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La generación del hambre

Nacieron en el 2013, cuando la crisis alimentaria se agravó en Venezuela. Tienen 5 años, están desnutridos, y el daño provocado a su salud es irreparable. El Pitazo en alianza con CONNECTAS recorrió ocho ciudades y, con ellas, ocho realidades distintas. Estas son las historias de los niños que crecen en desventaja por nacer en medio de la emergencia humanitaria que vive el país.

Una investigación de Johanna Osorio Herrera / Armando Altuve, María Vallejo, Sheyla Urdaneta, Jesymar Añez, Liz Gascón, Mariangel Moro, Rosanna Batistelli, equipo de corresponsales de El Pitazo, en alianza con CONNECTAS.

A Juan Luis se le pueden contar los huesos sobre la piel: está desnutrido. Su diagnóstico lo determinaron los especialistas del Hospital Materno Infantil de Tucupita, en Delta Amacuro —estado con una de las mayores poblaciones indígenas del país— donde estuvo internado en agosto de 2018 por diarrea crónica. Es posible que no sea la única vez que esté hospitalizado durante el resto de su vida. Las secuelas del hambre antes de los cinco años, su edad, son irreversibles. En su adultez, Juan Luis será más propenso que otros hombres a padecer enfermedades cardiovasculares o diabetes; también a rendir menos laboralmente, o tener deficiencias intelectuales, todo como consecuencia del hambre que hoy padece.

Desde la concepción hasta los cinco años, especialmente los primeros 1000 días, cumplidos después de los dos años y medio de vida, se desarrolla 75 por ciento o más del tejido cerebral y su constitución. El esquema neuronal, que permite al ser humano percibir su entorno: ver, oler, escuchar y reaccionar ante los estímulos, queda definido en esta etapa: la primera infancia, de acuerdo con organismos internacionales vinculados al cuidado de la niñez, como el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). El crecimiento de Juan Luis depende de lo que coma. Si se alimenta bien, su circuito neuronal será favorable para su adultez. Si no lo hace, el daño provocado a su cuerpo y su cerebro será irreparable.

Juan Luis no come bien, aunque su mamá intente remediarlo. No puede porque su familia es pobre, como 87 por ciento de las familias venezolanas, de acuerdo a la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) 2017, realizada por universidades y organizaciones no gubernamentales. Su historia no es la única; se repite en muchos niños de su edad. Hasta marzo de 2018, en Venezuela, sólo 22 por ciento de los niños menores de cinco años tenían un estado de nutrición normal, según el informe Saman, de Cáritas.

Comer de forma adecuada es uno de sus principales derechos. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), Juan Luis debería tener siempre “acceso físico y económico a suficiente alimento, seguro y nutritivo, para satisfacer sus necesidades alimenticias”. Es el Estado quien debe garantizarle el alimento, pero no lo hace. De acuerdo a Encovi 2017, en 80 por ciento de los hogares venezolanos hay hambre (término que engloba la desnutrición en todas sus fases), o inseguridad alimentaria, como la denomina la FAO. Y, de acuerdo a lo que sugiere la FAO, esto confirma la emergencia humanitaria, alcanzada cuando un país “en un determinado año no puede colmar con sus propios recursos el déficit de alimentos provocado por un desastre y necesita, por tanto, ayuda alimentaria externa”.

En Venezuela, la desnutrición infantil es la prueba de la emergencia, específicamente, la desnutrición aguda global en niños menores de cinco años, como Juan Luis, nacido en 2013, año que Nicolás Maduro asumió la Presidencia de la República.

Para la Organización Mundial de la Salud (OMS) si 10 por ciento de los niños (menores de cinco) de un país padecen desnutrición —porque no han tenido una cantidad suficiente de alimentos y los que ha ingerido no tenía los nutrientes necesarios—, se deben activar protocolos de atención para crisis humanitaria. Rebasar el umbral de 15 por ciento indica una situación de emergencia de salud pública de carácter humanitario. En Venezuela, la desnutrición aguda global en niños de esta edad alcanzó 10 por ciento en enero de 2017, y superó el umbral de 15 por ciento entre septiembre y diciembre, cuando llegó a 16 por ciento, según estudios de Cáritas Venezuela. La cifra subió a 17 por ciento durante el primer trimestre de 2018.

Los niños con hambre en Venezuela contrastan con el Plan de la Patria —la carta estratégica presentada por Chávez para su reelección y retomada por Maduro— que establece como uno de sus objetivos generales “lograr la soberanía alimentaria para garantizar el sagrado derecho a la alimentación”, y como meta estratégica “asegurar la alimentación saludable de la población, con especial atención en la primera infancia”. Las cifras revelan una realidad que el gobierno se esfuerza en negar: en Venezuela, desde septiembre de 2017, existe una emergencia humanitaria, que podría mejorar si se acepta ayuda alimentaria externa. Tiene su origen en las erradas políticas socioeconómicas tomadas desde hace 15 años por Hugo Chávez, y perpetuadas por su sucesor Nicolás Maduro, provocando una profundización de la desnutrición desde el 2013.

Lo que el hambre deja

Valentina tiene 5 años, pero su cuerpo parece el de una niña más pequeña. Mide 86 centímetros y pesa 9 kilos, cuando debería medir un poco más de un metro y pesar el doble. No habla, se aísla, y las únicas sonrisas fáciles se las provoca Carmen Toro, la mujer que la cuida. Es exnovia de su papá, quien hace meses la abandonó, ya desnutrida, en el hogar de lata donde viven, en la pobre comunidad de Valles del Tuy, en las periferias de Caracas; seis meses antes, su mamá biológica también la abandonó, y la dejó con su padre.

En cambio, Dayerlin es más extrovertida. Debe serlo, para poder comer: de día, la niña de 5 años mendiga dinero y alimento en Monagas, estado oriental del país; de noche, duerme con su madre y sus siete hermanos en un intento de casa, un espacio de 5 metros de largo por 6 metros de ancho, que es cuarto, cama y baño a la vez.

Según estudios de Cáritas Venezuela, un poco más de la mitad de los hogares de algunas de las parroquias más pobres del país recurren a contenedores de basura y a la mendicidad para conseguir comida. Y, de acuerdo a los registros de la emergencia pediátrica del Hospital Universitario Dr. Manuel Núñez Tovar, en Monagas, donde vive Dayerlin, muchos de los niños de esas familias pobres no alcanzan, siquiera, a crecer: 42 lactantes han fallecido durante 2018 por desnutrición, un promedio de 4,6 decesos al mes. 70 por ciento de esos bebés, es decir 28, vivían en la zona urbana de Maturín mientras que el resto en otros municipios.

A Valentina y Dayerlin las separan 485 kilómetros de distancia, pero las une la pobreza, el hambre, y sus consecuencias. Falta mucho para que sean mujeres, pero su adultez es predecible, por el hambre que han sufrido: enfermedades cardiovasculares, diabetes, hijos enfermos; discapacidad para aprender y facilidad para ser manipuladas; tendencia a la violencia y el uso de drogas. El daño provocado por la desnutrición a los niños venezolanos —física, intelectual y emocionalmente— es irreparable, según los expertos en desarrollo infantil.

“Socialmente, el hambre en Venezuela ha generado un deterioro de las relaciones intrafamiliares. Hay peleas por la comida, hay niños robándose las loncheras entre sí, niños maltratados porque se comieron los huevitos que eran para el otro muchachito. Hay roles familiares invertidos, padres y madres que se suicidan porque no se sienten capaces de comprar la comida suficiente y, a nivel vecinal, el problema del hambre generó un quiebre entre nosotros enorme”, explica Susana Raffalli, nutricionista especializada en gestión de la seguridad alimentaria, en emergencias humanitarias y riesgo de desastres, integrante del equipo de investigadores de Cáritas Venezuela.

“Yo una vez vi el maltrato a una niña que se tomó un agua que era para una sopa, una niña wayuu. La madre fue y le pegó a la niña porque el único baldecito de agua que había era para hacer una sopa. Esa niña se tomó el agua porque tenía sed. Entonces, cuando tú asocias tus necesidades más básicas a maltratos y abandonos vas a ser un ser humano que va a crecer con un estado de vacío y desasosiego para toda su vida y ese daño afectivo del que pasas a la adultez con ese hueco adentro, va a generar para siempre problemas de adicción, problemas de estabilidad, estos son muchachos que están ahora de delincuentes insaciables”.

Las consecuencias de la desnutrición en niños, que ahora padece Venezuela, ya ha sido estudiada en países vecinos. Cuenta Raffalli que en 2012 se publicó un estudio hecho en una población rural en Guatemala, donde se siguió el desarrollo de un grupo completo de niños, hijos unos de madres desnutridas y otros no. Al llegar a su adultez, se comparó a los campesinos de 20 y 30 años, que trabajaban cortando caña, y se contrastó su rendimiento en el corte de la caña. La diferencia fue hasta de 40 por ciento en la cantidad de caña cortada y, por lo tanto, del ingreso. La nutrición en sus primeros mil días de vida determinó que, una vez adultos, unos fuesen 40 por ciento más productivos que otros. En el caso de las mujeres concluyeron que las niñas desnutridas tenían tres veces más posibilidades de parir niños de bajo peso, que las que fueron bien alimentadas en su infancia.

“Estás determinando, en ese momento, lo que va a pasar después (...). Después de dos años de monitorear esto en parroquias pobres del país, vemos que el retardo del crecimiento subió de 18 por ciento en el año 2016, a 30 por ciento en 2018; es decir, que 30 por ciento de los niños que, incluso, rescatamos de la desnutrición y ya pesan su peso normal, tiene retardo del crecimiento. Son niños que quedan en un rezago para siempre, no solamente biológico, sino cognitivo. Estos son niños que no vas a ver que se distinguen, no lo vas ni siquiera a notar. Estos son niños que aprenden a leer, a escribir, juegan, se ríen, van a ir al colegio, pero no van a llegar nunca a la universidad, no van a tener empleos de buena productividad”, asegura Raffalli.

La OMS considera que la proporción de niños con retardo en el crecimiento no debe superar el cinco por ciento. Otros países de América Latina lograron disminuir su índice de niños con retardo de peso y talla ofreciendo a las familias agua potable, vacunación completa, desparasitantes, dispensarios, suplementos nutricionales y raciones de alimentación familiar.

“Con todo eso, el promedio latinoamericano de disminución de la proporción de niños con retardo del crecimiento es de 1,5 puntos porcentuales por año. Entonces si ya lo tienes en 33 por ciento (como Venezuela), bajarlo al 5 por ciento que la OMS considera apropiado, te va a tomar 25 años. 25 o 30 años son tres generaciones”, advierte Raffalli. “Esto compromete incluso pensamientos de libertad a futuro. Esos son niños que van a ser madres y padres de la pobreza, que van a volver a votar por un presidente populista. Esto se perpetúa. Esto tiene implicaciones generacionales, implicaciones para siempre. Esto significa muchos años de atraso, al menos tres generaciones”.

El 10 de septiembre de 2018, la alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, Michelle Bachelet, dijo que el organismo ha recibido desde junio información sobre casos de muertes relacionadas con la malnutrición y enfermedades que se pueden prevenir en Venezuela. Fue durante ese mes, junio, cuando la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos (Acnudh) examinó la crisis alimentaria venezolana, recabó pruebas, entrevistó expertos y concluyó que: “el Gobierno se negó a reconocer la magnitud de la crisis sanitaria y alimentaria, no se habían adoptado las medidas y las reformas normativas que se necesitaban con urgencia para hacer frente a la crisis y sus causas fundamentales, no cumpliendo así su obligación internacional de hacer todo lo posible para asegurar el ejercicio de los derechos a la salud y la alimentación, incluso recurriendo a la cooperación y asistencia internacionales”.

El hambre en Venezuela es evidente. La FAO, que en 2013 premió al gobierno por “reducir a la mitad el porcentaje y el número de personas con hambre o subnutrición en el país antes de 2015”, calificó negativamente a Venezuela en 2017, por ser el país con la mayor alza en subalimentación, y lo responsabilizó de “la merma general del desempeño de la región en su lucha contra el hambre”: más de la mitad de las personas que engrosaron el número de subalimentados en América Latina, desde 2015, fueron venezolanos. Un año más tarde, en noviembre de 2018, el panorama es aún más grave: el director de estadística de la FAO aseguró que la tasa media de subalimentación en Venezuela, entre 2015 y 2017, fue de 11,7 por ciento de la población, es decir, 3,7 millones de venezolanos comen mal, casi cuatro veces más que en el trienio 2010-2012. La cantidad de venezolanos mal alimentados es superior a la población de Uruguay, que, según su último censo, no llega a tres millones y medio de habitantes.

Por su parte, en su último informe sobre el país, Human Rights Watch advirtió que “las personas afectadas por inseguridad alimentaria son menos propensas a cumplir con sus tratamientos médicos debido a que, con recursos limitados, deben atender diversas necesidades humanas”. En Venezuela, donde 87 por ciento de las familias son pobres, la mayoría no puede suplir necesidades tan básicas como comida o salud. Niños y padres enfermos, desnutridos, y en medio de un contexto económico adverso, no pueden escapar del hambre.

“La desnutrición ya parece una epidemia, una enfermedad contagiosa”, asegura Ingrid Soto de Sanabria, pediatra y nutrióloga del hospital pediátrico J.M. de los Ríos. El hambre en Venezuela inició un ciclo difícil de romper.

