Un cadáver en el patio

¿Qué es lo que ha cambiado para la población en los sectores más vulnerables en El Salvador a 25 años de la firma del cese de hostilidades? Un hombre que ha ido de la guerra a la paz con un cadáver enterrado en el patio de una casa que nunca pudo terminar lo cuenta.

Ilustración reproducida con autorización de La Prensa Gráfica

Rubén no había terminado de subir el fusible del transformador que reparaba cuando escuchó un zumbido sobre la cabeza, bajó del poste y se tendió boca abajo en el suelo. Sabía que a los pocos segundos habría un estallido ensordecedor y las esquirlas de la bomba lanzada por el avión volarían por todas partes, tal como ocurría con frecuencia desde hace cuatro días, cuando el Ejército decidió echar mano del bombardeo aéreo para dispersar a la insurgencia que había penetrado en las colonias más populosas de la periferia de San Salvador con dos intenciones: mostrar fuerza para ser tomados en serio en las conversaciones de paz que mantenía con el Gobierno o,  con suerte, tomar el poder por la vía armada. Corría 1989.

La guerra sorprendió a los residentes de la capital salvadoreña y la periferia el 11 de noviembre de 1989. Aquella noche la guerrilla llegó desde el campo cargando fusiles, bombas y municiones para mostrarle al Gobierno su bravura con una ofensiva final. Los servicios básicos se fueron escaseando: primero fue el suministro de agua potable, después los alimentos, la electricidad y la comunicación. Ese jueves en que Rubén, un electricista de 45 años, reparaba el transformador de una colonia en Soyapango, donde vivía junto a su mujer y dos hijos, sería el último día de esa semana con energía eléctrica.

Esta historia fue escrita por Ricardo Flores para La Prensa Gráfica de El Salvador y es republicada por CONNECTAS gracias a un acuerdo de difusión de contenidos. 

Los días previos al ingreso a la capital, la insurgencia movió, según cálculos posteriores, a unos 2,000 miembros desde el interior del país a las colonias más populosas de Mejicanos, Ayutuxtepeque, Cuscatancingo, Ciudad Delgado, Apopa y Soyapango. Bodas, cumpleaños, partidos de fútbol, otras celebraciones y hasta velorios; todo falso, fueron la estrategia para introducir armas, municiones y preparar la logística para esconder a cientos de guerrilleros que llegaron de la campiña. Aunque las colonias de la periferia capitalina fueron el epicentro del combate, los enfrentamientos también se extendieron a San Miguel, Usulután, Chalatenango, Santa Ana, Sonsonate, Zacatecoluca y otras cabeceras departamentales donde buscaban atacar las bases militares.

La bomba que escuchó Rubén desde el poste no lanzó esquirlas. Impactó en el plafón de una casa, abrió un agujero y terminó por entrar a la planta baja. Ahí, un adolescente reparaba una pelota de cuero cuando la bola de plomo incandescente explotó. El joven, el hijo mayor de Rubén, murió al instante.

El informe oficial del Ejército estableció que se trató de un guerrillero que se había refugiado en una vivienda, pero que había sido alcanzado por la artillería aérea. Rubén no pudo contratar un servicio fúnebre porque la colonia donde vivía quedó atrapada por el fuego cruzado que mantenían guerrilleros y militares. Un vecino, dueño de una funeraria, le regaló un ataúd semiterminado, aún con la madera en bruto. Recuerda que agarró una vieja pala y cavó toda la tarde, lo sepultó sin mucha ceremonia en el patio de la casa casi al caer la noche.

Rubén llegó a vivir a Soyapango en 1974. Un compañero de labores le dijo que en esa zona vendían lotes baratos. No recuerda los detalles, pero dice que un lunes, tras salir del trabajo, canceló la primera cuota. Al siguiente día, comenzó a levantar una champa con lámina y madera. Después, construyó una letrina. Al terminar las obras, aseó la pieza que alquilaba en un mesón en Ciudad Delgado y se mudó con su esposa y con su hijo de un año.  El lugar le pareció “tranquilo”, por lo que siempre tuvo la idea, dice, de construir una casa de dos plantas. Solo logró edificar la primera y el plafón.

La colonia donde aún vive Rubén comenzó como una lotificación, con casas separadas unas de otras y asentadas en terrenos grandes; pero ahora luce atiborrada de viviendas. El área catastral de la alcaldía calcula que habitan unas 350 familias. Lo que no ha cambiado es la forma de vida precaria: la mayoría de casas están construidas con láminas y aún poseen letrinas. Los habitantes, principalmente, son obreros o jornaleros que se rebuscan para ganar pocos dólares al día.

