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El cambio que no fue

La transformación social que prometió el proyecto «Renovación Urbana de Curundú» fue un disfraz. Lo que podría haber sido una oportunidad para realizar una gestión social que hiciera justicia a una población marginada y acostumbrada al abuso, terminó siendo más de lo mismo. O peor aún: la utilización de la pobreza como posibilidad de la corrupción.

Por Víctor A. Mojica.
Fotos: Mauricio Valenzuela.

El proyecto Renovación Urbana Curundú recibió el reconocimiento internacional de la publicación Engineering News Record (ENR) como «Mejor Proyecto Global» en la categoría «Residencial/Hoteles» por sus logros constructivos y sociales. Cuando a un curundeño le consulté sobre este reconocimiento recordó las azoteas de los apartamentos que terminaban en una laguna cuando llovía porque no tenían desagües los techos planos y toda esa agua acumulada empezó a filtrarse por paredes y columnas hasta rajar sus recámaras. El abandono es una norma en la miseria. Ellos mismos solucionaron. Vi fotos de esos hombres instalando tuberías en el techo para canalizar el agua estancada y otras de ellos sellando las filtraciones. Las grandes obras modernas no ofrecen mantenimiento y son de baja calidad. «Tu vas a todas esas oficinas —me dice la curundeña Rosa García— y te dicen que el plazo venció de arreglar, así que todo mundo arregla.»

Curundú ocupa el mismo lugar de siempre. Vive en los márgenes de un río de desechos. Los nuevos edificios están cercados en algunas partes con muros y alambre de ciclón. Se filtran las aguas negras y se filtran las aguas internas, las de lavar la ropa, las del fregadero y las de la lluvia. La hostilidad aumentó con el progreso. El agua se desborda, en ocasiones, por el piso o por los enchufes. Martinelli entregó apartamentos con puertas de vidrio corredizas donde colgar un cuadro o un diploma de un curso o una foto familiar representa un peligro para el vecino. «Mi casa de madera —me dijo una residente de Curundú— era más resistente.» Mil unidades, todas idénticas. El barrio nuevo es una plaza gigante con veredas, calles y pocos árboles. Si no estuvieran los edificios sería un estacionamiento de un centro comercial. Antes era un basurero con vegetación, antes un manglar y cuando le visitabas sentías que estabas en un pedazo de selva con sus caminos de tierra. Ahora es una barriada calurosa, que no logra escapar de su olor a mierda, y donde todos los apartamentos que visité tenían problemas de filtraciones, paredes destruidas y reclamos sin atender. Los problemas estructurales, tarde o temprano, tocaron a la puerta —o a la pared— de la mayoría de los propietarios.

Curundu Capítulo II Foto 2Curundu Capítulo II Foto 2

A Rosa García la conocí hace una década. Su bebé de tres años murió de un disparo a la cabeza y me tocó entrevistarla. Unos jóvenes arreglaban sus diferencias a balazos muy cerca del balcón de madera donde jugaba el niño en las tardes y mañanas y uno de esos proyectiles le alcanzó su pequeño cráneo. Bryan Ruíz no murió inmediatamente con el disparo. Con la bala en su cabeza logró comunicarle a su madre: «Mamá toy herido.» Rosa pensó que el niño mentía, que se había cortado con un clavo, pero no era así. El Director del hospital dijo que la bala «entró por el lado derecho de la cabeza y se le alojó en la parte izquierda.» Bryan murió en una camilla, horas después y fue noticia en los medios por lo grotesco de su crimen. Rosa García tiene un apartamento nuevo, tiene un televisor inteligente, una consola de video juegos, sillones que casi no caben en la casa, comedor, cuartos con cortinas, lavandería, fregadero. Tiene actualizaciones de los bienes que tenía en su caserón de madera con balcón, pero dentro de un apartamento vulnerable al agua. Luce joven, como en aquella época, y mantiene sus rulos, su piel brillante y un recuerdo poderoso de su vida. ¿Quién puede olvidar que te maten un hijo?

Tiene un nuevo esposo, un policía, y cuida cuatro niños, el más pequeño de ellos desarrolló una fobia a las cucarachas en los albergues temporales donde vivieron antes de mudarse a sus nuevos apartamentos que piensa le durará toda la vida. «Dormíamos con cucarachas. Cuando estabamos dormidos teníamos que prender la luz y espantárselas.»

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En Curundú casi todo marcha igual, al punto que Rosa García, en las mañanas, cuando acompaña a los niños que cuida a la escuela se encuentra con los asesinos de su hijo. «Están ahí. Me ha tocado verlos. Me topo con ellos.» Acá llegó un 12 de diciembre, hace unos años, para hacer una nueva vida en el mismo lugar dónde asesinaron a Bryan. Le tocó colocar la electricidad del hogar y lucha aún con las filtraciones de la lavandería. «Yo cuando me voy desconecto todo, con el miedo que se me prenda algo. Entonces cuando uno cierra calle nos tratan de los peores, porque los curundeños somos las peores.»