Por Javier Bedía, miembro de la Comunidad Periodística de CONNECTAS.

A la hora en que se posesionaba el actual presidente interino del Perú, Francisco Sagasti, el cuarto en cinco años, un joven llegó con las fuerzas que le quedaban a la puerta de un hospital cercano al Centro de Lima. Lo habían visto por última vez tres días antes, la noche del sábado 14 de noviembre, en las masivas protestas contra el Gobierno de facto de Manuel Merino que la Policía reprimió con una fiereza no vivida en la capital en las últimas dos décadas, dejando dos jóvenes asesinados por disparos de armas de fuego. Se registraron 250 heridos, entre ellos un chico que no volverá a caminar, detenidos por doquier, decenas de abusos y al menos dos casos de violencia sexual contra mujeres en comisarías limeñas. En total unos 50 brigadistas y periodistas sufrieron agresiones.

La presión de la calle, multiplicada tras los crímenes contra Inti Sotelo (24 años) y Bryan Pintado (22 años) por disparos de perdigones y canicas, a pocas cuadras del Congreso de la República, obligó a Merino a renunciar a la mañana siguiente, el domingo 15. Su dimisión llegó solo seis días después de la vacancia por “incapacidad moral permanente” –una forma de golpe de Estado institucional– contra Martín Vizcarra, dirigida desde el desprestigiado Congreso que presidía Merino, representante del partido de centro derecha Acción Popular. Su gabinete ministerial, encabezado por un ultraconservador con la masacre de 33 personas a cuestas cuando era ministro de Defensa, fue rechazado por la opinión pública. “Voy a hablar con las Fuerzas Armadas para tranquilizar la cosa”, declaraba el jueves 12 el primer ministro Ántero Flores-Aráoz, quien afirmaba desconocer el porqué de las protestas.

Tras abrírsele una investigación fiscal preliminar por supuestos sobornos de Odebrecht entre 2013 y 2014, cuando era gobernador regional, la destitución de Martín Vizcarra, aprobada el lunes 9 en el Parlamento, se amparó en la ambigua figura jurídica que requiere de la aprobación de dos tercios de legisladores. En el Perú esto basta para que el Congreso remueva al mandatario de turno. La votación fue respaldada por 105 votos, de 130. En cuatro años, era el segundo presidente retirado del cargo por un proceso de vacancia. En el 2018, Pedro Pablo Kuczynski (PPK), el último de los presidentes del Perú elegido por votación popular (2016), también tuvo que dimitir por “incapacidad moral”, dictaminada por la mayoría legislativa fujimorista.

Entre el primer plantón a las afueras del Congreso la noche del lunes 9, tras la sorpresa de la vacancia, y la primera movilización grande, la mañana del martes 10 que juramentó Merino, la consigna no era tanto defender al expresidente como rechazar la decisión del Congreso. Ante las actuales emergencias en salud y economía, la opinión pública prefería que avanzaran las investigaciones durante los ocho meses que le quedaban a Vizcarra en Palacio de Gobierno, y que el Poder Judicial resolviera si lo procesaba una vez terminara su periodo en 2021.

Entonces comenzó la represión. Los alrededores del Congreso y Palacio de Gobierno fueron bloqueados. En uno de los accesos a la avenida Abancay, donde se encuentra el Poder Legislativo, un joven que llamaba a romper el cordón policial recibió a corta distancia un disparo en una pierna. En el jirón principal que lleva hacia la sede del Gobierno, la indignación creciente llegó a las pedradas contra escudos policiales. Fue el primer choque fuerte que presencié. Al menos una piedra fue devuelta por el contingente policial sobre el grupo de civiles desprotegidos. Un muchacho pedía un encendedor para prender una molotov y nadie se lo entregó, sea por límites o el temor a los infiltrados del escuadrón Terna. En cualquier caso, reflejó el ánimo de no pasar a mayores. “Somos la generación que no tira bombas, sino que las desactiva”, es una de las frases imborrables de la semana.