La herencia de Chávez que Maduro agudiza

Maikel nació el 29 de diciembre de 2012 en Portuguesa, lugar que también es llamado el Granero de Venezuela. Fue uno de los 619.530 niños que nacieron ese año, la última cifra de natalidad publicada en el país. El estado llanero, reconocido en otrora por su alta producción agrícola, y donde ahora escasea la comida, es el hogar del niño, que nació justo un día antes de que Nicolás Maduro, entonces vicepresidente de Venezuela, advirtiera en cadena nacional que Hugo Chávez estaba delicado de salud, después de someterse a una cirugía para intentar curarse del cáncer que padecía. Nació, también, 21 días después de que el mismo Chávez se dirigiera al país, el 8 de diciembre, para pedir que, si ocurría algo que lo inhabilitara, Maduro fuese elegido como su sucesor en el poder. “Yo se los pido, desde mi corazón”, dijo. Tres meses después. el 5 de marzo, Maduro anunciaba al país la muerte de Chávez.

Al nacer, Maikel pesó 1,440 kilogramos, más de un kilo por debajo del peso mínimo adecuado (2,500 kg), según la OMS; y cumplía casi cuatro meses de vida cuando, el 14 de abril de 2013, como Hugo Chávez lo pidió, Nicolás Maduro fue electo presidente de Venezuela, y heredó el país, y sus problemas económicos.

En 2002, una década antes de que Maikel naciera, la expropiación de empresas, emprendida por Hugo Chávez, inició la caída de la capacidad productiva del país. La bonanza petrolera que vivió Venezuela desde 2004 hasta 2013 no fue aprovechada para estimular la producción nacional ni para el diseño y cumplimiento de estrategias económicas que mantuvieran estable a la nación en momentos de recesión económica. El dinero se destinó a políticas populistas, entre ellas las misiones sociales, que fortalecieron la aceptación del gobierno, pero incrementaron 50,7 por ciento el gasto público. Esta estrategia fue admitida en 2014 por el ex ministro de Planificación y Finanzas Jorge Giordani, quien afirmó que era “crucial superar el desafío del 7 de octubre de 2012”, refiriéndose a las elecciones que ganó Chávez “con un esfuerzo económico y financiero que llevó el acceso y uso de los recursos a niveles extremos”.

El precio del petróleo, y el modelo económico venezolano, dependiente de este rubro, dio al gobierno una aparente estabilidad, pero las consecuencias del derroche fueron evidentes tras la baja de los precios del petróleo: los gastos del Estado comenzaron a ser superiores a los ingresos por exportación de crudo e impuestos (déficit fiscal), causando una creciente inflación y la caída del poder adquisitivo del venezolano. Así, el hambre comenzó a dar sus primeros pasos. La llegada de Nicolás Maduro al poder en 2013, y su perpetuación de las medidas económicas iniciadas por Chávez, representó la profundización de la crisis económica y política: el contexto de la hambruna de los niños venezolanos.

“Cuando ya llega Maduro al poder en el año 2013, la situación económica de Venezuela era bastante precaria en términos de déficit externo e importaciones (...). ¿Qué decidió Maduro, en vez de ofrecer un plan de estabilización de la economía, de resolver este desequilibrio, de buscar financiamiento internacional? Optó por una política de constreñimiento. Como tenía un hueco externo, lo que hizo fue reducir fuertemente el nivel de importaciones del país. El último año de crecimiento de la economía venezolana fue el año 2012, obviamente provocado por esa bonanza ficticia que ofreció el gobierno de Hugo Chávez, un poco buscando su reelección. Se gastó lo que se tenía y lo que no se tenía, hubo un financiamiento brutal en términos de importaciones y fue el último año en el que la economía creció. En 2013, la contracción empezó a crecer, primero con números bastante manejables. Estamos hablando de contracciones que no superaban el cinco por ciento. Pero, con el paso del tiempo, el nivel de contracción de la economía venezolana fue ampliando”, explica Asdrúbal Oliveros, economista (Summa Cum Laude) de la Universidad Central de Venezuela y director de la empresa de análisis de entorno Ecoanalítica.

En las casas de Juan Luis, Valentina, Dayerlin y Maikel no hay neveras o, si hay, no funcionan. No las extrañan, pues tampoco tienen con qué llenarlas. Las neveras vacías, que se reflejan en lo pómulos pronunciados, clavículas expuestas y manitos delgadas de los niños venezolanos, fueron pronosticadas varios años antes, pero al Estado venezolano no pareció importarle.

En 2013, el Fondo Monetario Internacional (FMI) en su estudio anual Perspectivas de la economía mundial, advertía el detrimento de la economía venezolana: “Se prevé que el crecimiento del consumo privado en Venezuela disminuirá a corto plazo tras la reciente devaluación de la moneda y la aplicación de controles cambiarios más estrictos”. Ese año, el Producto Interno Bruto venezolano cayó de 5,5 por ciento a 1,3 por ciento, mientras el de América Latina y el Caribe se mantuvo en 2,9 por ciento.

Dos años más tarde, una vez más, el FMI advirtió la potencial crisis económica que se avecinaba. En su informe mundial anual de 2015 señalaba: “Venezuela sufrirá, según las previsiones, una profunda recesión en 2015 y en 2016 (–10% y –6%, respectivamente) porque la caída de los precios del petróleo que tiene lugar desde mediados de junio de 2014 ha exacerbado los desequilibrios macroeconómicos internos y las presiones sobre la balanza de pagos. Se pronostica que la inflación venezolana se ubicará muy por encima del 100% en 2015”.

El pronóstico fue superado por la realidad. La economía venezolana inició una caída de cinco años consecutivos, que ya alcanza un 57 por ciento, y aún no se ha detenido. Es el deterioro más profundo que ha sufrido un país en los últimos 50 años, afirma Oliveros. “Además, destaca esta caída porque se da en un país que no tiene un conflicto bélico ni interno ni con sus vecinos, y tampoco ha pasado por un desastre natural. Es una caída cuya responsabilidad única es por el mal manejo de políticas económicas que ha reducido el tamaño de la economía venezolana en forma considerable”.

Los años de omisiones del Estado ante el detrimento de la economía, sumado a la baja de las importaciones, la falta de producción nacional, cierres de empresas, y negación de divisas para la adquisición de materia prima, desencadenaron una grave escasez e inflación, que afectó la disponibilidad y acceso a alimentos. Sin comida ni dinero para comprarla, la dieta del venezolano empezó a deteriorarse.

—¡Mamá, tenemos hambre!—, exclaman, piden, María Victoria y María Verónica.

—No tengo nada, vamos a acostarnos. Mañana veré que les doy—, responde su mamá, Dayana, desconsolada. Y mientras ellas obedecen y duermen, ella se desvela llorando.

Las gemelas, de cinco años, y sus dos hermanos, duermen con hambre la mayoría de las noches. De día, tampoco comen bien: su dieta es arroz, pasta, harina, azúcar y granos, alimentos distribuidos por el Estado en cajas que llegan cada 15 días al barrio La Batalla, de Barquisimeto, estado Lara. La familia tiene cinco meses sin comer carne o pollo. Las gemelas, que nacieron el 5 de enero de 2013, pesan 14 kilos y miden 1,02 metros, cuatro kilos y seis centímetros por debajo del peso y talla adecuados para su edad. Su diagnóstico es el mismo de Juan Luis, Maikel, Valentina y Dayerlin: están desnutridas, como casi la mitad de los niños venezolanos de su edad. Son parte de la generación marcada por la crisis, la generación del hambre.

En su informe de marzo de 2018, Cáritas Venezuela concluyó que 44 por ciento de los niños venezolanos menores de cinco años estaban desnutridos, el doble de casos registrados en enero de 2017. A la cifra se suma otro 37 por ciento de niños de la misma edad, que están en riesgo de padecer desnutrición. En marzo de 2018, sólo 22 por ciento de los niños venezolanos menores de cinco años se alimentaban adecuadamente.

El hambre de los niños de esta generación desnutrida va de la mano con la carencia de comida. Según el Observatorio Venezolano de Seguridad Alimentaria, el consumo de carnes y aves en niños menores de cinco años disminuyó de 41 por ciento a 22 por ciento, entre 2016 y 2017; la ingesta de pescado disminuyó de 24 a 12 por ciento, en el mismo período; el consumo de lácteos bajó de 59 a 26 por ciento, y el de los huevos —la proteína más económica— cayó de 47 a 29 por ciento.

De acuerdo a la empresa venezolana Econométrica, la escasez pasó de 68 por ciento en septiembre de 2017 a 83,3 por ciento en 2018. Los platos semi vacíos son la prueba del deterioro de la dieta.

—Antes no comíamos bien, así mucho, pero sí comíamos. A veces pollo, caraoticas, arroz, pasta con su salsita. Ahorita no—, se lamenta Dayana.

El 7 de marzo de 2018, el director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas, David Beasley, calificó como “catastrófica” la crisis alimentaria en Venezuela. Esa vez, no hubo pronunciamiento por parte del gobierno venezolano, quien acababa de conmemorar el quinto aniversario de la muerte de Hugo Chávez. Tres meses antes, el 26 de enero, fue desatendida también la advertencia que hizo Unicef sobre la desnutrición infantil en el país:

“Un número en aumento de niños en Venezuela está sufriendo de desnutrición como consecuencia de la prolongada crisis económica que afecta al país. Si bien no se dispone de cifras precisas debido a la data oficial limitada de salud y nutrición, hay claros indicios de que la crisis está limitando el acceso de los niños a servicios de salud de calidad, medicamentos y alimentos. La agencia de los niños hace un llamado para la implementación de una rápida respuesta a corto plazo contra la malnutrición”.

Aunque la preocupación de los organismos internacionales es reciente, la malnutrición no, afirma Marianella Herrera, nutricionista del Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela, directora de la Fundación Bengoa, e integrante del equipo de investigación de la Sociedad Latinoamericana de Nutrición: “Esto tiene más tiempo del que parece. En lo particular, recuerdo que hicimos una investigación cuando existía la Misión Mercal, en Caracas. Lo que encontramos es que había una estrecha relación entre ser obeso, comprar en Mercal y pertenecer a un hogar con inseguridad alimentaria. La obesidad es hambre oculta. El programa ofrecía productos más económicos, pero pobre en nutrientes (...). Si lo vemos en el tiempo, esta crisis comienza alrededor del año 2011, 2012. Fue una crisis de inseguridad alimentaria de instalación lenta, por eso ha sido muy difícil convencer al mundo. Comenzó con la obesidad, y luego, cuando se acabaron las calorías, ocurrió este cambio drástico”.

El hambre y la caída de la economía van de la mano, asegura Herrera. “Cuando el Estado garantiza un ingreso digno, garantiza la adquisición de las necesidades básicas. La alimentación es una de esas. La crisis de la producción nacional, provocada tras la ley de expropiación de tierras, ocasionó la merma de productos locales (...). La radicalización del modelo socialista hizo que se perdiera la estructura económica”.

La mamá de Carlos no es experta en economía o modelos socialistas, apenas escribe su nombre con dificultad. Pero, esto no le hace falta para saber que sus hijos no se alimentan bien. Con 22 años y madre de cuatro niños, debe quedarse en casa a cuidarlos, mientras el padre trabaja. Lo que gana el esposo alcanza solo para comprar algún carbohidrato, como pasta o arroz, y un poco de queso, pollo o sardinas. Nunca todo, nunca suficiente.

No es la única familia que padece estas condiciones. De acuerdo con Encovi, en 2017, 89 por ciento de los hogares venezolanos, como el hogar de Carlos, no contaban con el dinero que necesitaban para comprar comida. A pesar de que el Estado no ofrece cifras oficiales sobre pobreza por ingreso desde hace cuatro años, la data disponible en el Instituto Nacional de Estadística confirma que entre 2012, último año del mandato de Hugo Chávez, y 2014, año del último informe publicado, los hogares pobres incrementaron de 21,2 a 33,1 por ciento.

El aumento de la pobreza no para. “La canasta alimentaria del mes de agosto, anualizada, entre agosto de 2017 y agosto de 2018, presentó una inflación de 57.978,9 por ciento. Por primera vez, este país vive un problema de hiperinflación. Durante 21 años, entre 1951 y 1971, Venezuela tuvo una inflación de 1,5 por ciento anual, en este momento tenemos una inflación de 2,4 por ciento diaria”, afirma Oscar Meza, economista y director del Centro de Documentación de Análisis Social (Cendas).

La organización, fundada hace 41 años, contrasta, mensualmente, el salario mínimo venezolano con el costo de la Canasta Alimentaria, para evaluar su cobertura. Entre 2008 y 2013 (al cierre del año), el salario mínimo pasó de cubrir 53 por ciento de la canasta alimentaria a 46 por ciento. Difiere del cálculo del gobierno: de acuerdo al costo de la Canasta Alimentaria publicado por el INE, con el salario mínimo se podía cubrir 91 y 89 por ciento de los alimentos requeridos, respectivamente. Para 2014, Cendas señalaba que cobertura de la Canasta Alimentaria se ubicaba apenas en 28 por ciento, y al cierre de 2017, con el salario mínimo sólo se podía comprar 2 por ciento de los alimentos. En este mismo lapso, el Estado no publicó el costo de la Canasta Alimentaria.

El venezolano se quedó sin comida, y sin dinero para comprar el poco y costoso alimento disponible.

La posición de Unicef Venezuela respecto a las causas de desnutrición infantil, evidenciada por organizaciones no gubernamentales, es neutral. Este ente se apega a las cifras oficiales, suministradas por el Estado. Sin embargo, Dagoberto Rivera, especialista en nutrición y salud de Unicef Venezuela, admite que la falta de poder adquisitivo es parte de las causas de la malnutrición, aunque advierte que no la única.

