pero dentro de un apartamento vulnerable al agua. Luce joven, cómo en aquella época, y mantiene sus rulos, su piel brillante y un recuerdo poderoso de su vida. ¿Quién puede olvidar que te maten un hijo? 

Acá llegó un 12 de diciembre, hace unos años, para hacer una nueva vida en el mismo lugar dónde asesinaron a Bryan. Le tocó colocar la electricidad del hogar y lucha aún con las filtraciones de la lavandería. «Yo cuando me voy desconecto todo, con el miedo que se me prenda algo. Entonces cuando uno cierra calle nos tratan de los peores, porque los curundeños somos las peores.» Tiene un nuevo esposo, un policía, y cuida cuatro niños, el más pequeño de ellos desarrolló una fobia a las cucarachas en los albergues temporales donde vivieron antes de mudarse a sus nuevos apartamentos que piensa le durará toda la vida. «Dormíamos con cucarachas. Cuando estabamos dormidos teníamos que prender la luz y espantárselas.» En Curundú casi todo marcha igual, al punto que Rosa García, en las mañanas, cuando acompaña a los niños que cuida a la escuela se encuentra con los asesinos de su hijo. «Están ahí. Me ha tocado verlos. Me topo con ellos.» 

4. Un Pastor

El proyecto Renovación Curundú debe su existencia a Martinelli y a Dios. Sin ellos, no se podría embellecer la miseria. Implicaba la voluntad de un gobierno e ingresar a una herida social muy profunda y desconocida para todos, salvo para cristianos que son de Curundú, para hacer el negocio. Antes de los apartamentos de cemento operaban más de una docena de pandillas de jóvenes que vivían del narcótrafico y sus derivados, como el sicariato. Una de las más reconocidas lleva un nombre que planteaba la gravedad del conflicto: Matar o Morir (MOM). Hace muchos años, cuando todavía eran caserones de madera que flotaban sobre aguas negras, encontré a varios lisiados de balas en un solo día. Adolescentes que vestían pañales en sillas de ruedas precarias, que no se movían nunca de sus balcones por esa guerra interna. Hermanos que morían, hijas que morían, madres que morían, todos morían.  Y ello dejó, adicional al problema de pobreza extrema, un problema de ira, que no permitiría construir nada.  

Odebrecht se asoció con pastores evangélicos para remediar el mal de venganza. Fue así que lograron ingresar a Curundú, contratando a un equipo de siervos que coordina Luis Altamirano. Este pandillero convertido al evangelio conversa conmigo en un templo que se construyó en una entrada de Curundú, dónde, desde hace muchos años, transforma a sus vecinos en seguidores de las palabras de Dios que ellos promueven.  «Odebrecht – dice – es una gran empresa.»

Altamirano vive en el milagro desde que sobrevivió a dos días en un mar de tiburones y a una semana de selva para ser recapturado tiempo después por los delitos de secuestro y tentativa de homicidio. Pagaría catorce años de su juventud por esos acontecimientos. La fuga del penal terminó en una larga condena que superó con oración. Altamirano fue líder de su comunidad, líder de bandas juveniles y en la prisión fue el líder de una red de siervos que trabajan dentro de las cárceles. Este joven de 44 años, que agradece a Dios todo lo que sucede en el día a día, controlaba la ira en prisión de casi dos mil reos, agrupados en veinte pabellones de uno de los centros penales más violentos de Panamá, la cárcel la Joya. «Ahora entiendo que un pastor es un guía».

Los evangélicos están en aumento en Panamá. En el año 1996, según el estudio «Las religiones en tiempos del Papa Francisco» no representaban ni el 5% de la población. En el 2013 eran el 19%, mucho más de medio millón de personas. Hoy día son muchísimos más, son alcaldes, gozan de un emporio de comunicación a nivel nacional y están agrupados en una organización política llamada País, que se opone a educar sexualmente a la población, a los matrimonios entre personas del mismo sexo, y uno de sus principales líderes está vinculado a distintos escándalos de corrupción. Gozan de una popularidad creciente que se manifiesta en marchas multitudinarias que convocan en defensa de la familia que denoniman «original»  Luis Altamarino es uno de ellos.

