Por Diana Manzo, miembro de la Comunidad Periodística de CONNECTAS

El perro viejo fue un cuento inventado por mi abuela, y era parte de su habitual repertorio. Trata de un campesino al que todos los días lo acompañaba un perro en sus labores de campo. Cierto día llegó uno más joven y dejó de hacerle caso al perro viejo y se fue con el más joven… El recuerdo me llega al ver como los abuelos y abuelas de mi comunidad Zapoteca no entienden mucho de lo que pasa. 

Desde la primera semana de marzo en  la televisión, radio y  redes sociales comenzamos a conocer que había un feroz virus volando por el mundo, nos hablan de miles de personas que han perdido la vida en el planeta, de hospitales colapsados, de economías destruidas, de aquellos que se quedaron sin empleo, de las remesas que ya no llegaran, de la sana distancia, del quédate en casa, del ya no salgas, ¡ya no salgas, enciérrate!. Ellos no saben que es COVID-19, no saben del nuevo coronavirus, ni de los anteriores, sólo dicen “la enfermedad”.

Excluidos frecuentemente, olvidados, ahora en tiempos de pandemia se desnuda aún más la condición de los pueblos originarios. Es la situación en el sur de México en comunidades como Chiapas o en Oaxaca, donde vivo. Son 570 municipios donde habitan 16 etnias nativas, entre ellas los zapotecas, qué es a la que pertenezco y  se ubica en el Istmo de Tehuantepec, una zona altamente cultural y sísmica.  Pero los reclamos en toda la región son similares. En Brasil, en Venezuela, en Colombia. No saben que hacer, nadie les informa.

Para comenzar en nuestro caso, sólo hasta hace pocos días y gracias a la intervención de una juez, se ordenó al Gobierno federal a difundir las medidas sanitarias en lenguas maternas para pueblos como el tsotzil, tseltal, zoque y chol. En mi comunidad, la medida se aplicó también al zapoteco, la lengua de mi pueblo y con más de 60 variaciones, pero la distribución ha sido limitada.

Abuelas y abuelas sentados en el parque de la localidad de Unión Hidalgo, esperando cobrar su apoyo federal de “Adultos mayores”, no miden sana distancia, y traen los cubre bocas que les obsequiaron a propósito de la entrega del beneficio.

Nicolasa tiene 68 años de edad, no sabe escribir ni leer. No entiende de las  cifras de “la enfermedad”, sólo no quiere contagiarse. Quiere lavarse las manos como dicen que hay que hacer, hacerlo con frecuencia, pero por su tubería no llega una gota desde hace 20 años debido a que el único pozo que abastece al pueblo se ubica a 17 kilómetros de su pueblo llamado San Dionisio del Mar, Oaxaca. Entonces ella compra el agua cada tercer o bien lo extrae de pozos que han hecho para poder tener agua.

La ausencia del preciado líquido, no sólo es un evidencia del abandono. Tiene diversas causas. Una dellas la retrata bien el periodista Pablo Ferri para el diario español El País. Allí reconstruye una antigua tensión entre los grupos indígenas de la sierra, de Ayutla específicamente. Esa disputa que tiene en su corazón la posesión de unas tierras, ha cortado el suministro del agua desde hace dos años a una extensa región. En cualquier caso, las razones no importan para Nicolasa. Simplemente no hay agua.

El Consejo Nacional de Evaluación de la  Política de Desarrollo Social detalla en  su informe del 2015, que en Oaxaca la cobertura de infraestructura de agua potable en comunidades indígenas como la de San Dionisio del Mar,  fue de 87.2 por ciento, menor al promedio nacional, lo cual significa que vivirán esta pandemia sin gozar de este liquido indispensable para su salud. “Un terrón gigante, sediento de agua, así es mi pueblo”, describe la lingüista  mixe Yasnaya Aguilar,  quién es defensora y ha exigido a través de diversos canales  “Agua para Ayutla”.

El agua no cae en la tubería hace mil días para los mixes de San Pedro y San Pablo Ayutla, el estiaje es palpable, aumentan las preocupaciones de un riesgo sanitario, por todos lados aparecen denuncias exigiendo a las autoridades reconectar las tuberías y poner fin al conflicto agrario entre el pueblo de Tamazulapam. 4.500 personas están en riesgo sanitario, las autoridades lo saben pero callan.

 

Indígena ikoots de San Dionisio del Mar, que busca agua de su tubería, pero no cae desde hace 20 años. Ellos compran el agua o la extraen de pozos.