“Cuando los precios suben y la capacidad adquisitiva disminuye se restringe la posibilidad de tener acceso a una canasta completa. Esto afecta a todos los niveles de la familia. Precisar en cuánto ha decaído sería arriesgado, pero sí, tenemos los signos que leemos a través de informes parciales, que nos indican que sí hay un deterioro y una tendencia hacia el deterioro, y por eso mismo estamos haciendo intervención. Estamos buscando colaboración, y concretando colaboración, no solo con el sector no gubernamental, sino también con instituciones del gobierno, específicamente con el Instituto Nacional de Nutrición. Estamos apoyando una intervención para suplir con micronutrientes y algunos insumos adicionales de nutrición en los centros de recuperación nutricional, y en los programas normales, regulares, de Unicef. Esto es una realidad que estamos viviendo, ocasionada por esta situación de altos precios y la capacidad adquisitiva reducida, la cual queremos cambiar”.

Esa es la realidad que vive Juan Luis en el Delta, Maikel en Los Llanos, Dayerlin en oriente, las gemelas María Victoria y María Verónica en el centro, Carlos en el sur, Valentina en el Área Metropolitana: la realidad de todo un país, a la que se acercaron los corresponsales de El Pitazo en esta investigación, en alianza con CONNECTAS.

Al Estado no le gusta hablar del hambre

Jhender hubiese cumplido cinco años el 20 de septiembre de 2018, pero murió, como consecuencia del hambre, casi seis meses antes, el 7 de abril. El niño falleció en la madrugada, en el mismo hospital donde cinco años antes fallecía Hugo Chávez. Aquel recinto, donde estuvo recluido el presidente durante sus últimos días de vida, no contaba con los insumos necesarios para atender la infección bacteriana que padecía el sistema digestivo del niño, agravada por su desnutrición. Jhender pasó, así, a integrar una estadística desconocida.

En Venezuela, el silencio del Estado es abrumador. Los Boletines Epidemiológicos del ministerio de salud, desde julio de 2015 hasta diciembre de 2016, publicaron con retraso de un año, en mayo de 2017. El Anuario de Morbilidad no publica desde 2015, cuando se divulgó el último informe de 2013. La última Memoria y Cuenta de MinSalud publicada fue la de 2015; las de 2016 y 2017 no han sido divulgadas.

El ministerio de alimentación no publica las Hojas de Balance de Alimentos desde el año 2007, ni el Anuario del Sistema de Vigilancia Alimentaria y Nutricional desde 2008. El Instituto Nacional de Estadísticas, adscrito al Ministerio del Despacho de la Presidencia, no difunde la Encuesta Nacional de Seguimiento al Consumo de Alimentos desde 2015. Y el Anuario de Mortalidad, al que debería pertenecer Jhender, tienen cuatro años de retrasos: la edición de 2014 publicó en agosto de 2018.

“Lamentablemente, las cifras en Venezuela no se publican desde hace cuatro años aproximadamente. Hay un panorama bastante oscuro sobre las estadísticas. El Estado venezolano considera la información como un arma política y no las divulga, y esto ocasiona que toda la planificación y organización de políticas públicas se dificulte porque para los investigadores es vital saber dónde estamos parados para planificar a futuro”, señala Pablo Hernández, nutricionista del Observatorio Venezolano de la Salud.

El Estado tampoco da cifras sobre malnutrición y mortalidad infantil a Unicef desde hace una década, de acuerdo a las bases de datos difundidas en el Informe Mundial de la Infancia de este organismo.

Organizaciones civiles nacionales, como Cáritas Venezuela, Fundación Bengoa y Provea, y equipos de investigación de universidades venezolanas, han buscado mecanismos para indagar y mostrar resultados sobre desnutrición. Sin embargo, la irregularidad en el registro de las muertes de niños dificulta la generación de data sobre mortalidad. “Hemos recibido denuncias de los médicos que comentan que no se les permite colocar la desnutrición como causa de muerte en el acta de defunción de los pacientes, pese a que la desnutrición puede estar asociada a una enfermedad de tipo infecciosa, generalmente. Es lamentable porque las cifras de desnutrición tienen que formar parte de las estadísticas y en el último boletín epidemiológico de 2016, publicado en 2017, no aparecen la mortalidad por desnutrición, especialmente en menores de cinco años”, señala Hernández.

El Anuario de Mortalidad de Venezuela de 2014 (publicado en 2018) registró que 153 niños, menores de 5 años, murieron por hambre; cinco niños más que en 2013, cuando murieron 148 niños. El mayor incremento de defunciones ocurrió en los niños menores de un año: entre 2013 y 2016, la muerte de bebés aumentó 28 por ciento, de acuerdo a los Boletines Epidemiológicos del Estado. Aunque no existe data oficial, concreta y actualizada, sobre el hambre y las muertes de los niños generadas por ésta, desde hace varios años Unicef mide y proyecta estadísticas sobre registros viejos del Estado, y apunta que Venezuela tiene una mortalidad estable de niños menores de 5 años, que se sitúa en 17 por ciento, incluso por debajo del promedio de América Latina y el Caribe (21 por ciento). La cifra es irreal, porque se basa en datos desactualizados.

La falta de cifras de mortalidad infantil no es la única irregularidad del Estado venezolano. El método utilizado para medir la desnutrición —de la que tampoco hay cifras oficiales— está obsoleto, respecto al usado por el resto de la región.

En 2006, tras un estudio multicéntrico hecho en los cinco continentes, la OMS generó y estableció nuevos patrones de referencia de niños bien nutridos. El patrón de los años 70 y 90 señalaba que un niño estaba desnutrido cuando su peso estaba tres veces por debajo de lo que debería pesar, y que estaba desnutrido agudo, severo, cuando se desviaba cuatro veces del patrón. En cambio, el patrón aprobado en 2006 corrió el punto de corte. A partir de estos patrones, la cuentas sanitarias de los países pueden asegurar que un niño está gravemente desnutrido si está dos medidas por debajo del peso o de la estatura ideal para su edad.

“Cuando tú mides a 600 niños aquí, y comparas sus mediciones con los patrones obsoletos, resulta que te pueden dar 48 niños desnutridos porque resulta que esperas que estén muy severamente desnutridos para empezar a contarlo, para que ese niño tenga un peso en las cuentas públicas sanitarias de un país. Mientras que con el patrón del 2006 puede ser que los cuentes y te vayan a resultar no 48, sino 78 u 80 niños desnutridos. Entonces la diferencia es que con los patrones obsoletos te dan menos niños desnutridos”, explica la nutricionista Susana Raffalli, a cargo del informe Saman de Cáritas Venezuela.

“Desde que se aprobaron esos patrones de 2006, casi todos los países los asumieron como sus patrones para evaluar a su población infantil y Venezuela es de los pocos estados en los que eso no se ha asumido. Los formatos que el Instituto Nacional de Nutrición deja para captar la información en los centros de salud siguen con los puntos de corte de los patrones pasados, que se resume a esperar que un niño esté gravemente desnutrido para que cuente dentro de las cuentas nacionales de la desnutrición. Y esto es gravísimo porque la desnutrición es uno de los indicadores que se usa por excelencia para asumir y reconocer que hay una emergencia de salud pública en un país. Entonces, pudiera ser que tengas que esperar que el niño se desvíe cuatro veces de lo que debería pesar y ya esté en el pellejo, que lo tengas que hospitalizar, para entonces decir que hay una emergencia de salud pública”, advierte.

—¿Cómo lo mando al colegio con hambre? ¿Cómo va a entender lo que le explican si no se está alimentando? ¿Cómo va a entender, si tiene hambre?—, se pregunta desesperada Katiuska, tía de Alexander. Viven en el estado Zulia, al occidente de Venezuela, en la tierra donde la bonanza de la explotación de crudo le dio al país opciones de crecimiento y desarrollo, pero que hoy tiene al municipio más pobre del país: Guajira. En su casa, un rancho de zinc, viven hacinados 11 niños y 12 adultos. La preocupación de Katiuska está bien fundamentada, aunque para ella sea solo una sospecha.

En Venezuela, la falta de cifras oficiales no se limitan solo a las mediciones antropométricas de los niños (cuánta pesa, cuánto mide y la circunferencia del brazo izquierdo). De acuerdo al Informe Mundial de la Niñez, desde 2008, Venezuela no registra el alcance de la cobertura de vitamina A, tampoco el consumo de sal yodada. La carencia de estos minerales es la principal causa de la desnutrición por micronutrientes, razón por la que en el país se decretó la yodación de la sal en 1993, y la fortificación de la harina de maíz con vitamina A en 1994. Hoy, esos decretos siguen vigentes, pero de nada sirven ante un país con hambre.

Uno de los principales síntomas de la carencia de yodo es el bocio, una enfermedad tiroidea que estaba erradicada en el país desde hace más de 30 años, y que reapareció sin que las autoridades tomen medidas al respecto. Desde 2017, el estado Portuguesa ha registrado un incremento de casos de esta enfermedad y, aunque no existen estudios que lo certifiquen, la reaparición de la afección podría evidenciar irregularidades en la cobertura de este micronutriente, afirma el doctor Gerardo Rojas, endocrinólogo y actual presidente de la Sociedad Venezolana de Endocrinología, capítulo centro-occidental.

“Para el año 2017, la cifra en Portuguesa asciende a tres mil casos. Quisimos hacer una mesa de trabajo, pero nunca pasó de una reunión, porque a nivel central la Gobernación de Portuguesa no permitió avanzar más. Se tomaron biopsias en unos casos, y en otros se hicieron estudios de laboratorios. Sin embargo, debido a los altos costos de los exámenes, estas muestras no fueron procesadas todas y hay unas que están congeladas, aparentemente. No tenemos certeza de cuál fue el resultado, lo que se dijo fue que (el bocio) era carencial, es decir, que el brote estaba asociado a la falta de yodo. Actualmente, y entre muchas teorías, se asume que está asociado al déficit de alimentos, por la falta de proteínas, como la carne y el pollo, en la dieta diaria, y al uso aumentado de alimentos bocígenos, como la yuca, y el resto de los tubérculos. Hace muchos años, en Venezuela, todas las sales se yodaron precisamente para evitar este trastorno. El problema es que ni siquiera hay sal en el país. Algo tan común como la sal, ahora es muy difícil de conseguir, y algunas sales vienen de fuera y no están yodadas”.

Esta carencia de yodo, evidenciada por la reaparición del bocio, marca de forma irreversible a esta generación de niños con hambre. No consumir yodo causa lesiones cerebrales durante la infancia. Sus efectos más devastadores incluyen la alteración del desarrollo cognitivo y motor que influye en el rendimiento escolar del niño, y la pérdida de hasta 15 puntos en el coeficiente intelectual. En su edad adulta, serán menos productivos y, por lo tanto, tendrán menos capacidad de encontrar empleo. Les será más difícil generar ingresos para sus familias, comprar los alimentos que necesitan, estar bien nutridos, vivir bien: romper el despiadado ciclo del hambre.

El hambre de los niños venezolanos también está asociado a la corrupción. Los alimentos foráneos, comprados por el Estado para distribuirlos a través de las cajas Clap (los Comités Locales de Abastecimiento y Producción) —y cuya compra está vinculada a grupos económicos cercanos al presidente, según una investigación del medio local Armando.Info— podrían ser la causa, también, de las carencias de vitamina A. Tampoco hay estudios ni cifras oficiales que muestren un panorama sobre la cobertura de este micronutriente en los últimos años, pero su déficit se hace evidente en la decoloración del cabello, afirma la nutricionista Marianella Herrera, quien explica que la harina precocida venezolana está enriquecida con vitamina A, pero que no se tiene garantías de la fortificación de las marcas importadas por el gobierno. Además de la decoloración del cabello, también conocida como síndrome de la bandera, la deficiencia de vitamina A debilita el sistema inmunológico, aumenta el riesgo de que el niño contraiga infecciones como el sarampión y enfermedades diarreicas, afecta la salud de la piel y, en extremo, puede provocar ceguera. “En Venezuela estamos viendo esta alteración de la coloración del cabello (...). Esto ya ocurrió en Cuba durante el período especial, cuando muchas personas quedaron ciegas”.

Aquellos mechones castaños, un poco más claros que el resto, que se ven en las cabezas de las gemelas larenses María Verónica y María Victoria, podrían evidenciar entonces que, además de peso y talla, ambas están también desnutridas por falta de micronutrientes. Si es así, podría significar, también, que sus sistemas inmunes son y serán más débiles que el de otros niños de su edad. Pero, aunque el daño a su salud se detenga, su futuro es casi una certeza: los daños provocados por el hambre son irreversibles.

En su libro Destrucción masiva, Jean Ziegler, ex relator de la ONU para el Derecho a la Alimentación, sostiene que el hambre y sus responsables asesinan en medio de la abundancia:

“Cada cinco segundos, un chico de menos de diez años se muere de hambre, en un planeta que, sin embargo, rebosa de riquezas. En su estado actual, en efecto, la agricultura mundial podría alimentar sin problemas a 12.000 millones de seres humanos, casi dos veces la población actual. Así que no es una fatalidad. Un chico que se muere de hambre es un chico asesinado”.

Desde 2004 hasta 2013 —año en el que nacieron Juan Luis, Maikel, María Victoria y María Verónica, Carlos, Dayerlin, Valentina, Alexander y Jhender— Venezuela vivió la mayor bonanza petrolera de toda su historia. Pero el Estado no destinó los recursos necesarios para protegerlos de la miseria. Ahora, el gobierno de Maduro niega la existencia de la emergencia humanitaria y no acepta la ayuda ofrecida por la región. En cambio, su falta de acción garantiza que estos niños, y miles más de su edad, crecerán en desventaja, serán adultos enfermos, y padecerán toda su vida las consecuencias del hambre a la que fueron sometidos por la irresponsabilidad gubernamental. Pero Jhender, el niño que murió de hambre, no pudo siquiera averiguar qué sería de su vida. Reposa en una tumba sin lápida, en un cementerio pobre de una comunidad pobre, como lo fue su hogar desde el día que nació hasta el día que murió, o fue asesinado, de hambre.