Se crió con su abuela. Su madre atendía otra familia. Terminó el colegio y terminó preso. Le recuerdan cómo el joven que vendía las drogas ilegales y manejaba las armas. Panamá era un depósito clandestino de pistolas desde que Estados Unidos fulminara decenas de cientos de humanos días antes de la navidad de 1989. Con ese arsenal callejero se reproducían las pandillas que robaban supermercados, joyerías, lo que existiera. Altamirano fue el líder de los Kris Kross, un grupo de amigos de Curundú que se asociaron para delinquir y que vestían tal cual los raperos adolescentes de Estados Unidos que usaban la ropa al revés. El día que secuestraron al chino vecino del barrio y le dispararon porque no recibían la recompensa que solicitaban, Luis no pensaba en Dios, ni le atribuía la característica de milagro a los eventos de su día a día, como coordinar la limpieza de matorrales. Luis era un tipo malvado. Hoy está renovado y sigue coordinando jóvenes violentos, pero ahora para empresas cómo Odebrecht.

La oración es un arbitro. Todas las mañanas, los siervos y los ingenieros de Odebrecht, rezaban en cada obra, con cada grupo de trabajadores. La palabra de Dios como contrato de paz. No se podría irrespetar, ni eliminar en ningún momento, en ninguna jornada. Estaban los asesinos, las víctimas, las víctimas que no eran del conflicto, estaba todo el barrio que se mataba a balazos y cuchillo, y que había sido capacitado y contratado por primera vez en su vida para construir el nuevo barrio. Algunos, recuerda Altamirano, no sabían que era una «tárjeta de débito.» La oración era también una fuente de ingreso.

Los resultados públicos son explícitos. Se redujo significamente la violencia con trabajo, con el evangelio y la criminalización de la pobreza. La policía arresto a cientos de jóvenes y adultos con y sin motivos. El resto se educó en ser obrero y trabajan, muchos de ellos, en otros proyectos hoy día. Las liquidaciones del personal siempre fueron bien pagadas y las mujeres también fueron contratadas. Los evangélicos crecieron en la comunidad y también mejoraron sus ingresos. Odebrecht, dice Altamirano, «fue la única empresa que se preocupó por nosotros.»

–¿Pero ninguna escuela, ningún hospital?
–Necesitan trabajo y Dios

Curundú-2Curundú-2

5. El Negocio

El día que Martinelli y Varela se metieron hasta los tobillos a la mezcla de cemento en Curundú festejaban un negocio. Era 1 de julio de 2010. Un año antes habían tomado el poder y apareció el decreto 34 del Ministerio de Vivienda que creaba «la comisión técnica para estructurar plan piloto de renovación urbana para el desarrollo integral de la comunidad de Curundú». Esta Comisión ordenó actualizar estudios sobre el lugar y realizó las alianzas con los grupos cristianos «que van a trabajar, – dijo Jaime Ford, integrante de la comisión técnica, entonces viceministro de Vivienda –  en el plan estratégico para el alivio y el combate a la pobreza, y de tal manera, lograr una mejor vida para Curundú».  

Antes de ser aliados y ganar las elecciones de Panamá de 2009, el futuro de Curundú era noticia. Ambos candidatos presidenciales impulsaban un plan de obras de infraestructura para solucionar las necesidades de vivienda que sufren más de cien mil familias en Panamá. Curundú, un referente de la miseria urbana, era una discusión común. Varela proponía eliminar ese territorio de poco más de un kilómetro. «Clausuro Curundú – dijo el ahora Presidente de la República – y le recorto 30 millones de dólares del presupuesto a la Asamblea y compro quinientas casas con 10 millones y los mudo a un barrio digno, en los primeros 6 meses de gobierno». En el plan de gobierno que presentaron como alianza, semanas después de estas declaraciones, no aparecía Curundú, ni la propuesta de Varela. El plan explicaba el problema de vivienda que tenía el país y decía que un mega plan de obras a nivel nacional modificaría las condiciones de vida de miles de panameños.

