Migrantes en la frontera entre Colombia y Venezuela. Foto: Rafael Urdaneta Rojas – Pixabay

Una mujer que deja a sus hijos atrás; una joven que perdió a su madre a causa del cáncer; otro que se va persiguiendo el arte o una oportunidad de trabajo… Y nos vamos, migramos. Vivir en el país que se destruye, decidir irse, irse, intentar integrarse, reconstruir sin añorar. Somos más de 5 millones con una marca en común: la migración ha impactado en nuestra salud mental.

 

Por: María Laura Chang, Johanna Osorio Herrera, Héctor Villa León*

M igrar es más que trasladarse de un sitio a otro. Es dejar atrás lo que se conoce, es enfrentarse al cambio. Es, muchas veces, estar en soledad; sentir que te cortaron las raíces. Es adaptación, preocupación y calma, tristeza y alegría: incertidumbre. Puedes despertar feliz un día porque la vida se parece mucho a lo que tenías o a lo que soñabas y descubrirte en la tarde llorando por la nostalgia, porque te quedaste sin trabajo, porque la xenofobia te acecha o simplemente porque extrañas lo que no volverá.

Nosotros lo sabemos. Somos parte de las 5 millones 667 mil 835 personas que han salido de Venezuela para huir de la violencia, inseguridad, amenazas, la falta de alimentos, medicinas y servicios esenciales de acuerdo con las cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).

Ansiedad, depresión y otras alteraciones graves en la salud mental que derivan en incapacidad de integración; que restan calma y que pueden propiciar inestabilidad, dolor, adicciones, violencia e, incluso, la muerte, son algunas de las consecuencias de nuestra salida forzada, decidida, orillada.

Hambre y violencia

Adriana Caldera supo que debía dejar Venezuela cuando murió su primer bebé, el mismo día de su nacimiento. Era octubre de 2016. Llegó en trabajo de parto al hospital, pero por falta de espacio le pidieron que esperara. La demora fue demasiada. El bebé tenía el cordón umbilical alrededor del cuello y cuando finalmente la atendieron el corazón de su hijo ya no latía. En ese momento comenzó a planificar su salida del país. En marzo de 2019, en medio del apagón nacional que oscureció a Venezuela por más de 140 horas, hizo su maleta, guiada con la linterna de su celular, y partió a Colombia junto a su esposo.

Algunos días, la familia de AJ solo comía los mangos que caían de los árboles. Pero a la pregunta de por qué partió no antepone el hambre sino la falta de arte. Al ser clarinetista y ver cómo se extinguía la vida cultural de su país, ver su universidad hecha trizas, optó por irse. 

Tanto AJ —oriundo del estado Zulia, al occidente de Venezuela—, como Adriana —de Falcón,  en el noreste —vivían desgastados emocionalmente. A lo largo de su vida estudiantil, AJ vivió más de 10 robos o intentos de robos, siempre de forma violenta. Adriana, por su parte, temía ser mamá en un país con un sistema de salud debilitado, con hospitales sin espacio, insumos o personal. Su miedo estaba justificado: según el Panorama de la Seguridad Alimentaria y Nutricional en América Latina y el Caribe 2019, Venezuela es el cuarto país de la región con mayor tasa de mortalidad neonatal, con 19,8 muertes por cada 1.000 nacidos vivos, solo por detrás de Haití, Dominica y República Dominicana. 

Hablamos también del país más pobre de América Latina, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida 2019-2020 que calcula que el 79,3% de quienes viven en Venezuela no tienen cómo cubrir la canasta de alimentos como consecuencia de una tasa inflacionaria que en el 2018 llegó a 65.000% y, aunque en los años sucesivos bajó hasta 6.500%, el hambre acechó a la población. La arepa, el platillo más popular se volvió un lujo impagable para la mayoría, y en los momentos más álgidos se hizo usual ver a familias enteras hurgar en los basurales de las ciudades en busca de restos de comida. 

El gran apagón de marzo de 2019 selló todos los miedos. “Nos advirtieron que el país estaba a punto de un colapso, pero nadie se imaginaba que la situación sería tan grave. El país se apagó y la población se llenó de una enorme angustia, no solo por la ausencia de servicios, sino por la falta de comunicaciones”, explica Yorelis Acosta. Hubo desesperación y saqueos. Reinó la desesperanza.

Adriana Caldera. Foto: archivo personal

De la desesperación al trastorno psiquiátrico

¿Cómo impactan estos fenómenos en la salud mental de la población? Cristal Palacios, psicóloga clínica, investigadora y fundadora de la red Psicodiáspora señala que existe una  merma de la calidad de vida que no se resume a un solo evento traumático, sino que en conjunto nos afectan y muchas veces generan estrés crónico y estrés postraumático. 