Miranda: el silencio del hambre golpea a los pobres

Con tan solo cinco años, Valentina es un retrato de la crisis en Venezuela. En 2018 bajó de peso tres veces, y dejó al descubierto las necesidades de las familias más desfavorecidas de esta entidad, que antes era una zona productora de hortalizas y frutas.

Textos: Rosanna Battistelli Rodríguez | Fotos: Hirsaid Gómez.

La historia de Valentina es tan triste como su mirada. Sus pupilas negras están apagadas. Robarle una sonrisa no es fácil, pero, cuando se alegra, su inocencia y candidez quedan a flor de piel.

Valentina tiene cinco años, pero, a diferencia de otros niños, no juega. Cuando está en grupo se aísla y marca distancia. Un conejito de peluche color rosado es su fiel compañero. De vez en cuando, lo abraza como si necesitara ese cobijo que da calor y seguridad a tan corta edad.

Aunque parece estar en otro mundo, entiende cuando alguien le habla. En sus 10 kilos y 93 centímetros de estatura no hay fuerza para conversar. Valentina no es muda, pero no habla. No quiere. Quizás porque cuando se tiene hambre, es mejor callar.

Su madre la abandonó a comienzos del año 2017 y la dejó bajo la responsabilidad de su padre. Seis meses más tarde el hombre se la entregó a una mujer que fue su pareja una década atrás. La excusa fue la necesidad de trabajar porque no tenía dinero para comprar ni un bocado. Prometió regresar pronto a buscar a Valentina, pero no volvió.

Desde ese entonces, Carmen Toro, de 36 años, cría a la pequeña. Ambas viven solas en el sector Virgen de Betania, en Salamanca, una comunidad perteneciente a la parroquia Cúa del municipio Urdaneta, en los Valles del Tuy, estado Miranda. La pobreza y el hambre cohabitan con ellas en un rancho que mide apenas 9 metros de ancho por 8 metros de largo, y que carece de los servicios básicos.

Para llegar a la improvisada vivienda hay que caminar 200 metros de carretera de tierra. No hay acceso para vehículos y el silencio que caracteriza el lugar solo es perturbado por el paso del tren, a propósito de su cercanía con la estación Ezequiel Zamora del sistema ferroviario Caracas-Valles del Tuy.

Valentina es tan silente como la comunidad donde vive. Solo pronuncia cinco palabras. Una de ellas es mamá. A su madre la vio un par de veces, luego de que la dejara con su padre. Por casualidad, coincidieron en el terminal de pasajeros de Cúa y, en ambas ocasiones, la niña la reconoció, al igual que a sus dos hermanitos. Pero el acercamiento de la mujer hacia la niña fue menguado.

La cara de Valentina grita tristeza y abandono. Carmen intenta cerrar ese agujero de dolor, y entre ambas se consolida una relación íntima y cálida.

Una miseria latente

La subregión de los Valles del Tuy está conformada por seis municipios, donde, en años anteriores, se cosechaban hortalizas y frutas. Las tierras que antes eran fértiles hoy están áridas y abandonadas. La producción agrícola descendió para agudizar la crisis alimentaria, que en 2017 reflejaba una desnutrición infantil de 15,3 por ciento, según la organización Cáritas Venezuela.

Una muestra de esta realidad son los niños que deambulan a diario por las calles de los Valles del Tuy en busca de alimento en la basura, o que tocan de puerta en puerta para que alguien les regale un pedazo de pan porque tienen hambre.

El equipo que conforma la sede parroquial Nuestra Señora del Rosario, de Cáritas Venezuela, registra que la cifra de niños anémicos aumentó desde abril de 2018 hasta septiembre.

Valentina es una de esas niñas golpeadas por la miseria y el hambre. En septiembre de 2018 fue reingresada por tercera vez en un año al “Proyecto Samán”, un programa de alimentación liderado por Cáritas Venezuela. Sus continuas bajas de peso obligaron su reincorporación. Las alarmas de la desnutrición se activaron.

La última vez que la retiraron del plan fue a principios de agosto, pero en ocho semanas adelgazó de nuevo. No solo estaba flaca, sino que un virus había atacado su sistema inmunológico para dejar al descubierto que no lleva una vida saludable.

“Cuando examinamos a Valentina, por primera vez, pesaba un poco menos de nueve kilos. Estaba muy delgada y flácida. Presentaba un cuadro de desnutrición moderado que mejoró al recibir asistencia alimentaria”, señala Emilia Llanos, miembro de la sede parroquial de esta organización en Cúa. Llanos afirma que el caso de Valentina es uno de los tantos de esta subregión de Venezuela. “Hay familias enteras que pasan un día completo sin comer y otras que se alimentan de los desperdicios”.

Un llanto que retumba

Cuando Valentina llegó a los brazos de Carmen Toro, su color de piel no se distinguía. El sucio y las llagas que cubrían su cuerpo ocultaban su tez. Se le veía frágil. Su cabello negro brillaba, pero no porque estaba bien cuidado, sino porque las liendres habían encontrado un lugar donde acobijarse.

Ese día la pequeña tenía fiebre y gripe, síntomas que presenta con recurrencia. Como aquella vez Carmen no tenía dinero para comprar medicinas, le dió a la niña remedios caseros.

Carmen también se esfuerza por cubrir las necesidades básicas de Valentina, pero sus condiciones de vida la hacen naufragar. En el rancho no hay televisor, tampoco cocina. La nevera solo sirve para ocupar un espacio. Cuando tienen algo para comer, Carmen cocina en la casa de su mamá, ubicada a unos 10 metros de la suya.

Las paredes de la improvisada vivienda de Carmen son láminas de zinc y bolsas de plástico, al igual que el techo. También hay pedazos de cartón.

El piso de la casa es de concreto, pero las profundas grietas obstaculizan el paso. El caluroso cuarto donde duerme Valentina es la única división del lugar. Allí hay una cama matrimonial y la ropa que Carmen compró hace por lo menos tres años, cuando la crisis económica le permitía, aunque fuera un respiro.

La comida también es escasa. Los productos de las cajas del Clap (Comités Locales de Abastecimiento y Producción): caraotas, arroz, lenteja y pasta, son sus principales nutrientes. Los adquiere con el dinero que recibe por ayudar a sus dos hijas a vender frutas y hortalizas en el mercado de Cúa.

Esos alimentos le alcanzan a Carmen por dos semanas, pero cuando la entrega se retrasa, el fantasma del hambre aparece de nuevo para golpear a Valentina. Los otros días los cubre con lo que le queda de los bonos que recibe del gobierno nacional, a través del Carnet de la Patria, una tarjeta emitida por el Estado, con un código QR, indispensable para ser beneficiario de sus misiones sociales; defensores de Derechos Humanos la han calificado como un mecanismo de control social.

Lo que no hay

Desde que Valentina está bajo la tutela de Carmen no ha comido carne o pollo, y solo una vez probó una sopa de huesos rojos. La pobreza no les permite comprar proteínas, y tampoco comer tres veces al día.

Carmen asegura que su prioridad es que Valentina coma, pero la crisis la abofetea. La niña es un retrato silente de esta realidad. Sus recurrentes bajas de peso lo ratifican.

Además de su recurrente pérdida de peso, Valentina tiene otra dificultad que enfrentar: su identificación. No tiene partida de nacimiento y eso limita su inscripción en la escuela. En los registros de Cáritas Venezuela se indica que nació el 12 de junio de 2013, el año en que Nicolás Maduro asumió la presidencia y perpetuó las medidas económicas de Hugo Chávez, agravando la crisis alimentaria.

Carmen quiera adoptar a Valentina; le aturde la idea de que sea llevada a un hogar de cuidado. Considera que con ella está mejor atendida. Preocupada por esa atención, denunció al papá de la niña ante el Consejo de Protección.

Luego de esa acusación el padre de Valentina apareció con cuatro kilos de harina de maíz, medio kilo de azúcar, un kilo de arroz y otro de lentejas. Ese día, Valentina sonrió. Corrió hacia sus brazos como si hubiese guardado fuerzas para ese reencuentro. Pero la alegría fue corta, porque su padre regresó a Colombia.

En la mente de Carmen retumba el llanto de Valentina cuando vio que su padre se alejaba por segunda vez. No hicieron falta las palabras para entender su dolor. Sus lágrimas cubrieron aquel rostro que ya no tenía hollín, pero que se apagó de nuevo.

Venezuela miente

De acuerdo con las estadísticas que maneja Cáritas Venezuela, las cifras de desnutrición en el municipio Urdaneta de los Valles del Tuy están en ascenso y, desde abril de 2018, las estadísticas se dispararon.

“Examinamos un promedio de 35 niños mensuales. Anteriormente, entre cinco y seis niños pesaban y medían por debajo de los indicadores establecidos, pero ahora ubicamos hasta 16 niños con bajos valores nutricionales”, refirió Zonia Machado, coordinadora de Cáritas Venezuela, en la sede parroquial Nuestra Señora del Rosario de Cúa.

Valentina es un ejemplo de esta realidad. Esta situación afecta su desarrollo cognitivo y conductual, a juzgar por sus condiciones físicas y mentales, su capacidad para relacionarse y su proceso de aprendizaje. Estos daños, a la edad de Valentina, son irreversibles.

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Caracas: la muerte de la que nadie habla

Jhender murió de hambre en abril de 2018, en el mismo hospital donde en 2013, año de su nacimiento, murió Hugo Chávez. Desde entonces, forma parte de una estadística que el Estado venezolano intenta ocultar: la mortalidad infantil. Informes retrasados e irregularidades en los registros.

Textos: Armando Altuve | Fotos: Hirsaid Gómez y Rayner Peña

Jhender Escalona murió la madrugada del 7 de abril de 2018 en el Hospital Militar Dr. Carlos Arvelo, ubicado al oeste de Caracas, donde también falleció el expresidente de Venezuela Hugo Chávez en 2013. Tenía cuatro años y había nacido seis meses después de que murió el mandatario. Una coincidencia que habla del país en donde hay un revolucionario que muere y un niño que nació en una revolución que no logró salvarlo del hambre.

Cuando vivía, Jhender, de 4 años, bajaba y subía corriendo las escalinatas de cemento junto con su hermana mayor de 12 años, alrededor de las 11 de la mañana, en El Guarataro, Caracas. Llevaba en sus manos un recipiente sin tapa en el que una vez se envasó mantequilla y la niña dos viandas también destapadas. Iban camino al comedor popular San Pascual, que instaló el Gobierno en el sector San Juan, porque Leidimar Gil, de 28 años, la madre de los niños, los mandaba.

Allí los esperaban en fila otros vecinos de la zona, beneficiarios del programa social, dirigido para brindar alimentación a las familias pobres. La realidad era diametralmente opuesta a lo que prometía la iniciativa del Estado. A Jhender y a su hermana solo les daban arroz solo, sin sal. Ese era el almuerzo. Un almuerzo sin proteínas, sin calorías, sin minerales.

Así se manifestaba la sombra del hambre; el hambre que, días después, sería el catalizador que le arrebató la vida a Jhender.

El niño era el quinto de seis hermanos, y tenía meses sin alimentarse adecuadamente. Cuando vivía en las periferias de Caracas, en Charallave, en el estado Miranda, con su mamá y su papá, Rafael Escalona, solo comían una o dos veces al día. Leidimar no tenía un empleo que le permitiera tener ingresos para mantener a sus hijos; dependía del dinero que le daba Rafael, quien laboraba en un local donde reparaban teléfonos celulares.

Rafael era el padre de los tres últimos hijos de Leidimar y se mudaron a Charallave cuando les otorgaron, en 2011, las llaves de un apartamento de la Gran Misión Vivienda, un programa de construcción de apartamentos para adjudicación, instaurado por Hugo Chávez. Rafael no ganaba mucho dinero, y Leidimar se quejaba porque no le daba para comprar comida. “No trabajaba porque no tenía quien cuidara a los niños y cuando iban a donde el papá a pedirles comida, los terminaba regañando”, lamenta Leidimar.

—Jean Carlos –así le dicen a Rafael–, deme plata para comprarle algo de comer a esos niños, me están pidiendo comida y no hay nada para darle.

—No me estés pidiendo nada, maldita perra. Resuelve.

Leidimar enfrentaba el hambre de sus hijos en medio de la violencia física y psicológica. Muchas veces, por pensar en los niños, cedió a sus manipulaciones. “Cuando le pedía plata, me decía que le pasara fotos desnuda, yo lo hacía, y no me daba nada. Me decía que yo era una perra”.

Un día, Rafael dejó a sus hijos en la calle porque decidió vender el inmueble del Estado. A raíz de esa situación, Leidimar, por petición de su madre, se regresó a Caracas a mediados del mes de agosto de 2017 y, desde ese momento, no supo más nada de Rafael.

Al llegar a Caracas, la alimentación de los niños mejoró un poco, pero al final del año la situación se complicó para Leidimar por el desabastecimiento y la carestía de la comida, que la llevaron a adoptar métodos de sobrevivencia y de privación alimentaria: dejaba de comer para darle prioridad a los niños.

Pasaban horas sin probar alimentos, especialmente en las horas del desayuno y en las de la cena. Por eso, Leidimar inscribió a los niños en el comedor de San Pascual como una alternativa para llenarles el estómago a sus hijos.