Crédito: TVN

Un 15 de octubre, cuatro meses despúes de tomar posesión, Martinelli y Varela anunciaron la propuesta para cambiar integralmente a un barrio con problemas complejos de sanidad, de educación, de marginación, de abandono, de violencia, de todo. Curundú era una desgracia desde el siglo XX: «Estamos transformando a cinco mil panameños que van a tener todas las facilidades modernas, deportivas y sociales» dijo Martinelli. El anuncio lo hicieron en el gimnasio de boxeo Pedro «El Rockero» Alcázar, un atleta muerto a puños, y convocaron a muchos medios porque la noticia era importante. El ex presidnetes les dijo que se financiaría con los impuestos a los casinos, que los curundeños se iban a ahorrar dinero en movilización porque tendrían una parada muy cerca del nuevo sistema de transporte. Curundú era un ejemplo para futuras renovaciones urbanas. Les dijo que ahora sí serían panameños porque tendrían una vivienda digna y cotizada. Un mes después se publicó en internet la licitación por 94 millones de dólares para más de mil apartamentos de dos recámaras, de un poco más de cuarenta metros, con áreas de juegos, porques infantiles, plazas comerciales, biblioteca y presencia estatal. Cuatro empresas participaron. Tres de ellas fueron seleccionadas y una nueva comisión, integrada por una tía política de Varela, Marta de Varela, Carlos Ho, un ingeniero investigado por recibir coimas de Odebrecht para la aprobación de proyectos de infraestructura en Panamá, del Ministerio de Obras Públicas (MOP), un arquitecto reconocido, Carlos Clement y dos funcionarios del Ministerio de Vivienda (MIVI), Iván Robles y Manuel Soriano, casi tres meses despúes, seleccionó a Odebrecht. Era la única empresa que cumplía con las exigencias. En una de las cartas de las reuniones del «Comité Evaluador» se puede leer. «En el informe del Contador Público Autorizado se visualiza que las empresas CUSA Y MECO, no cumplieron con los índices de liquidez y endeudamiento establecidos en el Pliego de Cargos». Odebrecht, sin embargo, tenía una propuesta a la medida. También había presentado el proyecto menos costoso. Sin embargo, era muy caro. Cada apartamento costaría cerca de cien mil dólares. El estado y los curundeños pagarían un costo de construcción de metro cuadrado similar al costo de construcción de un rascacielo en una zona de lujo.

Ese día del festejo del negocio, Martinelli y Varela, aparte de sus zapatos, también metieron sus manos en el cemento y estamparon su firma aunque el proyecto fuera un futuro fraude. Se abrazaron con decenas de niños de esas áreas, regalaron guantes de boxeo y sonrieron muy fuerte. Estaban felices y estaban todos los involucrados en el proyecto, entre esos, Andres Rabello, el delator de Odebrecht, el director de la filial en el país, que tiempo después reveló que la compañía ofrecía millones de dólares a los gobiernos que aprobaban su proyectos, entre esos los de Panamá.  

6. Una Víctima

El líder comunitario más reconocido del proyecto Renovación Curundú es un vendedor de cigarrillos al menudeo. Un infractor de la ley, un comerciante de vicios, aquellos que operan públicamente –de forma clandestina– en terminales de transporte, paradas o bares, es el pensamiento crítico del nuevo barrio en decadencia. Enemigos declarados para la sociedad que odia el humo del tabaco, salvavidas para quienes lo adoran. El vendedor de cigarrillos por unidad vive en la resistencia. Defiende su vicio y el de otros del status quo sanitario de la modernidad y puede ser mujer, joven o un veterano como Zapata que está llegando a los ochenta años.

En tiempos pasados, cuando el cigarrillo era permitido hasta en los hospitales y gozaba de la reputación de Hollywood, Zapata tal vez sería un hombre afortunado. Pero hoy día pocos fuman. Es una peste. No se puede encender un cigarro en un parque, ni en la avenida, ni en los bares, ni en restaurantes, ni en ningún lugar. Un vendedor de cigarrillos al menudeo como Zapata necesita despachar unos mil cigarros para tener alimentos durante un mes. Para tener una casa y televisión por cable debería vender unos dos mil cigarrillos sueltos al mes, debería realizar más de sesenta transacciones diarias, todos los días, pero cada día hay menos adictos de nicotina. El fumador, otrora imagen del éxito, es un asesino en potencia y el vendedor de cigarrillos el autor intelectual, con el agravante, que es un homicida serial. Zapata, sin embargo, es un defensor de la vida, un héroe.