La incansable rebeldía ganó pulmones el jueves 12. Los gobernantes confiaban en que los partidos de la selección peruana de fútbol de esos días harían olvidar, pero la indignación aumentó. Se normalizaron las intervenciones ilegales por parte de uniformados, ternas y efectivos en moto contra quienes ejercían la protesta pacífica. Fui testigo de cómo un líder, luego de evitar la violencia colectiva y dirigir la retirada de un punto de tensión, era rodeado y reducido cual criminal, mientras declaraba a la prensa. En las afueras del Poder Judicial un chico se le plantó a una moto y recibió un varazo en el tórax, a un paso de los observadores de la Defensoría del Pueblo. 

La brutalidad del 14N fue la culminación del proyecto del entorno de Merino y sus socios. De acuerdo con IDL Reporteros, este le encargó “extremar la respuesta” al saliente ministro del Interior, quien no aceptó. El entrante, el general PNP Gastón Rodríguez, fue aplicado. Hacia el final de la tarde, los servicios de transporte a Lima Centro colapsaron. Durante casi una hora esperé por un bus. Al llegar me quedé algo más de lo planeado entre el tumulto en las afueras del Poder Judicial. A las 8:30 de la noche la multitud volvía del área en convulsión: se hablaba del enfrentamiento en la intersección más próxima al Congreso, donde dispararon a los chicos.

Tras confirmarse la muerte del primero de sus compañeros, un grupo de protestantes seguía en la calle ante la última reja en pie del Centro de Lima.

Una calle antes de allí, cientos trataban de abrir la barrera de seguridad hacia otra dirección. Lanzaron piedras contra una estación del Metropolitano de Lima, lo que intensificó la ofensiva de las fuerzas públicas. El sonido de proyectiles contra los postes, bancas, árboles, paredes, cualquier superficie, eran constantes. El choque duró al menos una hora. Vi caer a un herido por disparo en una pierna y, acto seguido, gas exactamente donde lo atendían. Escuché el grito de dolor y espanto de alguien a quien una bala le rozó la oreja. Y también la impotencia de un joven: “Nadie está pasando esto en la prensa, gente, nadie está pasando todo esto”, se desesperaba. Aún no se confirmaban las muertes de sus compañeros. “Hay que hacer más bulla, esto tiene que llegar a los medios”. 

Algunos de los que luchaban en esta esquina se habían replegado poco antes desde donde murieron los dos jóvenes. Y parte de los refuerzos que llegaron de una cuadra arriba serían los que dispararon antes contra Inti y Bryan. Al rodear y despejar el escenario, donde me quedé a cubierta para captar el avance armado, un uniformado al mando me pegó un varazo en la pierna derecha, a la altura de la canilla, para retirarme de la ubicación insegura. Uno de sus subordinados rompió filas y apuntándome con su arma dio unos pasos hacia mí, a pesar de estar identificado como prensa. Una situación que se repitió contra manifestantes que grababan con sus teléfonos, como demostró el semanario Hildebrandt en sus 13.  

 

Las bombas lacrimógenas, perdigones y hasta canicas fueron disparadas a mansalva y al cuerpo toda la semana en el Centro de Lima.

“Me lo han matado, lo han matado de una bala al corazón”, fue el grito destrozado de la madre de Inti (Sol, en idioma quechua), televisado desde el centro de salud donde yacía su cuerpo, que no dejó dormir en paz al país el 14N. Abrazado a ella, el mayor de sus hijos, quien participaba en manifestaciones sociales con su hermano, sentenciaba: “Mi hermano ha fallecido porque la PNP (Policía Nacional del Perú) lo ha matado, así de simple es. Por salir a defender a su patria. Nosotros no debemos tener miedo, tenemos que continuar saliendo, por favor, continuar saliendo. Que no quede en vano la muerte de mi hermano, por favor”.

Y las calles fueron tomadas. No se respetó la restricción de movilidad que rige a partir de las 11 pm por la emergencia sanitaria. En ningún distrito de Lima, en ninguna de las 25 regiones. La mayor multitud movilizada desde la lucha por la vuelta de la democracia en el año 2000. No importó que la nación sea una de las más afectadas del mundo por la pandemia de covid-19. Gentes de todas las edades marcharon y, desde sus casas, los más precavidos hicieron retumbar sus cacerolas hasta la madrugada. 