Alimentación precaria

En la casa donde vivía Jhender, viven otras cuatro familias con sus hijos, que también desayunaban solo caldo con arepa. Algo parecido a la pizca andina, plato típico de Los Andes venezolanos, que, en ocasiones, no tenía huevo, como la receta original. Para el almuerzo, Leidimar esperaba que los niños trajeran el arroz del comedor, lo juntaba todo en una olla, y lo acompañaban con sardina, el único alimento económico que podían comprar con el poco dinero que obtenía de la venta de bolsitas de café o azúcar, conocidas popularmente como “teticas”.

La mamá y la abuela de Jhender vendían esos productos en una esquina en la avenida San Martín de Caracas. “Los mejores días ganaba como tres millones de bolívares (30 bolívares soberanos) pero solo me alcanzaban para comprar sardina, yuca y una harina; luego me empezaron a llegar los bonos de Maduro, pero con eso tampoco me alcanzaba. La comida se estaba poniendo muy cara y mis hijos comenzaron a enflaquecer”.

En la casa improvisada de tres plantas que sobresale de la superficie de un barranco, pasaban hambre todos y comían mal todos: Los niños y los adultos. En ocasiones tenían que arreglárselas para no acostarse sin probar un bocado, incluso cuando la bolsa de CLAP (Comité Locales de Abastecimiento y Producción) tardaba en llegar a la comunidad de San Juan.

La única proteína que consumían era caraotas y lentejas de la bolsa del CLAP. Los niños no comían frutas ni les daban jugos. Compraban pollo esporádicamente, pero les daban muy poco. “El pollo era para darle sabor al arroz”, dice Génesis Campos, prima de Leidimar.

Víctima del hambre

Cuando Jhender regresó a Caracas, pesaba 10 kilos, un peso muy bajo para su edad. Leidimar, su madre, lo veía muy bien, pero Los familiares dicen que era un niño pequeño y delgado. Su delgadez se notaba cuando se quitaba la camisa y se le notaban los huesos de las costillas y los hombros y las clavículas. Veían su piel amarilla como si tuviera la bilirrubina alta.

Nunca hubo una prueba ni exámenes médicos que indicaran las razones de su delgadez, ni de su color de piel, a Leidimar no le daba tiempo de llevarlo a un doctor, sus días pasaban en medio del trabajo. Por eso para ella sigue siendo un misterio su muerte, incluso para sus familiares.

El hambre pudo haber sido un catalizador que lo condujo a la muerte. Jhonmary, una líder de la comunidad de El Guarataro, estuvo en los últimos días de Jhender. Ella ingresó a la emergencia pediátrica del hospital para saber el estado de niño, a quien conoció en medio de las actividades sociales que hace en el barrio. Le sorprendió su estado: tenía los ojos hinchados, lo recuerda delgado y pálido.

—Enfermera, dígame qué es lo que tiene el niño–, preguntó Jhonmary.

—Está muy grave, ha convulsionado mucho, y tiene un cuadro de desnutrición fuerte–, le respondió.

La afirmación de esa enfermera del hospital militar es la única certeza de que Jhender estaba desnutrido cuando ingresó al centro de salud. Leidimar tuvo la sensación de que los médicos no le querían dar información sobre lo que le ocurría a su hijo. Lo único que sabía es que convulsionaba por la fiebre y que estaba deshidratado por los vómitos constantes y la diarrea.

En la mañana del 2 de abril, cuando Jhender comenzó a enfermarse, no quiso comer más el caldo que su mamá le preparó. Tenía fiebre y no se le bajaba con nada. Luego comenzó a vomitar.

El hospital militar es el más cercano a El Guarataro y, por eso, Leidimar se trasladó con Jhender, ya descompasado, a la emergencia pediátrica. Pretendían mandarla a otro centro de salud. “Me dijeron que allí solo atendía a los militares afiliados”. Un médico residente, al ver el estado del niño, le permitió el ingreso.

Los cuatro días que estuvo hospitalizado antes de su muerte, tuvo convulsiones continuas. A Leidimar le pidieron que comprara los anticonvulsivos y le practicara un examen de laboratorio. En el centro de salud no había medicinas, ni reactivos para los exámenes. Un retrato de la crisis.

El acta de defunción de Jhender indica que murió por un shock séptico producto de una infección que afectó su sistema digestivo. Allí no se menciona la desnutrición ni como causa subyacente del deceso. No se sabe más.

La opacidad como regla

Leidimar no tenía dinero para alimentar a Jhender, tampoco para enterrarlo. Con la ayuda de Jhonmary y otros vecinos de El Guarataro lograron que les donaran una urna y el terreno donde sepultaron los restos del niño. El velorio fue en la casa de un vecino y sus amiguitos le llevaron dibujos que fueron colocados sobre el pequeño ataúd color blanco.

Jhender Escalona es parte de una cifra que el Estado ha mantenido restringida en medio la crisis alimentaria que atraviesa el país. Las estadísticas que dan cuenta del comportamiento nutricional de la población no se publican desde el año 2014.

El Instituto Nacional de Nutrición, que depende del Ministerio de Alimentación, no ha divulgado el informe del Sistema de Vigilancia de Nutrición y Alimentación de Venezuela (Sisvan), que permitiría confirmar la magnitud del déficit nutricional en la población venezolana. “La desnutrición ya parece una epidemia, una enfermedad contagiosa”, asegura Ingrid Soto de Sanabria, pediatra y nutrióloga del hospital pediátrico J.M. de los Ríos.

La opacidad se convirtió en una política de Estado. Así como no se divulgan indicadores que midan la desnutrición, desde el año 2014, el Gobierno no publica la Encuesta Nacional de Consumo de Alimentos que levantaba el Instituto Nacional de Estadística (INE). Desde el 2017, tampoco el Ministerio de Salud difunde los Boletines Epidemiológicos Semanales, donde aparecen los datos de mortalidad infantil y las cifras de casos de las enfermedades de notificación obligatoria.

Tras la muerte de Jhender, Leidimar se fue a Colombia con sus padres; ellos habían emigrado dos meses antes del fallecimiento del niño. Allá sobrelleva el dolor de su muerte, reflexiona sobre lo ocurrido y concluye, sin miramientos, que haberse ido fue lo mejor que le pasó. No quiere que otro de los cinco hijos que le quedan sean víctimas silentes del hambre.

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Delta Amacuro: ni patria ni comida en tierra de waraos

Dayana Martínez tiene dos hijos desnutridos y uno de ellos es Juan Luis, de 5 años, quien estuvo hospitalizado cuatro días con una diarrea crónica. Ella limpia casas para ganar dinero, aunque está inscrita en las misiones del Estado y en la Milicia. Aun así, no pudo evitar que sus hijos perdieran peso.

Textos: Jesymar Añez Nava | Fotos: Rayner Peña

Juan Luis caminó un kilómetro y medio por ayuda médica. Lo hizo durante dos horas, de la mano de su mamá, Dayana Martínez, bajo un sol que les quemaba la piel y sin quejarse del dolor, que de vez en cuando, sentía en el estómago.

Cada cierto tiempo necesitaba detenerse para descansar. Al final, recorrió 20 cuadras para llegar al Hospital Materno Infantil Dr. Oswaldo Ismael Brito de Tucupita, estado Delta Amacuro, al oriente venezolano. Durante el trayecto no pasó el autobús y si hubiese pasado, no habrían subido porque les faltaba dinero para pagar el pasaje.

Juan Luis tiene 5 años de edad. La mañana del 20 de agosto, le dolía el estómago por dos razones: primero porque tenía una bacteria y, segundo, porque lo poco que había comido lo desechó en el baño. Fueron cinco evacuaciones líquidas las que hizo de forma continua antes de salir de la casa de sus abuelos paternos.

Pero eso es algo que Dayana no recuerda muy bien, porque sintió temor de que su hijo muriera. Lo sintió al verle los ojos hundidos, cuando notó que perdía fuerzas después de cada vómito y al observarlo sin color en la piel.

Ella siempre supo cómo atenderlo en una enfermedad, pero esta vez fue distinto.

“A él ya le había dado diarrea antes, pero, como a veces le da y le da leve, yo le daba una pastilla y a él se le quitaba. Pero, esta vez no fue así, fue más fuerte. O sea, yo le daba la pastilla y veía que no le funcionaba. Entonces, la abuela me dijo que lo llevara al médico, porque estaba deshidratado…”, cuenta Dayana. “Tú lo hubieses visto cuando yo lo ingresé aquí. Era peor. Tenía todo eso hundido porque estaba demasiado deshidratado, estaba feo, ahorita se le puede ver un poquito de semblante”.

Juan Luis se aferró al cuerpo de su mamá cuando vio una inyectadora. Una enfermera le colocó un yelco para hidratarlo y para que recibiera metronidazol, que para aquel momento costaba 140 bolívares soberanos (alrededor USD 1,5 en el mercado paralelo, para la fecha) y Dayana no los tenía.

Ese día solo recibió una dosis, porque se la regalaron. Cuatro días después, Juan Cristóbal Amundaray, su papá, le llevó el resto del tratamiento. A su hijo lo hospitalizaron y no había ido a verlo. Ese día lo hizo porque Dayana fue hasta el Cuerpo de Bomberos, donde trabaja, para obligarlo a responder como padre.

El dinero no alcanza

Juan Luis Amundaray vive en El Bolivariano, parroquia Leonardo Ruiz Pineda de Tucupita, junto a sus abuelos paternos. Una tía le cedió un cuarto a su mamá pues no tenía donde ir con sus tres hijos. El Bolivariano es una comunidad donde los servicios básicos fallan y la bolsa del Comité Local de Abastecimiento y Producción (Clap) llega de forma intermitente.

Dayana trabaja de forma eventual limpiando una casa, le pagan hasta 40 bolívares soberanos. Como el dinero no le alcanza para alimentar a sus tres hijos, tramitó el carnet de la patria —una tarjeta emitida por el gobierno, necesaria para ser beneficiario de sus programas sociales— y se registró en la misión Hogares de la Patria. También es miliciana. Se inscribió en este componente militar para que le vendieran una bolsa de comida cada mes.

Juan Luis es su único hijo varón. Le gusta jugar fútbol y quiere ser como Lionel Messi.

También le gusta ir a la escuela; su uniforme y útiles escolares son donados.

A él le ha tocado aguantar hambre, Dayana dice que es porque dejan de almorzar tres días a la semana por falta de dinero. Por eso es que pasó de ser un niño gordo a uno delgado, explica mientras le acaricia las piernas a su hijo.

Juan Luis pesa 14 kilos. El pediatra que lo evaluó posterior a su ingreso también le dijo a su madre que su peso debe estar en 20 kilos porque mide 1,20 centímetros. Es la primera vez que lo internan en un centro asistencial.

El 23 de agosto tenía los ojos hundidos y su piel estaba amarilla. La delgadez hizo que las costillas y la columna se le vieran con facilidad. También estaba triste y tímido, pero Dayana asegura que no siempre es así. Durante su estadía en el hospital aguantó calor, porque en el cuarto no había ni ventanas, ni aire acondicionado, ni ventilador. Tampoco agua y la iluminación provenía de tres lámparas.

La desnutrición en el Delta

Un pediatra, quien prefirió omitir su identidad para evitar represiones laborales, asegura que a la fecha no hay estadísticas exactas sobre la cantidad de niños con desnutrición en Delta Amacuro porque se trata de un estado flotante y disperso.

Señala que un estudio que realiza junto a la Sociedad de Puericultura y Pediatría, en las zonas céntricas de Delta Amacuro, reveló que de 3.364 niños atendidos en jornadas médicas 149 fallecieron por desnutrición en el 2017. El especialista muestra su preocupación por las cifras reportadas hasta el primer trimestre de este 2018: de 512 infantes atendidos, de los cuales 104 fueron hospitalizados, un total de 73 murieron. Señala que 63 de cada 100 niños tenían menos de dos años, 24 de cada 100 estaban en edad escolar y el resto eran adolescentes. La mayoría de los casos provienen del municipio Antonio Díaz.

Cifras del Departamento de Pediatría del Hospital de Tucupita refieren que 120 niños al día reciben atención médica y 96 de ellos, es decir, 80 por ciento, tiene algún grado de desnutrición, y por eso son remitidos al Servicio de Educación y Recuperación Nutricional. Solo los más graves son hospitalizados.

“Es una situación crítica y que vemos con preocupación (porque) cada vez aumenta, y con el advenimiento de enfermedades emergentes como sarampión, malaria, tuberculosis y difteria, aumentan la mortalidad de estos infantes y adolescentes”, respondió el pediatra, a un cuestionario que le fue enviado por email.

Juan Luis ingresó a las estadísticas que adelanta la Sociedad de Puericultura y Pediatría sobre el segundo y tercer trimestre de este año. También fue remitido al Servicio de Recuperación Nutricional del hospital, donde fue pesado y medido. Este servicio les entrega una bolsa de comida gratuita a final de mes, a través de un coordinador de la comunidad.

Juan Luis es el segundo hijo de Dayana que es inscrito en este programa, y por eso sabe cómo funciona. Jennifer, su hija de 7 años, tiene 12 meses registrada. La bolsa que le entregan es gratuita y contiene: un litro de aceite, una mantequilla, cuatro kilos de espagueti, dos kilos de arroz, un kilo de caraotas, un kilo de frijol, dos paquetes de harina pan y un paquete de harina de trigo.

Las cifras de Cáritas

En su informe de marzo de 2018, Cáritas Venezuela concluyó que 44 por ciento de los niños venezolanos menores de cinco años estaban desnutridos, el doble de casos registrados en enero de 2017. A la cifra se suma otro 37 por ciento de niños de la misma edad, que están en riesgo de padecer desnutrición. En marzo de 2018, sólo 22 por ciento de los niños venezolanos menores de cinco años se alimentaban adecuadamente.