Sólo cuando los altavoces en lengua mixe avisan, la multitud se desborda con cubeta en mano, es el tequio del agua, así se viven las mañanas de pandemia en este sitio enclavado en la sierra norte de Oaxaca.

Históricamente los pueblos indígenas han estado expuestos a lo que en algunas comunidades llaman las “enfermedades de los blancos”. Mientras tanto son excluidos del radar de occidente. Olvidados, como quedó en evidencia la semana pasada que fue la primer vez que se escuchó a un alto vocero del Gobierno Nacional, al subsecretario de salud, Hugo López-Gatell, con una referencia a estas comunidades. Alertó para que en los días de Semana Santa no se viajara, para evitar que portadores asintomáticos llevarán el virus a otros lugares, y en particular que expusieron a las comunidades indígenas, que de manera clara, tienen menos acceso a la salud, y donde los casos podrían tener un crecimiento exponencial y un fatídico desenlace. La advertencia no fue del todo oída, y los viajeros se movilizaron.  Como muchas cosas por estos días, es incierto saber cuál será el impacto que tendrá sobre las comunidades indígenas la falta de atención de la advertencia. 

Son más de 500 grupos indígenas en Latinoamérica. En Brasil por ejemplo todavía hay al menos 100 grupos de indígenas aislados según la Fundación Nacional del Indio (FUNAI). Por esta distancia algunos predicen que ahí no llegará virus. Pero no hay ninguna garantía. El asunto se complica aún más, pues los reclamos de los indígenas son casi sinónimo de aglomeración. En un parque, en la carreteras, en un terreno acondicionado de manera provisional, o simplemente por ahí.

En Colombia, en medio del aislamiento obligatorio que se vive en su capital Bogotá, más de 300 indígenas de las comunidades Embera, Katio y Chami ocuparon varias calles mientras esperaban atención a sus necesidades, y solución por ejemplo al desalojo del que han sido víctimas, a pesar que en los decretos de la cuarentena está expresamente prohibido, como lo reseña El Espectador. 

Otros grupos como el Warao, en la frontera entre Brasil y Venezuela encontraron un refugio provisional al que llaman Ka Ubanoko. Como se describe en una entrevista realizada por la periodista Minerva Vitti, es un lugar de 100 x 100 metros donde están más de 700 personas.  ¿Distanciamiento social?, ¿servicios sanitarios suficientes?, ¿agua?…

Para muchos grupos indígenas el asunto es simplemente hambre. La falta de un control alimenticio, la pobreza, la ausencia de tierras para cultivar, de empleo, el desplazamiento forzado, la inseguridad y violencia se reflejan en el estado de ánimo y alimentario de las comunidades rurales. Sucede en México. Sucede también a los indígena Wayu en la frontera entre Colombia y Venezuela, como lo ha reportado el New York Times.

Aquí en mi terruño, la pandemia se vive con otro rostro, según datos de los Servicios de Salud cerca de 50 mil oaxaqueños viven con diabetes, otro número similar con obesidad, aumentando aún más los factores de riesgo frente al virus. Al año mueren 170 mil personas tan solo en México, en su mayoría población rural que no tuvo control por falta de médicos, enfermeras y de infraestructura clínica. Muchas de ellos mayores de 70 años, el grupo con mayor exposición al virus, a “la enfermedad”.

En los pueblos del Sur de México, por ejemplo Chiapas, los indígenas tzotziles demandan hospitales e insumos. Mientras tanto, han hecho uso de sus plantas, prepara te para los males del estómago y la temperatura, se han organizado como supervivencia  porque se sienten solas de parte del estado pero de ellas mismas, ahora más unidas que nunca.

Los pueblos al ver que la desatención del estado persiste, se han organizado en colectividad, por ejemplo para dar a luz, las mujeres ya no van a las clínicas por el temor a ser contagiadas, acuden con una partera y desde su casa reciben a sus hijos en brazo.

Juanita Zárate es partera tradicional zapoteca desde hace 45 años en la localidad de Unión Hidalgo Oaxaca , ahora con el COVID-19 las mujeres han llegado a buscarla y desde su espacio ha atendido partos y ha dado recomendaciones como medica tradicional.

Juanita Zárate, es parte tradicional de origen zapoteca, atiende a una embarazada a quién le brinda recomendaciones para tener un parto seguro y en casa.

Recientemente, el Mecanismo de Expertos de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas alertó que esta pandemia, la del COVID-19 afecta a todos los grupos sociales, pero hizo hincapié que los pueblos indígenas sufrirán “de manera desproporcionada” debido a las condiciones de precariedad en las que ya vivían desde antes del inicio de la crisis sanitaria. Alertas que aún no generan una actividad.  