“Empezamos a desconfiar el uno del otro. La familia se ha replegado hacia adentro de sí misma porque es la única forma de protegerse cuando tienes todo en contra”, señala la especialista, quien describe el deterioro de las relaciones sociales como resultado de una vivencia colectiva marcada por la crisis que afecta el bienestar colectivo. 

Una afectación que Yorelis Acosta describe en su artículo Sufrimiento psicosocial del siglo XXI: Venezuela y la Revolución como un evento “traumático-catastrófico” que tiene efectos psicosociales en los niveles individual y social. “Vivir por largos períodos de tiempo en contextos violentos puede potenciar trastornos psicológicos, cronificarlos e, incluso, proyectarlos transgeneracionalmente”, señala la especialista.

Todo esto sugiere que cuando estamos insertos en estas condiciones adversas: repletos de miedos y angustias que se generan por no tener garantizadas nuestras principales necesidades podemos normalizar todas estas fallas, pero internamente todo se va acumulando y “se internalizan tanto a nivel neurológico, como a nivel cognitivo emocional y eventualmente resultan en estos síntomas de estrés postraumático”, agrega Acosta. 

Síntomas que nos llevan a vivir anclados a momentos en el pasado y que sobrepasan nuestras capacidades de gestión emocional dice Palacios, para quien, en el caso de las personas migrantes de Venezuela, esos momentos no son necesariamente situaciones singulares, sino que dan por la acumulación de eventos estresantes que se vivieron en el país y que propician la hipervigilancia, la dificultad para dormir o para comer, pensamientos invasivos o flashbacks, la dificultad para soltar mentalmente nuestras ideas de Venezuela y a veces conductas de evasión de personas que no quieren saber nada del país, pero que en realidad no han podido desconectarse porque siguen ancladas a esas vivencias que les marcaron. 

“Los eventos pasados se construyen en un gran evento que nos dificulta la vida cotidiana”, dice la psicóloga y especialista en migración Constanza Armas.

Aumento de suicidios

Las cifras no tardaron en reflejar la vulnerabilidad social por la situación económica. Desde el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) se llevó a cabo un estudio para determinar la incidencia de la crisis en los suicidios ocurridos entre octubre de 2019 y marzo de 2020. A pesar de que no existen cifras oficiales, la investigación realizada en este periodo contrastó los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de instituciones como la Corporación de Salud (Corposalud) de algunos estados del país.

“La tasa de suicidios entre octubre de 2019 y marzo de 2020 pudo haber estado fluctuando entre 9,3 y 9,7 suicidios por cada 100 mil habitantes. Y según las últimas cifras oficiales registradas por el Estado, la tasa se ubicaba en 3 suicidios en el mismo período. Vimos un incremento de más de dos veces, y es congruente con la realidad que estamos viviendo”, dice Gustavo Páez, coordinador del OVV en la ciudad de Mérida y encargado del proyecto.

A la fecha no hay una actualización del estudio, pero OVV ha dado seguimiento de los suicidios en el país durante los últimos tres años a través de partes policiales y notas publicadas en los medios de comunicación. Una situación que la pandemia por covid-19 vino a agravar en el 2020, pues hubo un alza de 150% entre los meses de abril y mayo. “La gente empezó a tener temor de contagiarse, de morir, de quedarse sin recursos económicos. Las empresas y las instituciones cerraron, los ahorros se gastaron y eso pudo haber incrementado los suicidios”, dice Páez.

Para 2021 las cifras no reflejan una mejoría. Tan solo en los primeros cuatro meses de este año se han reportado 108 suicidios a nivel nacional, mientras que el año pasado fueron 281, es decir, casi el 40% de la cifra total del 2020.

Quienes investigan el tema señalan una correlación directa con la crisis venezolana y la emergencia sanitaria. “Tenemos más de un año en pandemia. La flota de autobuses está en un 7% funcionando. No puedes llevar una vida normal, hay meses donde los cortes eléctricos bajan, pero hay otros donde son 8, 10, 12, 15 horas o más. El gas doméstico no tiene continuidad en el suministro. La salud está por el piso. Enfermarte en el país es un lujo, casi tienes que ser millonario”, comenta el especialista.

Simultáneamente ha habido un aumento de la criminalidad. Las últimas cifras señalan que tan solo en 2020 murieron de forma violenta 11.891 personas de acuerdo con el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV).