En Delta Amacuro, el estudio que realiza la Sociedad de Puericultura y Pediatría hace seguimiento a los casos de desnutrición que ingresan al principal hospital de la entidad, desde 2011, fecha en la que aún Hugo Chávez Frías gobernaba Venezuela. La estadística demuestra un aumento progresivo de los casos de desnutrición. Durante ese año, se atendieron 233 niños con desnutrición, 16 de ellos murieron; en 2012, hubo 254 ingresos y 15 fallecidos; un año más tarde, se registraron 302 pacientes y 15 muertes; en 2014, la cantidad de atención en las consultas fue de 434, pero solo ocho fallecieron. Pero, en 2015, los números se elevaron considerablemente: 546 llegaron a la interconsulta del hospital, 363 fueron recluidos y 12 murieron. Al año siguiente se registraron 613 niños desnutridos y 25 fallecidos.

La casa de Dayana no escapa de la realidad de su ciudad, y la comida de las bolsas Clap no es suficiente para quitarles el hambre. La diputada de la Asamblea Nacional, Larissa González, asegura que este es uno de los tres problemas más graves de Delta Amacuro; la falta de electricidad y de agua, son los otros dos. González sostiene que el Comité Local de Abastecimiento y Producción (Clap) distribuye de manera irregular los alimentos y a precios elevados. “Hace un mes, una caja tenía el precio 30 bolívares soberanos en el casco central de Tucupita”, apunta. La falla hace que cada 15 días la gente proteste por comida.

Dayana tiene algo más que decir:

“Le diría al Presidente que se diera cuenta de que nos estamos muriendo, que no hay comida, que no hay medicamentos, que cada día que pasa perdemos vidas... que él se enfoque en eso, que vea que no es nada más que hable y diga; que pase por la televisión que Venezuela está bien, comemos bien, sí hay medicamentos, cuando la realidad es otra... Yo cobro Chamba Juvenil, cobro Hogares de la Patria, ¿pero qué?, eso no le alcanza a uno para nada, ni siquiera para comprarle un par de zapatos al hijo de uno o unos cuadernos”.

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Lara: lágrimas de necesidad

Los cuatro hijos de Dayana Gutiérrez están desnutridos. Pesan entre cuatro y 11 kilos menos que los niños de su misma edad y sueñan con probar un plato de carne o pollo, porque no lo hacen desde hace cinco meses.

Textos: Liz Gascón | Fotos: Hirsaid Gómez.

“A veces, de verdad, siento que ya no puedo, no tengo ánimos de pararme. Me levanto cada día por mis hijos”, dice Dayana Gutiérrez, una madre soltera de 30 años y con VIH. Su vida está en riesgo porque no ha tomado antirretrovirales por más de 90 días. Como otras personas con este virus, tiene problemas para acceder a los fármacos como Viraday, que escasea en el Programa Nacional de Sida (Pronasida).

Aún así, Dayana sigue en pie para cuidar de sus hijos: María José, de nueve años; las gemelas María Victoria y María Verónica, de cinco años; y Jhonatan, de un año y medio. Los cuatro tienen desnutrición.

Las gemelas pesan 14 kilos, cuatro kilos por debajo del ideal y miden 1,02 metros, seis centímetros menos de lo que prevén las tablas para unas niñas de cinco años. María José aún no roza los 22 kilos cuando su peso ideal es de 33. Entre tanto, Jhonatan pesa 8,6 kilos en lugar de 11.

La familia Gutiérrez vive en el barrio La Batalla, al oeste de Barquisimeto, estado Lara, ubicada a cuatro horas y media de Caracas, capital venezolana. Alambres de púa, troncos y tapas de zinc son la cerca de la modesta casa que el gobierno construyó a medias. No hay baño o agua por tuberías, solo tres cuartos, tres bombillos y un par de tomacorrientes en desuso porque no tienen nevera, ni televisor, tampoco una licuadora que encender.

Aunque la casa quedó inconclusa Dayana siente que el techo es seguro. Hasta 2011 ese terreno lo ocupaba un rancho inestable.

Dormir con hambre

Dayana sabe lo que es pasar la noche con el estómago vacío. Sus hijos también.

—¡Mamá tengo hambre!

—No tengo nada, vamos a acostarnos. Mañana veré qué les doy.

La madre ha tenido, una y otra vez, esta conversación con María Victoria y María Verónica, cuando las ollas están vacías. Se desvela llorando porque no hay comida. Recurre a su hermana que también es de escasos recursos y le tiende la mano con una auyama o lo que tenga en su casa.

“Antes los tenía que acostar con dos comidas nada más, a veces con una sola, a veces sin nada. Ahorita un poquito, pero comen. No debería darles tan poca comida por ser niños, pero para que me rinda tengo que hacerlo así, todo medidito”.

Dayana no sabe cómo hacerle frente a la desnutrición. “Eso es lo que más me preocupa. Son mis hijos, verlos con fallas de peso es fuerte”. Sueña que sus hijas puedan lograr lo que se propongan. “Las gemelas quieren ser doctoras”.

Las niñas iniciaron el preescolar a los cinco años y no a los cuatro como se recomienda. La falta de recursos es la razón. En casa no hay lápices, colores ni cuadernos para que María Victoria y María Verónica vayan a clases, mientras ellas sueñas con no perderse ni un día, para subir al columpio. Es la primera vez que irán a un parque. “Es porque no las he llevado nunca a un parque. A veces me dicen: “mamá vamos a salir, llévanos a pasear”, pero para ir hay que tener plata”, lamenta Dayana. Le da tristeza que nunca les ha comprado helado y la única vez que comieron algo en la calle fue hace dos años. Sus tíos les brindaron un perro caliente: “Lo recuerdan como si fuera ayer”.

La insuficiente ayuda del Estado

En sectores populares del estado Lara, las familias dependen de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap) para acceder a productos de primera necesidad.

Donde viven las gemelas reparten las bolsas de comida cada 15 días. Incluyen arroz, pasta, harina y azúcar y granos; ocasionalmente salsa y aceite. La entrega del gobierno, de comida a domicilio, resulta insuficiente para los cuatro niños y tres adultos que hay en la casa.

La familia Gutiérrez recibe dos bonos mensuales a través del carnet de la patria, un documento de identidad instaurado por Maduro, en enero de 2017, que con un código QR identifica a los ciudadanos que reciben algún tipo de ayuda social del gobierno, y le permite al Estado conocer el estatus socioeconómico de su titular. Con este dinero, se limitan a comprar verduras, porque el subsidio del Estado no alcanza para más nada. También en el Instituto Nacional de Nutrición (INN) les dan una caja de alimentos cada dos meses.

La mamá confiesa que le da prioridad a la alimentación de los niños. Sacrifican el desayuno o la cena cuando el pequeño estante de madera se queda sin nada.

Trata de contener el llanto cuando sus cuatro hijos quedan insatisfechos después del almuerzo o la cena. “Tenemos ya como tres años así”.

La desnutrición no queda solo en el peso o en el informe médico para los niños y para Dayana, cuyo peso también es bajo. Sus cuerpos son la evidencia. Los cinco tienen la piel reseca y con heridas, sus cuerpos delgados, y el cabello opaco, con dos tonos. Esta decoloración del cabello, también conocida como Síndrome de la Bandera, es provocada por la deficiencia de Vitamina A, causa de la desnutrición por micronutrientes. Además de la decoloración del cabello, la carencia de esta vitamina debilita el sistema inmunológico, aumenta el riesgo de que el niño contraiga infecciones como el sarampión y enfermedades diarreicas, afecta la salud de la piel y, en extremo, puede provocar ceguera.

Si se enferman no tienen medicamentos para aliviar la fiebre o un resfriado. “Yo era de las que tenía dos, tres, frasquitos de acetaminofén. Ahora les hago guarapitos, si no me dan los remedios en el CDI”, o Centros de Diagnóstico Integral —módulos de salud instaurados por Hugo Chávez, que son atendidos por médicos cubanos—.

Tampoco vive cerca de los centros médicos: el ambulatorio más cercano queda a nueve kilómetros, y el hospital a 13. Como 90 por ciento del transporte en su sector no funciona, y no puede trasladarse grandes distancias, cuando surge una emergencia, acude al CDI. El transporte en La Batalla es, además de escaso, caro. Para llegar al Seguro Social o al Hospital Pediátrico de Barquisimeto debe tomar dos carros de ida y dos de venida. Por la falta de transporte público en Barquisimeto, la mamá ha subido a los camiones 350 que llaman “rutachivo” y trasladan a los pasajeros sin las medidas de seguridad mínimas. “Uno arriesga la vida de los hijos en esos camiones”.

Una dieta deteriorada

Según el Observatorio Venezolano de Seguridad Alimentaria, el consumo de carnes y aves en niños menores de cinco años disminuyó de 41 por ciento, entre octubre y diciembre de 2016, a 22 por ciento, en el último trimestre de 2017. La ingesta de pescado cayó de 24 a 12 por ciento, en el mismo período; los lácteos, de 59 a 26 por ciento y, en el caso de los huevos, que eran la proteína más económica, su consumo pasó de 47 a 29 por ciento. El consumo de leguminosas, en cambio, aumentó de 26 a 31 por ciento.

La dieta de Dayana y sus hijos se transformó con la crisis. “Antes no comíamos bien, pero sí comíamos. A veces pollo, caraoticas, arroz, pasta con su salsita. Ahorita no”, cuenta la madre barquisimetana, y explica que la carne, el pollo, los huevos, el queso o la leche dejaron de llegar a su mesa porque los ingresos no alcanzan.

En casa de los Gutiérrez no hay carne, ni nevera para almacenarla desde marzo de 2018.

“A veces me dicen: mami, quiero comer pollo, quiero comer carnita. De hecho, cuando cobré los bonos, hace cinco meses, les compré carne molida y les hice pasta. Todos los días hablaban de lo mismo: yo comí pasta con carne, abuela. Yo comí pasta con carne”.

A Dayana le entristece que sus hijos sufran por la desnutrición y piensa en el futuro. Desconoce cuáles son sus expectativas de vida sin antirretrovirales para que el VIH no cause estragos en su cuerpo y no sabe qué le depara a sus hijos.

“Mis hijos, en sí, no saben en verdad lo que yo tengo, porque nunca se los he dicho. Pero sí les digo que tienen que portarse bien, quererse como hermanitos, porque no sé el día que yo vaya a faltarle a ellos”.

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Portuguesa: ser el mayor productor no lo salva del hambre

En el "Granero de Venezuela" la escasez de alimentos afecta a centenares de familias, que como la de Maykel Steven Torrealba Camacho, un niño de cinco años, ve su desarrollo y calidad de vida en jaque

Textos: Mariangel Moro Colmenárez | Fotos: Hirsaid Gómez.

Los que lo ven piensan que tiene tres años, y no notan su bajo peso. Pero Maykel Steven Torrealba Camacho tiene dos años más, es decir, cinco, aunque su estatura y su masa corporal no correspondan con la de los niños de su edad. Tiene los brazos y las piernas delgadas. Su cuerpo está así porque Maykel no consume proteínas ni nutrientes. Solo come dos veces al día, y la tercera comida llega, a veces, a su estómago, gracias a la bondad de sus vecinos del barrio La Coromoto, una zona popular del municipio Araure en el estado Portuguesa.

Vive con su mamá, sus abuelos y su hermanita de un año. En su casa solo hay dos cuartos y es una casa de paredes frisadas y techo de acerolit. Tienen una cocina, pero no hay nevera. Su papá vive a 30 metros y la mayoría de las noches, Maykel va a dormir con él.

Una dieta deteriorada

Es el primer hijo de la pareja que tiene ya un par de años separada. La diferencia de edad es marcada. La mamá: Karla Yarima Camacho Almao, tiene 23, es bachiller y está desempleada; el papá: Anastasio Torrealba, de 54, de oficio albañil.

Maykel fue un bebé prematuro. Nació en diciembre de 2012, con peso y medida por debajo de los estándares: midió 50 centímetros y pesó 1,440 kilogramos. Su mamá tuvo desprendimiento de placenta e infecciones urinarias recurrentes. Ella apenas tenía 19 años. Ese mes, días antes, Hugo Chávez se despedía de Venezuela en Cadena Nacional, y declaraba a Nicolás Maduro como sucesor.

Maikel ha ido dos veces al nutricionista: una cuando tenía seis meses de nacido y le permitieron empezar a comer papillas. “Se veía rellenito, robusto, pero de peso estaba fallo. Llegó a cuatro kilos. Me tocó ponerlo en control en el ambulatorio de la misma zona, y la nutricionista le recomendó una dieta para hacerlo aumentar de peso, pero con la situación económica, como ni el papá ni yo trabajamos, no se le pudo hacer”.

La segunda ocasión es esta, a sus cinco años. Las franelas que usa no ocultan algunas costillas que se le pueden contar con facilidad. El esternón también se le asoma en el pecho. La imagen de Maykel es la de decenas de niños que habitan en las barriadas de Portuguesa, y cuya alimentación es escasa.

Pesa 14,700 kilogramos, pero debería estar en 17,500 kilos. Su crecimiento también está retardado. Mide 106 centímetros, 14 por debajo de la medida promedio para su edad. Es uno de esos niños que forman parte de la generación del hambre, que viven en diferentes zonas de Venezuela, y que conocimos en esta investigación de El Pitazo en alianza con CONNECTAS.

El retraso en su desarrollo es consecuencia de la malnutrición. En casa lo alimentan como pueden y no como deben, porque no tienen comida. Casi a diario, el desayuno es solo arepa con café. En ocasiones, untada con margarina, si el dinero alcanza para comprarla.