Cinco años después de que Rubén se mudara ahí, nació el segundo hijo.  Tiene poco que decir de él: albañil, 38 años, acompañado, sin hijos. Lo ve “a veces”. Sobre su esposa, Rubén también habla poco. Dice que falleció hace “un par de años” por “problemas en el corazón”.

La única compañía constante que tiene hoy Rubén es un perro y el hijo que murió durante la ofensiva final: sigue enterrado en el patio de la casa. Nunca hizo algo por exhumarlo y, por lo tanto, no es parte de la cifra de 75,000 muertos, 8,000 desaparecidos y 12,000 lisiados que, según se acepta ya, dejaron los doce años de guerra civil. La Comisión de la Verdad dejó entrever en su informe que el 80 % de esas muertes eran civiles.

El carretón que Rubén empuja este mediodía en el centro capitalino se niega a avanzar.  Las llantas se atascan en la basura acumulada en la acera y eso le imposibilita ofrecer helados a los pasajeros de un autobús que recién han llegado desde Panchimalco.

Es noviembre de 2016 y Rubén, ahora de 72 años, está a un costado del Mercado Central de San Salvador, donde ha pasado los últimos 20 años empujando el carretón para ganar dos centavos de dólar por cada helado que logra vender.

Rubén está viejo y cansado: los párpados se le han caído tanto que casi no lo dejan ver, las manos lucen huesudas, artríticas y con uñas mugrientas.  “Sufro más en los días de sol, porque hay que meter las manos al hielo y sacarlas al calor. Eso me está poniendo los dedos pandos”, dice mientras entrelaza las manos.

Lo que no se ha desfigurado con el paso de los años es su recuerdo de aquella mañana cuando la bomba lanzada por un avión A-37, considerado por el museo militar como una aeronave “táctica que agregaba un alto nivel de precisión en el bombardeo”, le arrebató la vida de su hijo. Esa pérdida le llevó a abandonar su trabajo de electricista por sentirse culpable de no estar en casa ese día. Además, dice que aquel zumbido de la bomba antes de caer aún lo despierta por las madrugadas. También tiene problemas para hablar: su voz es pausada y con tartamudeo.

Hoy vende en un calle donde los pandilleros controlan todo lo que ocurre ahí: matan, extorsionan y deciden quién vende, a qué horas vende y cómo lo vende. Tiene prohibido cruzar con su carretón al otro lado de la acera, convertida en la frontera que separa el área de operaciones de las dos pandillas más numerosas del país que libran una guerra a muerte. La estructura de pandilleros que controla en qué lugar le está permitido vender le cobra $10 de extorsión mensuales a Rubén. Eso representa la ganancia de 500 helados. Solo para pagar este cobro ilegal, tiene que asegurarse de vender un promedio diario de 30 sorbetes.

La muestra más reciente del control territorial que ejercen las pandillas en el centro capitalino ocurrió el miércoles 12 de octubre. Ese día, Rubén recuerda que descansaba bajo la sombra de una lámina de uno de los puestos de venta cuando escuchó tres detonaciones y el sonido apresurado de una motocicleta. “Pareciera que las bombas me persiguen”, dice tras recordar el tiroteo.

La policía resumió el ataque así: dos hombres armados con una pistola calibre 9 milímetros, a juzgar por los casquillos dejados en la escena, se acercaron y  le dispararon a quemarropa a Guadalupe Jeannette González, de 38 años, una vendedora de frutas y verduras que solía permanecer con sus cuatro hijos en el puesto a la orilla de la calle.

Los investigadores dicen, tres meses después, que “no descartan” que el crimen haya sido cometido “por problemas personales”. Cuando la policía dice eso, suele ser  porque no tiene la menor idea del móvil del crimen. Rubén dice que por lo que ha visto en dos décadas de vender ahí está seguro que fue asesinada porque no pudo cancelar lo exigido en concepto de extorsión por los pandilleros.

Dos semanas después de ese homicidio, el Gobierno colocó manteles blancos y azules a una gran mesa y ordenó un desayuno para anunciar la celebración del 25 aniversario de los Acuerdos de Paz: el pacto firmado en Chapultepec, México, que selló el cese definitivo del enfrentamiento armado. En resumen, anunció varias actividades dentro y fuera del país, con los sectores político, académico y cultural. Además, y como actividad principal, prepara un concierto con varios artistas internacionales.

Rubén, con el carretón atascado, dice que no hay muchas cosas para celebrar porque “la paz como que no se da mucho. Siempre nos sale mal algo”.

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