Migrantes pioneros

Un gran diferenciador de la diáspora venezolana con otros países de la región como Ecuador, Perú o México es que ha creado una generación pionera de migrantes. En su historia reciente, Venezuela siempre ha sido un país receptor, nunca expulsor: a finales de los cuarenta e inicio de los años cincuenta, el país recibió inmigrantes españoles, italianos y portugueses que huían de la crisis de la posguerra; más tarde, en la década de los setenta, el alza progresiva del precio del petróleo favoreció de nuevo la inmigración pero esta vez proveniente de Centro y Suramérica. No existía una cultura de emigración, explica Constanza Armas.

Es el caso de Mariela Inojosa, periodista, oriunda de las costas del estado Vargas quien, junto con su esposó emigró a Uruguay en 2019, después de más de dos años de planificación. Previamente, su hermana junto con su cuñado y la madre de ambas habían emigrado a Perú. Pero con la huida a Uruguay, las hermanas se reencontraron en ese país y la madre se quedó sola en Perú. Antes de la crisis en Venezuela, ningún miembro de su familia había sido migrante.

La inexperiencia hace que desenterrar las raíces en nuestro lugar de origen sea mucho más difícil, porque no tenemos referencias cercanas. Ese proceso de integración y el famoso “empezar de cero” es más cuesta arriba para nosotros que para las segundas y terceras generaciones de migrantes que suelen tejer redes de apoyo o simplemente están habituados a conocer una historia de éxodo a través de relatos familiares, experiencias cercanas, y construyen así una cultura migrante.

Por covid-19, Mariela perdió a su mamá en abril de 2021. No pudo despedirse. “Yo pasé tres años sin ver a mi madre, en este contexto migratorio, en este contexto de crisis humanitaria tan fuerte. Saber que no la voy a volver a ver ha sido lo más difícil de sortear desde que emigré. La migración en todo sentido es un duelo, y en medio de esta pandemia se nos junta con otras cosas. Yo siento que no solo perdí a mi mamá, también perdí a mi país”.

Bryant González. Foto: archivo personal

Adaptación que cuesta

Huir es tan difícil como llegar a un nuevo destino: hay que aprender a [sobre]vivir de nuevo. Con un embarazo avanzado, Adriana Rivas, de 36 años, salió de Venezuela junto a su esposo. El estrés del viaje propició un sangrado apenas al cruzar la frontera. Aunque le preocupaba la salud del bebé, su meta era clara. Siguió el trayecto vía terrestre. Primero por Colombia, luego Ecuador y Perú. Pudo recibir atención médica y a pesar de que la recomendación era guardar reposo, la pareja no cesó hasta llegar a su destino, Chile, donde finalmente el sangrado cesó.

Quienes deciden migrar se arriesgan durante su tránsito a sufrir de abusos como la exigencia de pagos, confiscación de pertenencias o destrucción de documentos; traslado por puntos no autorizados —conocidos como trochas—; riesgo de violencia y abuso sexual, robo o limitada disposición de recursos económicos, narra Ligia Bolívar, en su informe Salud mental de personas venezolanas en situación de movilidad.

Bryant González, astrónomo amateur caraqueño, de 31 años, llegó a Cúcuta tras gastar todo su dinero en el pasaje hasta la frontera. Allí ofreció dar clases a niños en una institución local a cambio de hospedaje y viáticos. Tras el convenio de cinco días, envió una propuesta similar a otro colegio en Bucaramanga que aceptó, pero solo ofreciéndole alimento. A Bryant solo le alcanzaba para pagar el pasaje a Pamplona. Para continuar tuvo que hacer los 60 kilómetros que separan ambas ciudades a pie, haciendo autostop y pernoctando en las estaciones de servicio. Dos semanas más tarde, la odisea se repetiría, pero ahora para hacer los casi 500 kilómetros que separan Bucaramanga de Bogotá.

Es tan solo el principio. Al reto del traslado sobreviene el choque cultural, la xenofobia, la ausencia de redes de apoyo, la exigencia de diversos documentos, los cambios de leyes, las expectativas frustradas, discriminación laboral, maltrato y violencia, dice el informe de Bolívar.

“Mi rutina era trabajar, comer, dormir y llorar… Era un ciclo sin fin (…). Me sentía a la deriva”, recuerda Alba Solórzano, joven del estado Aragua.

Como ella, otra joven en Nueva York recuerda que empezó a sentir que no pertenecía a ningún lugar: “Estar sola en un proceso migratorio, sin residencia, no saber si mañana debes irte y dejar todo otra vez, con miedos e incertidumbre por no estar segura de poder desenvolverme en otro idioma, otras culturas, sentir angustia por tener que salir adelante y tener la carga de ayudar a tu familia económicamente”.