Mientras recorro el mercado 5 de septiembre de Juchitán, un edificio  histórico recién reconstruido después de que un terremoto lo colapsó al igual que más de 70 mil viviendas en esta zona de Oaxaca en el 2017, veo a dos comerciantes de frutas entablar una reveladora conversación.

Ana: Oye ña (amiga) , dicen que el mercado se va a cerrar para que no nos contagiemos, ¿Es verdad, eso?

Rosa: ¡No creo! … A este paso que vamos, donde la gente ya no viene, donde ya no nos compran, primero vamos a morir de hambre, que de esa enfermedad,  que se llama Coronavirus.

Alma y Rosa venden frutas y verduras, en un día “bueno” de venta, obtienen entre 200 y 300 pesos de ganancia, desde hace dos semanas sus  ventas han caído, apenas y se llevan 100 pesos a su casa,  la gente ya no quiere salir, la fruta se echa a perder y en su casa sus hijos las esperan porque ellas son las proveedoras del hogar.

La vida en el mercado de Juchitán continúa, especialmente en el área de comida y verduras, las personas llegan a comprar y se van, no demoran, aquí todavía no se mide la sana distancia y muy pocas vendedoras usan cubrebocas.

El gobierno de Oaxaca, activó un plan de emergencia que incluye apoyo a la economía por 270 millones de pesos, el comercio informal como el que practica Alma y Rosa no figuran en su proyecto de ayuda.

Llegó a San Dionisio del Mar y el termómetro de mi automóvil marca 42 grados centígrados. ¡Santo Dios! Dice el fotógrafo que me acompaña. Desciendo del coche y unos señores atentos me preguntan a dónde me dirijo. Es una caseta de vigilancia que el pueblo colocó para controlar las entradas y salidas. En Oaxaca los pueblos se han organizado para evitar la propagación del virus, aunque algunos creen que solo es algo mediático, otros dicen que es una guerra por el poder entre China y Estados Unidos y otros no paran, siguen laborando.

Quisiera pensar que los abuelos de mi pueblo que llaman a la pandemia “la enfermedad”, en una conexión superior con otro pueblos como los wiwas en la Sierra Nevada de Santa Marta en Colombia, donde las sagas o las mujeres sabias, les han pedido a los otros pueblos indígenas vecinos, a los ikas, koguis, kankuamos y arhuacos, que no pronuncien el virus por su nombre. Según ellas, es una forma de evitar llamarlo, como lo reporta la revista Semana. Sus ancestros espantaban los malos espíritus al dejar de nombrarlos.

En esas comunidades están los mamos, los más sabios, y ellos no entienden de hombre blanco. Los llaman hermanos menores. Quizás sea la forma de continuar. Apoyados en ellos. En los hermanos mayores. Este tiempo me ha ayudado a entender el gran temor generalizado a la muerte, el morir y dejar todo, nadie está preparado, pero ¿y si mejor vivimos? Así era como seguía el cuento del perro viejo de mi abuela… luego que el campesino se fue con el perro joven se puso mal. Fue entonces cuando llegó el perro viejo y lo auxilió, y él comprendió que todos somos indispensables aun siendo viejos. 

Autor

Reportera mexicana y Miembro de #CONNECTASHub. Vive en el Istmo de Tehuantepec donde trabaja como free lance para medios como Istmo Press, Página 3 y Aristegui Noticias. Se encarga de producir trabajos con visión de género sobre migración, megaproyectos, medio ambiente y salud. En 2015 junto con otros dos colegas creó el portal independiente de noticias llamado “Istmo Press” en la zona del Istmo de Tehuantepec, en donde plantea su trabajo reporteril encaminado a la vida sobre el migrante, salud, mujeres y medio ambiente. Estudió la carrera de Comunicación en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y también un diplomado sobre Comunicación y género por la UNAM.

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Reportera mexicana y Miembro de #CONNECTASHub. Vive en el Istmo de Tehuantepec donde trabaja como free lance para medios como Istmo Press, Página 3 y Aristegui Noticias. Se encarga de producir trabajos con visión de género sobre migración, megaproyectos, medio ambiente y salud. En 2015 junto con otros dos colegas creó el portal independiente de noticias llamado “Istmo Press” en la zona del Istmo de Tehuantepec, en donde plantea su trabajo reporteril encaminado a la vida sobre el migrante, salud, mujeres y medio ambiente. Estudió la carrera de Comunicación en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y también un diplomado sobre Comunicación y género por la UNAM.