LUCHAR CONTRA EL DOLOR Y LA TRISTEZA


Para muchos de los migrantes que regresan a sus países de origen con una discapacidad, este no es el fin de la historia. Con su retorno se abrieron nuevos retos, como aprender a convivir con su nueva condición y demandar al país que los “expulsó” otra oportunidad. Pero el lento proceso requiere mucha fuerza interior y el apoyo de otros.

 

El joven Olvin Mazariegos Gutiérrez tiene ahora 18 años, pero cuando salió de su casa en la aldea San Francisco Campa, municipio de El Rosario, en Comayagua (Honduras) el 5 de febrero de 2014 y acompañado de cuatro chicos más, aún era menor de edad. Olvin, campesino que se dedicaba al cultivo del maíz y del frijol, se fue para sacar a su familia de la pobreza y regresó sin una pierna, un brazo y con una sonda conectada a su cuerpo. El accidente del tren se produjo el 12 de febrero en un lugar no determinado, a dos horas del puente Salto de Agua, en Chiapas, frontera con el estado de Tabasco.

 

“Solo teníamos ocho días de andar, fue a las 4:00 de la mañana. Me dormí… Era poca gente porque veníamos de vuelta, para atrás. Íbamos cuatro, yo, él (señala a su primo Selvin) y dos amigos que andábamos por ahí”.

 

Esta fotografía de Olvin y una prima suya fue tomada unos meses antes del accidente del tren. Foto: María Cidón
Esta fotografía de Olvin y una prima suya fue tomada unos meses antes del accidente del tren. Foto: María Cidón

 

Olvin regresó en junio por vía aérea a San Pedro Sula, los periodistas se sintieron atraídos por su historia ya que en ese momento tenía lugar la crisis de cientos de niños centroamericanos detenidos en los albergues para migrantes en Estados Unidos, expresa Karen Núñez de Conamiredis, quien trató de protegerlo de las cámaras, pero dice que no pudo contener a los periodistas que se agolpaban en busca de la historia. En las fotos de uno de los medios se ve a Olvin tapándose la cara con una camisa, tan solo asomando un ojo. También hay una imagen de su padre, quien fue a recibirlo al aeropuerto; aparece sentado a la par de él en la ambulancia que lo trasladó ese día hasta el hospital de Comayagua, donde fue necesario ingresarlo porque su condición de salud era demasiado delicada.

 

Desde entonces Olvin permanece recostado en una cama de la habitación que comparte con sus padres y hermanas en una pequeña casa rodeada de inmensas montañas. Afuera hay un par de letrinas cubiertas de lámina que también las utilizan los familiares de otras dos viviendas cercanas, varias gallinas y un valioso chorro de agua compartido por las tres familias. Mientras Olvin va perdiendo la timidez para hablar, varios niños descalzos y con el pelo revuelto se agolpan a la puerta de su cuarto. Su madre, María Lilian Gutiérrez, le trae un plato de comida pero él la rechaza. “No, ahora no quiero”, le dice. Insiste. “Nooo, mamá, nooo”, repite Olvin.

 

La visita a Olvin se da un día antes del aniversario de su accidente. Este joven lucha contra la tristeza, trata de sonreír. Vive encerrado sin superar la discapacidad, no quiere que lo vean aunque lo llegan a visitar muchos. Una prima nos cuenta que una vez le dijo a su madre que agarrara un cuchillo y acabara con su vida. María Lilian escucha con su rostro impasible. Ella dice “sí, sí es cierto”, y se queda pensando. Esta mujer es sonriente a pesar que le faltan algunos dientes, se nota que es acogedora y fuerte. Su hijo menor tiene seis años, ella algo más de 40 y dice “tal vez ya no tenga más” y cuando se le pregunta si va a la escuela comenta: “tal vez aprenda algo”.

 

El padre y la madre de Olvin (centro) en la casa de la familia en El Rosario, Comayagua. Foto: María Cidón

El padre y la madre de Olvin (centro) en la casa de la familia en El Rosario, Comayagua. Foto: María Cidón

 

Karen y Nuvia Baquerano, la enfermera voluntaria de Conamiredis, visitan a Olvin para dar seguimiento a su caso, gestionar apoyos y entregar materiales donados por el comité. Tras despedirse de la familia y prometer regresar en unas semanas, ambas dice casi al unísono: justo lo que no queríamos que llegara ya ha llegado. Hablan de las úlceras en la piel, infecciones que se vuelven extremadamente delicadas y  causan de muerte de muchas personas que pasan la mayor parte del día postradas. Por eso es tan importante que Olvin se incorpore, use las muletas, que salga de la depresión.