“Mi ex jefe me llamó ‘muerta de hambre’. Tenía un año comiendo arroz con lentejas. Sé lo que es pasar hambre, pero que te lo digan tan feo, duele… y mucho”, recuerda otra joven venezolana residente en Buenos Aires.

Los testimonios anteriores son resultado de una encuesta pública que hicimos por redes sociales a migrantes de Venezuela, entre el 27 de abril y el 9 de mayo de 2021. De las 183 que participaron el 90% (164) consideraron que han padecido ansiedad, tristeza o depresión durante su proceso migratorio. Las emociones predominantes en las personas consultadas fueron tristeza (16%), ansiedad, angustia, incertidumbre (14%), calma (13,6%) y alegría (8,7%).

 

«Mi ex jefe me llamó ‘muerta de hambre’. Tenía un año comiendo arroz con lentejas. Sé lo que es pasar hambre, pero que te lo digan tan feo, duele… y mucho»

Joven venezolana residente en Buenos Aires, Argentina

 

Este abanico de emociones se proyecta en la salud mental en un espectro que va desde la tranquilidad que sintió Adriana Caldera por poder parir a su segunda bebé en Colombia, lejos de la pesadilla de los hospitales venezolanos; a los ataques de pánico de Bryant quien durante sus recorridos por Latinoamérica temía morir lejos de casa; o el caso de Félix, quien permaneció un año sin salir de su nueva casa en Ecuador por carecer de un documento de identidad que le permitiera incorporarse a la universidad o buscar trabajo. AJ tuvo que ser internado en un psiquiátrico luego de ideaciones suicidas. 

Las estadísticas del Ministerio de Salud de Colombia, el país con la mayor recepción de migrantes de Venezuela —1.742.927— son reflejo de esta situación. El número de migrantes de Venezuela que asistieron a los servicios de salud por diagnóstico principal de trastornos mentales y del comportamiento pasó de 302 personas en 2017 a 7.452 personas en 2020, un aumento de 2.467,55% en cuatro años. Asimismo, el número de atenciones prestadas a migrantes de Venezuela por el mismo diagnóstico subió de 1.102 consultas a 16.813 en el mismo período. 

 

«Mi rutina era trabajar, comer, dormir y llorar… Era un ciclo sin fin (…). Me sentía a la deriva»

Alba Solórzano, joven del estado de Aragua

 

Otra investigación para conocer la salud de la población migrante y refugiada venezolana en Colombia —realizada por Profamilia en cinco departamentos durante 2019— reveló que durante 2019 la ansiedad fue la causa principal por la cual migrantes de Venezuela acudieron a los servicios de salud mental.

Una situación similar se vive en Perú, país receptor de 1.049.970 de migrantes hasta julio de 2021. Allí, la Universidad del Pacífico (UP) realizó una investigación entre 2019 y 2020 que consistió en encuestar a 800 venezolanos en Tumbes, ciudad fronteriza. “El estudio midió los desafíos y retos que encontraron, los motivos por los que escogieron Perú, y teníamos un apartado para la salud mental en el que preguntamos si había tenido síntomas de depresión o ansiedad”, señala Marta Luzes, analista e investigadora afiliada de la UP.

La primera comparación planteada se da entre los meses de abril y agosto de 2019 cuando ocurrió el cambio de política migratoria y la visa humanitaria pasó a ser un requisito necesario para ingresar a Perú. “Esto aumentó la irregularidad y los niveles de ansiedad y depresión incrementaron”, comenta la especialista.

Durante estos días se podían observar las largas filas de migrantes queriendo ingresar al país, esperando que se les aprobara la visa humanitaria, o les atendiera un funcionario de la Comisión de Refugiados para solicitar protección internacional en el país. “Los migrantes fueron llevados a cruzar irregularmente, porque no tenían pasaporte, la visa humanitaria llevaba tiempo tramitarla”, dice Luzes.

Fue el caso de Christian Maestre quien emigró con toda su familia y tuvo que pasar más de 12 horas en pleno invierno suramericano en una fila en Rumichaca (frontera de Ecuador y  Perú) para poder ingresar. Al aproximarse al sitio de acceso se encontró con que había dos filas: una de extranjeros de otras nacionalidades, y una más larga solamente para venezolanos.

“Yo supongo que hay gente que lo vive peor, pero un viaje de 5 días fue una calamidad. Aunque puedes conocer gente y tener una bitácora, eso no te prepara para cuando se presentan las vicisitudes en el camino”, dice.

