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Foto: Víctor A. Mojica

Solo contra el mundo

A los curundeños los defiende un anciano que le conocen como Zapata, pero que se llama Pedro Montezuma. Un hombre valiente que vende cigarrillos de forma clandestina enfrenta la corrupción trasnacional.

Por Víctor A. Mojica

Texto: El líder comunitario más reconocido del proyecto Renovación Curundú es un vendedor de cigarrillos al menudeo. Un infractor de la ley, un comerciante de vicios, aquellos que operan en terminales de transporte, paradas o bares, es el pensamiento crítico del nuevo barrio en decadencia. Enemigos declarados para la sociedad que odia el humo del tabaco, salvavidas para quienes lo adoran. El vendedor de cigarrillos por unidad vive en la resistencia. Defiende su vicio y el de otros del status quo sanitario de la modernidad y puede ser mujer, joven o un veterano como Zapata que está llegando a los ochenta años.

En tiempos pasados, cuando el cigarrillo era permitido hasta en los hospitales y gozaba de la reputación de Hollywood, Zapata tal vez sería un hombre afortunado. Pero hoy día pocos fuman. Es una peste. No se puede encender un cigarro en un parque, ni en la avenida, ni en los bares, ni en restaurantes, ni en ningún lugar. Un vendedor de cigarrillos al menudeo como Zapata necesita despachar unos mil cigarros para tener alimentos durante un mes. Para tener una casa y televisión por cable debería vender unos dos mil cigarrillos sueltos al mes, debería realizar más de sesenta transacciones diarias, todos los días, pero cada día hay menos adictos de nicotina. El fumador, otrora imagen del éxito, es un asesino en potencia y el vendedor de cigarrillos el autor intelectual, con el agravante, que es un homicida serial. Zapata, sin embargo, es un defensor de la vida, un héroe.

Este anciano organiza vecinos y cierra avenidas. Reclama las indemnizaciones sobre sus propiedades anteriores que nunca les entregaron. Los defiende de las amenazas de desalojo, sobre todo a los más vulnerables a ser despojados, aquellos que no pueden cancelar su cuota puntualmente y acumulan recargos que duplican o triplican sus angustias. Pelea por quienes no fueron favorecidos con apartamentos y todavía viven en caserones de madera. De la última inundación, cuando quedaron sumergidos nuevamente bajo aguas negras, Zapata logró gestionar al menos tres baños comunales que me enseñó en un recorrido. A este hombre no le convencen los logros que el diseño arquitectónico de Odebrecht planteó como alternativa a sus problemas. Que si las escaleras ahora son visibles y evitan las violaciones y robos, que si tienen acceso para autos, que si están conectados a la ciudad aunque vivan en el desagüe. A Zapata el diseño y sus soluciones lo tiene sin ciudado porque en su día a día le resultó fallido y los niños se caen desde los balcones y mueren. Una mañana que lo visité, su apartamento se estaba cayendo a pedazos, sobre todos sus paredes, y Zapata sabe que es un anciano, que vive solo, que su carga es una bolsa con recibos de pagos al Banco Hipotecario y cartones de cigarros, que no hay muchas cosas en la cocina, ni en la sala, ni en las dos recamáras. Un ser inofensivo para una estructura, no podría ser el responsable de un deterioro evidente. Desde esa lógica, Zapata, es un inconforme.

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Foto:  Muricio Valenzuela.

Curundú nació antes que Zapata. Antes que su decreto alcaldicio de 1971. Mucho antes que lo visitara Omar Torrijos y prometiera viviendas que nunca se hicieron. Curundú tiene su origen en el Canal de Panamá y la demanda de alquileres que provocaron los trabajos de construcción a inicios de siglo XX. Se edificaron caserones de madera que con el paso del tiempo terminaron en asentamientos marginales frente una ciudad en expansión que se alejaba del mar. Curundú es un hijo de la clasificación racial que conocímos con la Zona del Canal. Joaquín Beleño le dedicó una trilogía. En «Curundú», una de las novelas que se publicó en 1963, el novelista nos recuerda: «Es rigurosa la segregación. El negro y el latino no pueden convivir con ellos. Es un pecado mortal. En la Zona del Canal el gringo es tabú, el latino es un vasallo y el negro un esclavo» Hoy día sobrevive esa división. Hay un Curundu, sin tilde al final, que representa a los herederos de la antigua Zona del Canal, un área que hoy día alojan instituciones, empresas y familias, muchas de ellas mantienen la estética de sus viviendas originales, esas cajas de aleros gigantes con jardines y veredas para caminar, que se molestaron muchísimo con los edificios nuevos que le construyeron al Curundú, con tilde al final, que representa al negro e indio marginal, muchos de ellos darienitas que procedían de Colombia, desocupados y sin educación que Beleño nos presenta en su obra.

Zapata es del Curundú con tilde al final desde que recuerda y goza del reconocimiento de sus vecinos, que cuando lo ven lo aplauden o le dicen que sí los representa, aunque no tenga nada que ofrecerles más allá que su preocupación. Zapata sería el mal pobre que defendía Oscar Wilde, aquel que se resiste a aceptar las migajas como un triunfo, aquel que desafía la discriminación moderna saliendo a la calle a hacer resistencia, cuando el mundo exterior los señala de vagabundos afortunados. Y es que hay motivos para no ser sumisos. Los parques públicos que representaban cerca del 30% del diseño original, con áreas infantiles no fueron construidos, se reemplazaron con juegos de plástico, tampoco fue construida la parada del Metro que mejoraría su conexión con la ciudad. Odebrecht reparó algunas piscinas», como le llama Zapata a las aguas que se estancan en los techos, etcétera, etcétera.

Una mañana conversamos sobre ser engañados. Zapata, que por cierto se llama Pedro Montezuma, había aprendido algo: lo que duele no es la estafa, sino la constante mentira que se requiere para sostener la estafa vigente. Son víctimas, finalmente, de una organización criminal, de la asociación entre un presidente corrupto como Martinelli y una empresa corrupta como Odebrecht. Y no necesariamente les afecta la pérdida de dinero, el criterio habitual de quienes observan el bienestar con esas métricas. Zapata, por ejemplo, no sabe cuando terminará de pagar su apartamento, otros vecinos me dijeron que no tienen ni los documentos de la propiedad, sino por aspectos ligados a la sobrevivencia. «Aquí vienen – dice – mujeres enfermas, en crisis, atemorizadas por que sus apartamentos están inundados». Y nadie las defiende, no hay autoridad indignada como ellos, con sed de justicia. No hay nadie detenido, no hay un áudito todavía para concluir el posible sobreprecio, tampoco tienen quién les repare los daños, Odebrecht los ignora. No tienen a nadie, más que a este anciano.

Antes de irme, pregunta:

—¿Tienes Whatsapp?
—Sí.
—Damelo. Hay más fotos de los techos.

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