 

En la casa de los Mazariegos Gutiérrez han quedado 40 bolsas para cambiar la sonda que Olvin necesita para evacuar, cada una cuesta 84 lempiras (aproximadamente 4 dólares) y se tiene que cambiar a diario. Por el momento la familia recibe de la alcaldía de El Rosario 300 lempiras  cada 15 días, dinero que sirve para pagar el transporte de Olvin por caminos pedregosos de la zona y que pueda pasar consulta su médica. Eso es todo.

 


Juan Antonio tiene 32 años, es de Apopa, El Salvador, está casado y tiene dos hijos de dos y cinco años de edad. Perdió las dos piernas por debajo de las rodillas en Irapuato, Guanajuato, cuando trataba de pasar de un vagón a otro de forma acelerada alertado por la presencia del personal de Migración. Juan Antonio se fue en febrero de 2013 y pasó seis meses deteniéndose en el camino, haciendo pequeños trabajos para poder comer y seguir adelante. El impulso que lo lanzó a migrar fue la necesidad de tener su propia casa.

 

“Muchos lo han logrado y va con esa idea, tal vez no para salir de la pobreza pero al menos sentirse ya uno en su casa propia, ha de ser bonito ¿no? Le digo yo a mi señora que quizás así se siente un poco más de libertad. Entonces todo eso me obligó a irme, salí en febrero”.

 

Este salvadoreño tiene la mirada brillante de un niño, es amable y agradece que platiquen con él. Cuando decidió regresar a su país pensó que no recibiría ningún apoyo a su vuelta, pero afortunadamente se equivocó. “Uno como nunca ha pasado de estos problemas, nunca sabe lo que le puede esperar. Le decía yo a Migración ¿Cómo me voy a regresar así? Si allá en El Salvador nunca he oído que le ayuden a uno…”.

 

A los tres meses de regresar Juan Antonio empezó el proceso para recibir las prótesis y la terapia de rehabilitación en el Instituto Salvadoreño de Rehabilitación Integral (ISRI), aunque las prótesis se las hacen en la Escuela de Órtesis y Prótesis de la Universidad Don Bosco. Esta ayuda ha sido gestionada gracias al Fondo Especial de Discapacitados del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y la Unidad de Reinserción de las Personas Migrantes Retornadas de la Cancillería salvadoreña. El convenio con los tres países del Triángulo Norte inició formalmente en 2012 y ha logrado atender a 103 personas, aunque aún son muchos los que se quedan fuera de estas cifras por diversos motivos.

 

Sortear la burocracia

Carlos Domínguez es trabajador social de la unidad de reinserción de Cancillería y da seguimiento al caso de Juan Antonio, entre otros tantos de migrantes que resultaron amputados por el tren, aunque estima que el promedio de atenciones anuales es de cuatro casos desde que inició el programa.

 

El problema es que la mayoría se quedan allá, en México. Yo sé que hay gente que está olvidada, que se fue para allá y que no recibió ayuda. Este programa es nuevo, tiene como dos años. El nuevo gobierno es el que se ha preocupado por el tema porque realmente hay una deuda, tanto con los que se han ido y han regresado como con estos”.

 

Para Karen Núñez, coordinadora de Conamiredis, el apoyo del CICR es fundamental, pero lamenta que en su país aún falte una mejor coordinación para atender los nuevos casos que llegan en avión. El cónsul no llega a los hospitales para ver a los hondureños accidentados, y Migración no levanta un registro de los que llegan al aeropuerto de San Pedro Sula, señala Karen. Conamiredis trabaja muchas veces a ciegas, sin saber cómo se tiene que preparar para la llegada de los migrantes. Como ejemplo, Karen cuenta que ha habido casos en que le avisan hasta dos horas antes de la llegada del avión con algún migrante con discapacidad y solo le dicen cuántos van a ser, pero ella no sabe si es un caso de lesión medular, amputación, trastorno mental, si tienen o no familiares en el país, nada. Y que incluso a veces ha expuesto su seguridad y la de otros colaboradores de Conamiredis al tratar con personas con antecedentes penales sin haber sido informada antes.

 

Juan Antonio no se desanima, dice que perder las dos piernas le ha hecho cambiar para mejor. Esto a pesar que las deudas con las personas con discapacidad son grandes en su país y la idea de tener su propia casa aún no se ha cumplido. “Uno así ya mira la vida de otra manera, ya no es tan egoísta y desea lo del otro, ahora agradece por otras cosas”.