Adaptación que cuesta

Otra investigación para conocer la salud de la población migrante y refugiada venezolana en Colombia —realizada por Profamilia en cinco departamentos durante 2019— reveló que durante 2019 la ansiedad fue la causa principal por la cual migrantes de Venezuela acudieron a los servicios de salud mental.

Una situación similar se vive en Perú, país receptor de 1.049.970 de migrantes hasta julio de 2021. Allí, la Universidad del Pacífico (UP) realizó una investigación entre 2019 y 2020 que consistió en encuestar a 800 venezolanos en Tumbes, ciudad fronteriza. “El estudio midió los desafíos y retos que encontraron, los motivos por los que escogieron Perú, y teníamos un apartado para la salud mental en el que preguntamos si había tenido síntomas de depresión o ansiedad”, señala Marta Luzes, analista e investigadora afiliada de la UP.

La primera comparación planteada se da entre los meses de abril y agosto de 2019 cuando ocurrió el cambio de política migratoria y la visa humanitaria pasó a ser un requisito necesario para ingresar a Perú. “Esto aumentó la irregularidad y los niveles de ansiedad y depresión incrementaron”, comenta la especialista.

Durante estos días se podían observar las largas filas de migrantes queriendo ingresar al país, esperando que se les aprobara la visa humanitaria, o les atendiera un funcionario de la Comisión de Refugiados para solicitar protección internacional en el país. “Los migrantes fueron llevados a cruzar irregularmente, porque no tenían pasaporte, la visa humanitaria llevaba tiempo tramitarla”, dice Luzes.

Fue el caso de Christian Maestre quien emigró con toda su familia y tuvo que pasar más de 12 horas en pleno invierno suramericano en una fila en Rumichaca (frontera de Ecuador y  Perú) para poder ingresar. Al aproximarse al sitio de acceso se encontró con que había dos filas: una de extranjeros de otras nacionalidades, y una más larga solamente para venezolanos.

“Yo supongo que hay gente que lo vive peor, pero un viaje de 5 días fue una calamidad. Aunque puedes conocer gente y tener una bitácora, eso no te prepara para cuando se presentan las vicisitudes en el camino”, dice.

El dolor de partir

“Dos de cada tres venezolanos migrantes en Colombia tienen afectada su salud mental”, asegura Andrés Cubillos, profesor del Instituto de Salud Pública de la Universidad Javeriana, con más de 15 años de experiencia en áreas relacionadas con política social, migraciones y salud pública y mental. “Las migraciones en el caso de Venezuela son más de índole familiar que individuales, lo que afecta aún más la salud mental de la población, porque muchas personas no pueden proteger las condiciones de vida de su entorno”, explica el especialista que desarrolla junto con la University of Central Florida una investigación sobre el tema.

Pero los síntomas de un trastorno mental no son siempre meramente emocionales. Cubillos explica que algunos síntomas físicos pueden ser un indicio de afectación. “El dolor de espalda, dolor de cabeza, dolor de cuello, dificultad para dormir son señales que han sido poco estudiadas porque la atención en salud se basa en el aspecto físico”, dice.

Es el caso de Félix, un joven oriundo de la ciudad andina de Mérida, que llegó a Ecuador con 18 años y la seguridad de vivir con sus padres. Desde el momento en el que pisó Quito asegura haber empezado a sentir inéditos dolores de espalda, que no han parado. “Ahora entiendo que los problemas físicos son derivados de los psicológicos”, dice. Además reconoce haber sentido ansiedad y varios episodios depresivos fuertes durante todo su proceso migratorio. Él ha podido recibir atención psicológica al ser estudiante universitario, pero ansía empezar a trabajar para poder pagar un servicio mejor.

“Nuestra investigación indica que los síntomas están aumentando y no se presentan solamente durante el proceso migratorio, sino que se exacerban una vez llegan al país, por el rechazo, la discriminación, la xenofobia”, afirma Cubillos. Por otra parte, considera que la falta de políticas adecuadas para intervenir a la población migrante les afecta mucho más. “Ni siquiera tenemos primeros auxilios en salud mental. Sé que en hospitales en Cúcuta son mínimos: hacen una contención a la persona que llega, de alrededor de dos días, y ya luego la persona tiene que continuar su camino”.

“Tengo períodos donde no quiero pararme de la cama, no quiero hablar con nadie, sobre pienso las cosas y situaciones, me da hambre constantemente, pero también tengo falta de apetito, insomnio y somnolencia, ataques de estrés, episodios de crisis migrañosas”, es la experiencia que nos cuenta una joven de 21 años, oriunda de Maracaibo y que hoy vive en Chile.