Este anciano organiza vecinos y cierra avenidas. Reclama las indemnizaciones sobre sus propiedades anteriores que nunca les entregaron. Los defiende de las amenazas de desalojo, sobre todo a los más vulnerables a ser despojados, aquellos que no pueden cancelar su cuota puntualmente y acumulan recargos que duplican o triplican sus angustias. Pelea por quienes no fueron favorecidos con apartamentos y todavía viven en caserones de madera. De la última inundación, cuando quedaron sumergidos nuevamente bajo aguas negras, Zapata logró gestionar al menos tres baños comunales que me enseñó en un recorrido. A este hombre no le convencen los logros que el diseño arquitectónico planteó como alternativa a sus problemas. Que si las escaleras ahora son visibles y evitan las violaciones y robos, que si tienen acceso para autos, que si están conectados a la ciudad aunque vivan en el desagüe. A Zapata el diseño y sus soluciones lo tiene sin ciudado porque en su día a día le resultó fallido. Una mañana que lo visité, su apartamento se estaba cayendo a pedazos, sobre todos sus paredes, y Zapata sabe que es un anciano, que vive solo, que su carga es una bolsa con recibos de pagos al Banco Hipotecario y cartones de cigarros, que no hay muchas cosas en la cocina, ni en la sala, ni en las dos recamáras. Un ser inofensivo para una estructura, no podría ser el responsable de un deterioro evidente. Desde esa lógica, Zapata, es un inconforme.

Curundú nació antes que Zapata. Antes que su decreto alcaldicio de 1971. Mucho antes que lo visitara Omar Torrijos y prometiera viviendas que nunca se hicieron. Curundú tiene su origen en el Canal de Panamá y la demanda de alquileres que provocaron los trabajos de construcción a inicios de siglo XX. Se edificaron caserones de madera que con el paso del tiempo terminaron en asentamientos marginales frente una ciudad en expansión que se alejaba del mar. Curundú es un hijo de la clasificación racial que conocímos con la Zona del Canal. Joaquín Beleño le dedicó una trilogía. En «Curundú», una de las novelas que se publicó en 1963, el novelista nos recuerda: «Es rigurosa la segregación. El negro y el latino no pueden convivir con ellos. Es un pecado mortal. En la Zona del Canal el gringo es tabú, el latino es un vasallo y el negro un esclavo» Hoy día sobrevive esa división. Hay un Curundu, sin tilde al final, que representa a los herederos de la antigua Zona del Canal, un área que hoy día alojan instituciones, empresas y familias, muchas de ellas mantienen la estética de sus viviendas originales, esas cajas de aleros gigantes con jardines y veredas para caminar, que se molestaron muchísimo con los edificios nuevos que le construyeron al Curundú, con tilde al final, que representa al negro e indio marginal, muchos de ellos darienitas que procedían de Colombia, desocupados y sin educación que Beleño nos presenta en su obra.

Zapata es del Curundú, con tilde al final, desde que recuerda y goza del reconocimiento de sus vecinos, que cuando lo ven lo aplauden o le dicen que sí los representa, aunque no tenga nada que ofrecerles más allá que su preocupación. Zapata sería el mal pobre que defendía Oscar Wilde, aquel que se resiste a aceptar las migajas como un triunfo, aquel que desafía la discriminación moderna saliendo a la calle a hacer resistencia, cuando el mundo exterior los señala de vagabundos afortunados. Y es que hay motivos para no ser sumisos. Los parques públicos que representaban cerca del 30% del diseño original, con áreas infantiles no fueron construidos, se reemplazaron con juegos de plástico, tampoco fue construida la parada del Metro que mejoraría su conexión con la ciudad. Odebrecht reparó algunas piscinas», como le llama Zapata a las aguas que se estancan en los techos, etcétera, etcétera. 

Una mañana conversamos sobre ser engañados. Zapata, que por cierto se llama Pedro Montezuma, había aprendido algo: lo que duele no es la estafa, sino la constante mentira que se requiere para sostener la estafa vigente. Son víctimas, finalmente, de una organización criminal. Y no necesariamente les afecta la pérdida de dinero, el criterio habitual de quienes observan el bienestar con esas métricas. Zapata, por ejemplo, no sabe cuando terminará de pagar su apartamento, otros vecinos me dijeron que no tienen ni los documentos de la propiedad, sino por aspectos ligados a la sobrevivencia. «Aquí vienen – dice – mujeres enfermas, en crisis, atemorizadas por que sus apartamentos están inundados». Y nadie las defiende, no hay autoridad indignada como ellos con sed de justicia. No hay nadie detenido, no hay un audito todavía para concluir el posible sobreprecio, tampoco tienen quién les repare los daños, Odebrecht los ignora. No tienen a nadie, más que a este anciano.

Antes de irme, pregunta: 

– ¿Tienes Whatsapp?
– Sí.
– Damelo. Hay más fotos de los techos.


FIN