Bryan Pintado, de 22 años, había dejado la carrera de derecho por falta de dinero y trabajaba como ayudante de obrero. Inti, de 24 años, era repartidor, en moto o bicicleta, y estudiaba turismo. La mayoría de chicos y chicas que se movilizaron tienen edades similares; sin tendencia política hegemónica, enlazados por la indignacióny la voluntad de cambio. Estudiantes en formación y trabajadores, muchos en ambos roles a la vez, que conocen la calle y aprenden a valerse por sí mismos desde temprano. Todas las tribus urbanas del siglo XXI se juntaron: barristas de equipos de fútbol, acostumbrados al choque, que se sumaron a la primera línea; seguidores de pop coreano, otakus, gamers, skaters. Los más “chibolos”, los “vagos” que se lo pasan en parques, en sus computadoras y celulares, según sus mayores. 

Muchos salieron porque quieren estudiar o trabajar. Porque exigen una educación y salud de mejor calidad, más oportunidades de empleos dignos. Saben que “hay, hermanos, muchísimo que hacer”, parafraseando a nuestro César Vallejo, a quien el presidente Sagasti citó en su discurso. Los escolares le recordaron al Congreso y al Ejecutivo que el poeta universal fue un luchador social, militante de los partidos comunistas del Perú, España y Francia, y dejaron en el aire la pregunta sobre qué suerte correría el escritor en el Perú del siglo XXI.    

Miles de jóvenes de la Generación del Bicentenario, la mayoría entre los 20 y 30 años, encabezaron las protestas.

Estos miles de jóvenes que han salido a las calles a defender la democracia han sido llamados los de la Generación del Bicentenario, a propósito de los 200 años de la declaración de independencia en 2021. Organizados desde las redes sociales como TikTok e Instagram, conforman la primera línea para desactivar lacrimógenas y auxiliar a los lesionados. Como Inti Sotelo, quien solo tenía un recipiente de agua con vinagre para ayudar a otros a calmar los efectos del gas y un casco de ciclista, que quizás le hubiera servido a Bryan, muerto por 10 disparos de plomo, cuatro de ellos en la cabeza.  

Al mediodía del domingo, tras el mensaje de renuncia de Merino, la multitud se volcó a los espacios públicos para celebrar su retiro y honrar a las víctimas. Para rechazar la corrupción de la clase política, principalmente de los congresistas. Para reafirmar que lo hicieron ellos mismos, para sí mismos, sin llamados de políticos, ante el vacío o usurpación del poder. Por el cambio de la Constitución de Fujimori como propuesta de fondo para un país que estuvo a pocas horas de retroceder a los años del terrorismo de Estado y completar un golpe con las armas, como señaló Gustavo Gorriti en IDL Reporteros.

La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos denunció desaparición forzada y tortura por parte de policías infiltrados contra un manifestante, al que secuestraron durante tres días en una casa. Hay más casos por investigar. El Ministerio Público ya abrió un proceso por homicidio calificado, abuso de autoridad y lesiones graves contra Manuel Merino –cuyo paradero se desconoce–, su primer ministro Flores-Aráoz, Gastón Rodríguez como responsable del Ministerio del Interior y la cúpula policial que dirigió las operaciones, plenamente identificada

Queda la advertencia general de que, a otro papelón del Congreso y el primer escándalo de este Ejecutivo, la calle se hará escuchar. Serán los jóvenes de la Generación del Bicentenario, muchos por primera vez votantes, los que definirán el rumbo del país en una inaudita campaña que cuenta una veintena de candidatos para las elecciones presidenciales del próximo abril. Los mismos jóvenes que desde la semana del 9 de noviembre comenzaron a escribir una nueva historia. 

Autor

Periodista independiente, especializado en medio ambiente, cultura y derechos humanos, y Miembro de #CONNECTASHub en Perú. Tiene más de 10 años de experiencia como redactor y editor de actualidad en diarios, revistas y medios digitales. Ha cubierto conflictos ambientales y territoriales. Actualmente publica reportajes y artículos en medios independientes.

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