Para Luz Ángela Rojas-Bernal, psiquiatra y docente de la Facultad de Salud en Universidad Surcolombiana, esta deficiente atención en salud mental depende de tres factores: estigmatización de las enfermedades mentales, falta de voluntad política, y la carencia de recursos monetarios y humanos. “Aunque hay estudios sobre la prevalencia de trastornos mentales en estas poblaciones [de migrantes], muchas se quedan en el papel, porque no hay suficiente apoyo político para convertirlas en políticas públicas. (…) La Ley de Salud Mental [en Colombia] dice cosas muy bonitas y que están muy bien escritas, pero que en la práctica no se dan”. La especialista dice, además, que la distribución de psicólogos y psiquiatras no es equitativa en términos de densidad demográfica ni de necesidades.

El presupuesto de salud mental en Colombia corrobora lo anterior: para el 2017 se destinaba apenas 1,63% del presupuesto en salud para la atención en salud mental y convivencia social. Una cifra que en 2020 disminuyó al 0,30% del presupuesto. En Perú, el segundo país con mayor recepción de migrantes venezolanos, la situación no es muy diferente. De acuerdo con el portal de Transparencia Económica, en el 2020 se destinó para salud mental tan solo el 0,50% del presupuesto general.

Un duelo inevitable

“Sobre Venezuela yo tengo un complejo. A veces no quiero saber nada del país. Tengo un rechazo bastante fuerte, pero sucede que igual allá está mi hermano, mi abuela y mis tíos”, dice Víctor Reinosa, comunicador social que vive en la ciudad de Buenos Aires.

“Migrar implica renuncias, despedidas y en un cuadro normal, eso que llamamos duelo migratorio, es un duelo totalmente distinto al que asociamos con la muerte de un ser querido”, explica Yorelis Acosta, psicóloga clínico y social del Centro de Desarrollo y Estudios de la Universidad Central de Venezuela (Cendes). 

“Este duelo se refiere al desarraigo a la familia, a cambios de la identidad, estimula sentimientos de ambivalencias: puedes tener una expectativa positiva porque vas a buscar una nueva forma de vida o también puedes sentir tristeza porque estás dejando a tu familia, tus recuerdos, tu historia”, comenta Acosta.

“Es como divorciarse enamorado”. Así describió su situación emocional César Soledad de 41 años y quien actualmente vive en Chile. “Te duele tu país, extrañas a tu gente y sufres por los que allá viven”. Para Andrés Vale la situación es más extrema pues el divorcio de Venezuela es total. “Siento que la odio y eso no me permite sentir que encajo en el nuevo lugar que vivo”, dice el joven de 23 años que ahora vive en Ecuador.

Se trata de un duelo que comienza incluso antes de partir según Constanza Armas: “Llegan al país de acogida perdiendo todo lo que construyeron en Venezuela y esa situación de pérdida representa un duelo, pero ese duelo ya se venía gestando desde Venezuela, porque allí empezaron a perder su estatus, sus redes y sus posibilidades de desarrollo a causa de la crisis, y ese discurso asociado a la pérdida ya lo conocían, pero se agudiza”.

Por ejemplo, Adriana Rivas pasó de tener una exitosa carrera en el periodismo de farándula, de ser relacionista público y hacer prensa para importantes agrupaciones artísticas, a vender plátanos para poder vivir, darle de comer a sus hijos y ahorrar para poder migrar.

Las personas migrantes pueden enfrentar barreras en su proceso de adaptación porque necesitan desarrollar algunas habilidades y fortalezas como la constancia, fuerza emocional y tener apertura a los cambios, dice Acosta. “Hace falta poner a un lado tu historia, integrarte, ser agradecido y tener la capacidad de comenzar desde cero y si no tienes planes o redes de apoyo emocional, psicológico y económico, este proceso puede generar trastornos emocionales”, comenta.

Además asegura que no tener una regularización, puede desencadenar ansiedad sobre el futuro o la estadía del migrante en el país.

Tal como le ocurrió a Christian Maestre de Monagas, entidad de la región nororiental del país, quien en el 2018, cuando ya residía en Arequipa al sur de Perú, debía tramitar sus antecedentes policiales para poder regularizar su estadía. Sin embargo, por un error en los datos, el funcionario le aseguró que debía pagar nuevamente los 20 dólares del trámite. Al no tener dinero, Christian sintió que el corazón le iba a explotar. “Le pedí a una vecina que me ayudara. Se sacó de su bolsillo el dinero para solicitar el váucher con los datos correctos en el banco y así pude terminar el trámite”.

“Existir, tener identificación, es ser visible y la visibilidad promueve la salud mental”, concluye Contanza Armas quien aboga por las políticas públicas para promover la integración.