“Cuando se puede, compro huevos. Pero, ninguna otra cosa puedo comprar, porque no me alcanza o porque no tengo para refrigerar. Hace tiempo se dañó la nevera y nunca pudimos arreglarla”, cuenta Karla Yarima. “No sé cuánto tiempo tenemos sin comer un pedacito de pollo”.

Lo que más consumen en el almuerzo es arroz con caraotas, con lentejas o con frijoles. El menú puede variar, si encuentra pasta o comen alguna verdura cultivada en el extenso patio, donde tiene sembradas auyama, plátano, semeruco, parchita e, incluso, cúrcuma que utilizan como aditivo, cuando no hay con qué acompañar el arroz.

Por las noches, a Karla le preocupa no saber qué darle de comer a su hijo. Solo puede “resolver” las dos primeras comidas. Para la cena, ya nada alcanza.

“Mi hijo me dice: “mami tengo hambre”, y realmente no tengo para darle. Me parte el corazón. Lo que yo le respondo es “papi, lo siento. Ahorita no hay nada”, y le pido tiempo para resolver y buscar qué darle. Como madre me siento mal. Yo quisiera tener para darle lo mejor a mis hijos. Mis padres siempre hicieron su mejor esfuerzo por mí, pero era otra época”.

La solidaridad de los vecinos, muchas noches, le ha permitido a Maykel y al resto de la familia no acostarse con el estómago vacío. “Busco la manera de conseguir prestada harina para hacerle arepa. Algún vecino me ayuda, o su madrina”.

Tiene débil el sistema inmune, pero no deja de soñar. Dice que de grande quiere ser astronauta y cuando entra en contacto con una cámara afirma: “Yo quiero, de grande, tomar fotos y grabar”.

Ninguno se escapa

El hambre es una condición que no solo se ve en el niño. Los abuelos, la mamá y la hermanita de Maykel tienen el mismo cuadro. Están delgados.

En la familia de Maykel, solo su papá tiene trabajos temporales. Los demás pertenecen al consejo comunal de su barrio y no reciben pago, sino bonos esporádicos de los que entrega el carnet de la patria, un documento de identidad instaurado por Maduro, en enero de 2017, que con un código QR identifica a los ciudadanos que reciben algún tipo de ayuda social del gobierno, y le permite al Estado conocer el estatus socioeconómico de su titular. Sin carnet, no hay bonos.

La alimentación de la casa depende también de que el Estado entregue, a través de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap), comida a “bajos costos”, como dice la mamá de Maykel, pero que llegan cada mes y medio, en el mejor de los casos.

Menos comida, más enfermedades

En Portuguesa no hay una cifra oficial que muestre la dimensión de los casos de desnutrición o pobreza, aunque sea un tema recurrente. Esta tierra es privilegiada si se compara con otras, y se debe a que es el primer productor de cereales del país: maíz y arroz, caña de azúcar y frijol, y el segundo de café.

Habitantes de regiones cercanas viajan hasta Portuguesa para comprar arroz, harina, azúcar, pasta, margarina y aceite.

Según datos de la Confederación de Asociaciones de Productores Agropecuarios de Venezuela (Fedeagro), aportados por su expresidente, Antonio Pestana, Portuguesa produce 70 por ciento de arroz que se siembra en todo el territorio nacional. Sin embargo, la producción de este rubro, al igual que de todos los que por siglos se sembraron en Venezuela, ha caído 68 por ciento, de acuerdo con una medición que se hizo entre 2008 y 2017.

Cayó la producción de alimentos y llegó el hambre. Para saciarla, muchas familias recurren al consumo en exceso de tubérculos, como yuca. Pero, aunque eso les llene el estómago, no es saludable.

Los síntomas de desnutrición y malnutrición de Maykel y su familia son lugar común entre niños en edad escolar y preescolar de esta zona del país. También le sucede a las adolescentes embarazadas. No es el único riesgo que afrontan los habitantes de este estado: la falta de consumo de yodo está haciendo estragos. En las zonas altas de la entidad han incrementado los casos de bocio, una enfermedad tiroidea que estaba erradicada en el país desde hace más de 30 años y que reapareció sin que las autoridades tomen medidas al respecto.

Hasta diciembre de 2016, la Dirección Regional de Salud dio reportes de este brote. En esa oportunidad, esta dependencia detalló que se contabilizaban cerca de mil casos de bocio: una especie de bulto que iba creciendo en el cuello de niños y adultos. La mayoría de los diagnósticos eran de habitantes del municipio Guanare, capital del estado Portuguesa, y los municipios Sucre y José Vicente de Unda, aledaños a esta. En 2017, la patología reapareció también en parte del municipio Ospino.

El endocrinólogo e internista, Gerardo Rojas, actual presidente de la Sociedad Venezolana de Endocrinología, capítulo centro-occidental, advierte que lo que se está presentando en esta zona es un bocio endémico, y es catalogado así porque la proliferación se da en una región en específico y de manera súbita. Precisa que, desde el último reporte de la Dirección Regional de Salud, y hasta la fecha, la cifra asciende a tres mil casos y ya llega a otros municipios del estado.

En niños, la carencia de yodo, evidenciada por la reaparición del bocio, puede causar lesiones cerebrales y la alteración del desarrollo cognitivo y motor. Otra de las consecuencias irreparables del hambre.

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Bolívar: donde la solidaridad llena el estómago

En el sur del país, a la escasez de alimentos y a la caída del poder adquisitivo se le suma la falta de vacunas que generó la reaparición de enfermedades como el sarampión. La situación hace que la vida de los niños de Bolívar penda de un hilo. La ineficiencia de los programas gubernamentales es paliada con solidaridad y trabajo comunitario, pero no alcanza para contrarrestar el problema.

Textos: María Jesús Vallejo | Fotos: Rayner Peña.

Yeniré carga en brazos a su hija de un año. Sus otros tres niños la rodean, se abrazan a sus piernas con sus bracitos delgados; están sin camisas y la piel del abdomen deja ver las costillas. Uno de ellos llora sin cesar y ella ya no sabe qué hacer para calmarlo. Están en el patio de la casa, donde la brisa mitiga el calor. Carlos, el mayor de todos, tranquilo, se sienta en la tierra y comienza a dibujar sobre ella. Yeniré lo ve, inhala y al exhalar dice: “Hay veces que me pongo a pensar qué van a comer mis hijos y me siento muy mal”.

Con 22 años, Yeniré Guaipo asume la maternidad de forma estoica. “Yo no soy mala madre, si Dios me los mandó, yo lucho y salgo adelante por ellos”. Sueña con aprender peluquería y estilismo, por ejemplo; pero se lo impide no tener para pagarle a alguien que cuide a sus niños.

No puede trabajar porque debe encargarse de los cuatro niños y con lo que el esposo hace, semanalmente, solo alcanzan a comprar algún carbohidrato como pasta o arroz, un poco de queso, pollo o sardinas. Nunca lo suficiente.

Su casa tiene el piso de tierra y da la sensación de amplitud, quizás, porque no hay muebles ni mesa. El televisor reposa sobre el refrigerador que intentaron reparar cuatro veces. Cocinan gracias a una hornilla que funciona a gas. De tres habitaciones, solo utilizan una: en la cama más grande duerme Yeniré con su esposo; en la pequeña, los tres niños y en un corral cubierto con una tela delgada, su hija menor. En el mismo cuarto, detrás de una cortina, está el inodoro.

Para hidratarse, asearse y cocinar, deben recoger agua que llega a través de un tubo que está en el patio de la casa. Como no tienen nevera, le piden a algún vecino que les guarde una botella de agua que hierven para poder refrescarse. Los niños pasan todo el día jugando en la tierra, con los insectos, las ramas que caen o en los pozos que se forman cerca de los árboles.

Carlos, un niño de pocas palabras

Carlos es el mayor de sus cuatro hijos. Quizás tímido. Posa ante la cámara como quien tiene años de experiencia, es casi carismático, pero falta el sonido de su voz dentro de la casa. Ni siquiera habla para pedir comida. Sus brazos y piernas son delgados, su abdomen está abultado y la piel se pega a las costillas. Es colaborador y ayuda en lo que se le pida. “Él está pequeño, pero cuando estoy cocinando o algo, me ayuda con sus hermanos”, cuenta su mamá.

Es tan tranquilo que puede pasar horas viendo el mismo árbol o a uno de los gatos que entran desde la casa de los vecinos. Tiene cinco años y nunca ha ido al colegio, no sabe leer ni escribir. Tampoco su mamá. Deletrear su nombre implica un esfuerzo para ella; se frustra y ruega: “Espero que ellos crezcan, que estudien, que salgan adelante”.

No ha sido fácil. Los cuatro niños han estado a punto de morir a causa de la desnutrición. Ninguno, a excepción de la niña menor, fue amamantado, no porque no haya querido, dice, sino porque a ninguno le gustó. Carlos nació en marzo del año 2013. Yeniré cuenta que cuando salió embarazada, no se sentía tan asfixiada económicamente: se podían comprar pañales, fórmulas alimenticias y comida para la familia.

El embarazo fue sin contratiempos, pero, al año de nacido, Carlos enfermó con lechina y perdió mucho peso. Luego, la escasez, el aumento de los precios. Con la caída del poder adquisitivo ya no pudo comprar proteínas, frutas, vegetales y legumbres. La disminución de la calidad de la alimentación evitó que se recuperara completamente.

Carlos no fue revisado por un pediatra durante tres años. En marzo de 2018, Meals4Hope, una organización que brinda apoyo a niños en situación de hambre, realizó una jornada de talla y peso en el barrio Brisas del Sur, en Ciudad Guayana, a dos kilómetros y medio de José Tadeo Monagas, en San Félix. Allí, Yeniré se enteró de que Carlos pesaba 12,8 kilos cuando debía pesar, por lo menos, 18. Meals4Hope le donó vitaminas y alimentos a base de maíz para los cuatro niños. Entre marzo y julio de este año, Carlos aumentó casi tres kilos: un peso, todavía, insuficiente.

Hambre y enfermedades: la peor combinación

Marialexandra Ramos, pediatra de Meals4Hope, explica que en la región los casos de desnutrición no se diferencian muchos de los del resto del país. Considera que los niños orientales son más vulnerables desde la reaparición de la difteria, en julio de 2016, y el sarampión, en igual mes de 2017, cuyos primeros casos se registraron en el estado Bolívar. Hasta la fecha, el Estado venezolano ha notificado a la Organización Panamericana de la Salud (OPS) 1.992 casos de difteria y 4.272 de sarampión.

La incapacidad económica de las familias para comprar la canasta básica se mezcló con la deficiencia del Gobierno para cubrir la demanda de vacunas, sobre todo, para niños menores de cinco años. Muchas madres viajan hasta la frontera con Brasil para comprar medicinas, pero no todas las familias tienen los recursos económicos para costear el viaje, el hospedaje y los medicamentos. Tampoco les queda tan cerca como a los tachirenses la frontera con Colombia, lo que dificulta, aún más, el acceso, incluso, a los alimentos.

Como muchos niños del estado Bolívar, Carlos muestra déficit en el peso y la talla y pérdida de masa muscular. La especialista asegura que no solo se alimenta mal, también duerme mal, está sin vacunas, no tolera malestares como un niño bien nutrido y se enferma con facilidad. De acuerdo con Ramos, esas son algunas de las causas del comportamiento apaciguado de Carlos. Además, la deficiencia alimentaria afecta su sistema cognitivo y afectivo, por lo que le cuesta conectarse con su entorno.

Para Carlos, pesar menos de lo que debería para su edad podría implicar tener dificultades para caminar porque su musculatura no sostiene su estructura ósea. En Bolívar, las familias más pobres se alimentan con yuca y plátano, a veces los preparan con la concha para hacer una especie de atol o papilla. Se sienten llenas, pero no se alimentan. En Meals4Hope, Marialexandra Ramos ha evaluado a niños con colesterol y triglicéridos altos, no porque coman mucha carne o grasa animal, sino porque consumen dos o tres veces al día algún tubérculo con algo parecido a la margarina. Aunque habla poco, Carlos le dice a su mamá que le gustaría volver a comer arroz, pollo y ensalada.

Gobierno versus comunidad

La familia de Carlos no ha tenido suerte con los programas del Gobierno. En abril de 2016, el presidente Nicolás Maduro decretó la creación de lo que convertiría en su programa bandera: Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap), la nueva forma de organización popular encargada de la distribución casa por casa de los productos regulados de primera necesidad a cargo del Ministerio de Alimentación. Los productos llegaron al barrio José Tadeo Monagas y a la casa de Carlos en marzo de 2017, casi un año después del anuncio.

Entre abril de 2016 y julio de 2018, según anuncios del Presidente, el Estado ha invertido 818 mil millones de bolívares para importación y distribución mensual de alimentos a través de los Clap. Aun así, a casa de Yeniré, y a las demás familias del barrio, las cajas llegan de forma irregular: a veces puede tardar hasta tres meses. Cuenta que la caja los ayuda, pero les alcanza para alimentarse, como mucho, durante una semana.

Antes de las cajas de los Clap, entre 2003 y 2012, Hugo Chávez había creado más de una decena de programas para fortalecer el acceso a alimentos y la producción nacional.

En el barrio José Tadeo Monagas, los programas y políticas públicas parecen no existir. Carlos ha mejorado gracias al trabajo de las mamás de la comunidad. Juana Cabello, una vecina de la zona, conoció a María Nuria de Cesaris, miembro de Meals4Hope, durante una de las jornadas de talla y peso en el barrio Brisas del Sur. Juana ofreció su casa para la instalación de un comedor.

Con la donación de alimentos, las manos de cuatro madres, entre ellas, Yeniré, y la coordinación de Juana, lograron crear un espacio para 19 niños con desnutrición de entre uno y 11 años.