AJ con su clarinete. Foto: archivo personal

El dolor de partir

Estar encerrados en casa empeoró la ya dañada relación que AJ tenía con su pareja y la violencia empezó a escalar hasta ser insoportable. Lo entendió luego de asistir virtualmente a uno de los talleres grupales de violencia de género en pandemia que brindó la Alianza por Venezuela. Las psicólogas, al escucharle, le sugirieron buscar ayuda profesional de inmediato porque la violencia psicológica a la que estuvo expuesto le agravó la depresión y empezaron a surgir ideas suicidas. 

Así fue como llegó al área de Psiquiatría del Hospital Central de San Isidro, donde poco importaba que en su DNI apareciera en letras rojas la palabra extranjero, pues en Argentina la Ley de Migraciones es clara en su artículo 6 donde dice que se garantiza el acceso igualitario a los inmigrantes y sus familias en las mismas condiciones de protección, amparo y derechos de los que gozan los nacionales.

A pesar de ello fue obligado a mantenerse recluido durante todo un fin de semana sin posibilidad de avisar a nadie de su paradero: “no respetaron mi identidad de género trans no binaria”, recuerda. AJ pasó dos días escuchando cómo otras personas internas golpeaban paredes y gritaban sin sentido. El temor solo pasó cuando pudo salir: sabía que era el principio de un proceso que fue mejorando con medicación y terapias periódicas.

En el contexto de la pandemia, las vulnerabilidades presentes a lo largo del ciclo migratorio se exacerban, como también los riesgos ante la pérdida del empleo, la falta de acceso expedito a la documentación, las condiciones habitacionales deficientes y la estigmatización de las personas retornadas en las comunidades de origen, dice el estudio Los efectos del COVID 19: una oportunidad para reafirmar la centralidad de los derechos humanos de las personas migrantes en el desarrollo sostenible, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).

Para Alba Solorzano, una joven psicóloga de 23 años, quien ahora vive en España, la pandemia le afectó especialmente en lo emocional. “Vivía en un arresto domiciliario”, cuenta. “La convivencia en el lugar donde vivía era horrible, nuestra casera era una mujer neurótica que no nos dejaba salir de la habitación donde estábamos y que solo era el cuarto con un baño y cocina”.

Jeanferich Ontiveros cuenta desde Chile: “La pandemia me dejó desempleado durante cinco meses. El no tener dinero, trabajo o comida, me desató una especie de crisis nerviosa. Esos cinco meses han sido los peores desde que comenzó mi migración (…) Estuve a punto de ir a un establecimiento de salud, para ver si de alguna forma, alguien me ayudaba con la crisis nerviosa, o al menos me daba un diagnóstico de lo que me estaba sucediendo. Pero, el temor a contraer el coronavirus en un hospital me hizo evitar ir a un médico”.

La psiquiatra colombiana Luz Rojas ha constatado esta situación: “Con la pandemia, los problemas de salud mental se han exacerbado. Yo he atendido personas que no tenían síntomas o que habían podido controlarlos y cuando llegó la pandemia se disparó la tendencia a sufrir trastornos de ansiedad, depresión y trastornos del sueño”, relata.

La Universidad del Pacífico de Perú realizó un estudio en abril de 2020 sobre el contexto laboral y la salud mental de los migrantes en pandemia, 46% de las personas migrantes encuestadas presentaban señales de ansiedad y 35% de depresión. Los resultados demuestran que la tasa de empleo tiene un impacto directo en esta afectación psicológica, según la investigadora Marta Luzes. “Mientras baja la posibilidad de emplearse, la condición de la salud mental empeora”.

Para Víctor Reinosa el panorama por la covid-19 también fue complejo. Fue duro conseguir empleo en su área: “Yo había trabajado en radio, televisión, prensa y llegar acá y trabajar de cocinero, delivery, trabajé en un kiosco, fue bastante duro”.

La situación eventualmente mejoró aunque no por mucho tiempo. “Renuncié a un trabajo que tenía por una propuesta interesante que me gustó mucho. Pero me enfermé y perdí ese trabajo”. Desde ese momento, Víctor se sintió en un hueco: “No me quería parar de la cama”. Luego, a través de un amigo, pudo encontrar un nuevo trabajo en su área y todo volvió a mejorar. “Es complicado estar solo en un país, no tienes a nadie que te dé apoyo; no es como en tu país que si no tienes trabajo un mes te vas a casa de tu mamá y te despreocupas del alquiler”, dice.

La psicóloga Cristal Palacios explica que para las personas migrantes la pandemia generó un proceso regresivo: muchos de los logros que habían obtenido se esfumaron ante las dificultades económicas que generaron las medidas para contener el virus.

Eso reaviva duelos migratorios y aumenta la vulnerabilidad: muchas personas que habían salido de esa franja de supervivencia y empezaban a materializar logros, volvieron a tener que sobrevivir, lo que a nivel emocional es muy fuerte. “Es una pérdida de la cuota de libertad que habíamos ganado y a esa pérdida se le suma la pérdida de la salud y de seres queridos que fallecen a causa del coronavirus”, dice Palacios.

Nutrirse del presente

Resiliencia es la capacidad que tienen las personas para afrontar obstáculos y hacerse más fuertes durante ese proceso. “No evita la exposición al suceso adverso, pero permite entender a la adversidad como un aprendizaje, afrontar la situación y a través de las fortalezas personales, proteger su integridad y forjar un nuevo comportamiento, resistir al desastre y reconstruir sobre los factores adversos”, señala el estudio Resiliencia y Estrategias de Afrontamiento en Inmigrantes Venezolanos de la Universidad Central de Ecuador.

La investigación plantea que las personas migrantes se exponen a distintos factores de riesgo. En lo personal con problemas de salud mental o física, inadecuadas estrategias de comunicación, falta de asertividad, consumo de sustancias y alcoholismo, deficiente control de impulsos, aislamiento. Y en lo social o familiar; muerte de familiares, falta de redes sociales, pobreza, ausencia de dinero, mudanzas abruptas, migración, deportación o repatriación, discriminación. Todo esto afecta nuestra capacidad de resistir. Pero aun así, se sale a flote.

Para nosotros, hablar de resiliencia implica hacer un viaje a varios años atrás. Cuando estábamos en Venezuela y ejercíamos el periodismo y teníamos que sortear la censura de un régimen autoritario para informar a las comunidades. Pese a las dificultades, lo hicimos.

Cuando teníamos que vivir en nuestras ciudades y encontrar las maneras para asumir los gastos que implicaban estar en un país con la inflación más alta del mundo, siempre encontrábamos el camino para lograrlo. Aunque costara nuestra juventud, nuestros sueños.

Cuando en esos días antes de abordar el avión o el autobús que nos trajera, con lágrimas en los ojos, armábamos las maletas que nos íbamos a traer a un nuevo país y nos despedíamos de nuestras familias. En Colombia para Johanna, por las “facilidades” que le ofrecían por la nacionalidad de sus padres; o a Perú porque Héctor había leído que las condiciones económicas eran optimistas en la región; y hasta el sur, en Argentina, dónde María Laura llegó con la idea de estudiar una maestría y ejercer el periodismo.

Adriana, Mariela, Víctor, Christian, Alba, AJ, y las otras personas cuyas voces aparecen acá, somos también nosotros. Migrar es un proceso, que aún con las condiciones más favorables, conlleva desarraigo, cambios, adaptación, nuevas culturas e integración.

Ante un panorama muy hostil con la pérdida del trabajo de ambos durante la pandemia, tanto Adriana Rivas y su esposo se mudaron a Santiago de Chile, desde Valparaíso, y emprendieron el área gastronómica. Esto le permitió por primera vez desde su proceso migratorio lograr estabilidad económica, laboral y familiar, así sea desde la informalidad. 

Adriana Caldera, por su parte, emprendió también con una tienda de postres que atiende desde casa, y últimamente ha integrado a su menú platos venezolanos. Ha sido un éxito: cuando todo parece fallar, tener cerca un sitio con sabores familiares puede llevarte un ratico a casa y a la nostalgia —o certeza— de que pese a la distancia seguimos perteneciendo al lugar que amamos.

“Nuestra vulnerabilidad y fortaleza tiene que ver con la interrupción de nuestra historia de vida”, explica la psicóloga especialista en migración, Constanza Armas. “Una migración forzada aumenta la probabilidad de desencadenar trastornos porque no hay una preparación adecuada. Otro aspecto diferenciador es la idea de no volver: hemos perdido el país que conocimos y duele”. 

¿Regresaremos algún día a Venezuela? Es la pregunta que mentalmente muchos nos hacemos, pero que pocos nos atrevemos a pronunciar en voz alta. Migrar es no detenerse en el pasado ni obsesionarse con el futuro. Es nutrirse del presente, por duro que este sea.

* Periodistas migrantes venezolanos radicados en Argentina, Colombia y Perú.

El proyecto Historias Sin Fronteras fue elaborado con el apoyo del Instituto Médico Howard Hughes e InquireFirst. Esta historia fue originalmente publicada en el portal Historias sin Fronteras. Lee el reportaje original aquí.