Yeniré se sumó no solo porque sus cuatro hijos se beneficiarían: ella también es remunerada por su trabajo. Junto a otras tres mujeres, a las seis de la mañana, cada día, comienzan a preparar desayunos para todos los niños. Una hora después, ellos llegan, lavan sus manos, agradecen a Dios por los alimentos y comen. Además, los 19 están en control de talla y peso, reciben medicinas y un kilogramo de alimento a base de maíz cada 15 días.

Juana conoce las necesidades de su comunidad, por eso asume la coordinación del comedor con responsabilidad, también con esperanza. Siempre visita a Yeniré y la ayuda a atender a los niños. Entiende que ella hace lo que puede con lo que sabe. Sueña con que la situación económica mejore en Venezuela, para ya no ver a los hijos de sus vecinos morir de hambre. Agradece por la vida de esos 19 niños, incluido Carlos, a los que todavía pueden salvar.

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Monagas: donde la niñez se alimenta de la caridad

Cáritas Venezuela registró 320 preescolares con desnutrición entre abril y septiembre de 2018 en este estado oriental de Venezuela, donde 42 lactantes han fallecido por esta causa en nueve meses, según el registro de la emergencia pediátrica del hospital de Maturín.

Textos: Jesymar Añez Nava | Fotos: Rayner Peña.

Dayerlin Rodríguez es de alma libre. Aracelys, su mamá, la describe así. Quizás es porque a los 5 años de edad no se sienten ataduras y porque la vida es multicolor, y a ella le gusta el morado. Es una niña que revolotea en lo que conoce como su casa, su cuarto y, durante las noches, su baño: un espacio de 5 metros de largo por 6 metros de ancho.

Es así: la única puerta es de latón, abajo está corroída. Hay tres colchones a medio vestir con un hilo de sábanas sucias y rotas. Las paredes tienen rastros de lo que alguna vez fue blanco y ahora están grisáceas. Ropa, envases de plásticos, hojas de papel y algunos juguetes, están regados en el piso. Aracelys abre poco la ventana.

Pero en ese espacio, Dayerlin es feliz. Juega, brinca y salta de colchón en colchón junto a sus siete hermanos. Allí hace las tareas sentada en el piso o apoyada en una cama. Allí, llora por hambre. Su hogar está en la calle Las Tijeras de Las Cocuizas, parroquia homónima de Maturín, estado Monagas al oriente del país.

No le gusta recogerse el cabello, que a simple vista luce seco y esponjado. Usa ropa sucia y anda descalza. Cuando se ríe, deja ver sus dientes primarios manchados y con caries.

Dayerlin tiene brazos, torso, espalda y piernas delgadas, pero no porque esa es su contextura sino porque está recuperándose de la desnutrición. Pesaba 12 kilos cuando llegó al programa que tiene Cáritas de Venezuela en Maturín para atender a otros 49 niños con su misma condición en Las Cocuizas, una de las cuatro parroquias católicas donde tiene presencia esa organización en Monagas.

Ahora, pesa 16 kilos. Su mejoría ha sido lenta porque cada semana la iglesia solo le garantiza cuatro comidas: tres desayunos de jueves a sábado y el almuerzo del domingo. Son platos que contienen proteínas, carbohidratos y hortalizas y, a veces, son la única comida del día, afirma su mamá.

Aracelys explica que de lunes a miércoles comen lo que consiguen pidiendo limosnas, o lo que recibe del ex alcalde de Maturín, José Maicavares, quien la ayuda a título personal. A veces, prende un fogón en el patio de una vecina para cocinar lentejas con arroz o pasta.

Manejar el desprecio

Dayerlin prefiere el arroz con pollo y las chupetas, pero no recuerda cuándo las comió por última vez. Lo que sí recuerda con facilidad es lo que le dice la gente cada vez que acompaña a su mamá a pedir dinero en el mercado, las panaderías o las verdulerías de su comunidad. “Que vaya a trabajar, ¿qué más?”, responde Dayerlin, interrumpiendo una conversación entre adultos.

El desprecio de la gente es algo que Aracelys aguanta y aunque los miren con recelo, sigue adelante. Por eso, camina hasta ocho horas al día, porque tiene que alimentarlos.

Cuando Aracelys no reúne el dinero, se ofrece a limpiar la iglesia Santo Domingo de Guzmán o la casa parroquial a cambio de comida. No trabaja porque asegura que no tiene quién le cuide a sus hijos. No cuenta con Petra, su madre, porque es una señora de 70 años que también necesita ayuda.

“A veces almorzamos y no cenamos o no desayunamos. Hacemos una sola comida, porque no tenemos cómo comprar eso, una buena comida. Aquí hay un consejo comunal, pero aquí no hay ayuda de nadie”, dice Aracelys.

Es, precisamente, por no tener qué comer, que se quejan sus niños.

“Me provoca darles una arepa en la mañana... Lo más triste es cuando las niñas lloran y me dicen: ¡mamá, tengo hambre! Se me han presentado emergencias con ellos, uno de los varoncitos convulsiona. Hubo una noche que le dio una fiebre muy alta, lo bañé y al rato convulsionó, tuve que salir en la noche con él a un hospital. Salí caminando hasta la parada y un señor me dio la cola hasta el hospital, porque si no se me muere. Yo sobrevivo por los niños”.

Monagas en datos

De acuerdo con un censo que adelanta la Asociación Civil Por amor a ti, seis de cada 10 niños tienen problemas de malnutrición en el estado Monagas. Esta estadística es producto de visitas a 15 comunidades en 2018, asegura Manuel Velásquez, presidente de la asociación conformada por médicos y voluntarios, que atienden a los niños de comunidades pobres. “Los preescolares, de dos a cinco años, son los casos más graves”, sostiene.

Por su parte, Cáritas Venezuela tiene el registro de 320 infantes con desnutrición en cuatro parroquias católicas: Santo Domingo de Guzmán, en Las Cocuizas; Nuestra señora del Santo Rosario, en Sabana Grande; San Ignacio, en La Puente; Nuestra Señora de Coromoto, en Jusepín, y Virgen del Valle, en Quiriquire, municipio Punceres.

El presbítero Gerónimo Sifontes coordina esta organización en Monagas y afirma que a la fecha no ha muerto ninguno de esos niños y que están en revisión médica. “Todos están en estado moderado actualmente”, dice, en referencia a la desnutrición de los niños de su región.

Los registros de la emergencia pediátrica del Hospital Universitario Dr. Manuel Núñez Tovar aportan otro dato: 42 lactantes han fallecido durante 2018 por desnutrición, un promedio de 4,6 decesos al mes. 70 por ciento de esos bebés, es decir 28, vivían en la zona urbana de Maturín mientras que el resto en otros municipios.

Aracelys tomó conciencia sobre el riesgo que corrían Dayerlin y Dayana, la menor de sus hijos, cuando una doctora la examinó en una jornada de Cáritas de Venezuela. Ella, Isis Lunar, le dijo que podían morir por falta de alimentación. La pediatra es voluntaria en Cáritas Venezuela y estuvo entre el grupo de especialistas que evaluó a los 50 niños que entraron al programa Vivero de Cáritas, donde Dayerlin está inscrita para evitar una recaída.

En abril examinaron a los infantes y detectaron que “algunos (estaban) en condición más crítica, por debajo del percentil 3, algunos en menos 3. Niños de 4 o 5 años que debían pesar alrededor de 15 kilos y medir 100 centímetros, entonces, estaban en peso de 8 o 9 kilos con talla en 80 centímetros, cosa que es un extremo de bajo peso y baja talla. Todos están en condición de riesgo, ninguno está en el peso ideal”, expone.

Pobreza que deshumaniza

“La mayoría de estas familias comen una vez al día porque tienen recursos muy mínimos. Lamentablemente en muchos hogares la alimentación no es prioridad”. Así lo afirma Isis Lunar, la pediatra de Cáritas.

El padre Sifontes ve esta situación desde otra perspectiva. Argumenta que el aumento de los casos de desnutrición tiene su origen en el sistema de gobierno instaurado en Venezuela. "Para nosotros el sistema socialista que se ha impuesto en Venezuela es un sistema empobrecedor, es un sistema criminal, es un sistema que nos está llevando a una especie de deshumanización”.

Lo que dice Sifontes tiene respaldo en las cifras sobre pobreza del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), publicadas hasta 2015. Los números evidencian cómo entre 2008 y 2015 fue aumentando la pobreza en Venezuela. En 2013, cuando el presidente Nicolás Maduro asume el poder, el indicador comienza a subir: en 2014 se situó en 32,6 por ciento y al año siguiente llegó a 33,1 por ciento. Para 2013, en el estado Monagas había 91.674 hogares pobres, 50.461 no extremos (24,5%) y 41.213 extremos (20,0%). Desde ese año no hay cifras publicadas.

Esos números se traducen en lo que el padre Gerónimo Sifontes encuentra en las casas de los niños del Vivero. “Vemos familias hacinadas, que no tienen el mínimo de salubridad, el mínimo de condiciones como para brindarles a sus hijos un crecimiento integral”.

No son, ni siquiera, casas estructurales, son ranchos: habitaciones divididas por láminas, por cartones, por telas, camas que están improvisadas con madera con palos que arman con cartones, con dos o tres sábanas encima, no tienen cocina sino un fogón.

Ni el hambre ni la pobreza impide que Aracelys quiera lo mejor para sus hijos, como cualquier madre. Ella sueña que sus ocho hijos estudien. También se imagina en una casa, con habitaciones y baños para cada uno de sus muchachos, con televisores y DVD, con vista al mar como en el estado Sucre.

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Zulia: el estado rico donde los niños pasan hambre

Ha sido por excelencia el estado petrolero, donde la bonanza de la explotación de crudo, que le dio a Venezuela opciones de crecimiento y desarrollo, parece haber partido sin retorno. Hoy tiene al municipio más pobre del país: Guajira, donde los niños mueren de hambre y sed. Nada de eso rompe los sueños de Alexander, que quiere crecer para ser beisbolista.

Textos: Sheyla Urdaneta | Fotos: Rayner Peña.

Katiuska Chourio recibió una llamada de su sobrina Adela. La contactó desde el hospital y le dijo: “Ya parí, vienen a buscar al muchachito o lo dejo aquí botado”. Inmediatamente, la tía se fue hasta el centro de salud y la joven le entregó al niño. Desde que tenía un día de nacido, Alexander José Chourio Fuenmayor está al cuidado de Katiuska, su tía.

Tiene cinco años, los cumplió el 4 de noviembre de 2018, pero mide lo mismo que un niño de entre tres y cuatro años. Su peso también es inferior al que marca la tabla de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que precisa que deben estar entre los 17,4 y los 19 kilos, pero Alex, como lo llaman en su casa, solo pesa 16.

Tiene la piel amarilla y áspera, el abdomen distendido y las costillas marcadas. Va al tercer nivel de preescolar en la escuela del barrio San José, donde vive en Maracaibo, capital del estado Zulia, frontera con Colombia por Maicao.

En su casa viven 23 personas, y 11 son niños. Son apenas dos cuartos, la sala, una cocina improvisada que no tiene piso y un grupo de latas mal acomodadas y rotas, que es donde duerme Alexander con su tía y el hijo mayor de Katiuska, que tiene 22 años.

El espacio huele a humedad. La noche anterior llovió y como las latas del techo están incompletas, todo se mojó: la ropa, papeles, los objetos arrumados, los pedazos de cartones que acumulan para hacer las veces de pared y hasta la partida de nacimiento de Alexander.

Con pedazos de hierro, cartones y dos cobijas improvisan una cama sin colchón. Todo está empapado, pero Alexander se sube y se acuesta. Mientras llovía le dijo a su tía Katiuska, que quería ser jugador de béisbol para comprarle una casa que no se lloviera. Alex sueña con ser pelotero de las Águilas del Zulia.

Un amigo de su primo le regaló un guante y lo muestra con orgullo, pero no sonríe, pareciera que no sabe sonreír o no quiere. Alex tiene hambre, y cuando se tiene hambre todo es cuesta arriba.

Su tía lo presiona para que hable, pero Alex se esconde detrás de sus piernas. Esa mañana no había desayunado, no cenó la noche anterior. Ese día no sabía si iban a comer.

“Ahorita, la situación en mi casa es difícil, es dura, es precaria. A veces nos acostamos sin comer, grandes y chiquitos. Mis hermanos no consiguen, porque la situación está difícil”.

Dos hermanos de Katiuska y la abuelita de Alexander son las tres personas que trabajan en esa casa. Los dos primeros con trabajos temporales de albañilería; la mujer limpia en una escuela y le pagan salario mínimo.

Comer carne o pollo en esa casa, es un momento que puede llegar una vez al mes, dice Katiuska y luego se contradice. “Solo hacemos una comida al día y a veces dos. Comemos arepa sola o arroz solo, no nos alcanza para la carne ni para el pollo”.

Si llega el momento, las cantidades son mínimas. “Aquí somos muchos, no se puede. En las noches es cuando la pasamos peor, porque los niños lloran por hambre”.

Alexander también llora cuando no puede ir al colegio. Katiuska cuenta que no lo envía porque no tiene dinero para darle para la merienda, ni para el almuerzo. “¿Cómo lo mando con hambre? ¿Cómo va a entender lo que le explican si no se está alimentando? ¿Cómo va a entender si tiene hambre?”.

Katiuska tiene 44 años y es ingeniera en petróleo. Desde que se graduó busca trabajo, pero el que la mamá de Alexander lo haya abandonado junto con sus cuatro hermanos, hizo que se dedicara a atender a los niños junto con su hermana mayor. “Nosotros nos tuvimos que hacer cargo de estos muchachos, no los íbamos a tirar a la calle, no los íbamos a dejar padecer”.

Sin atención

A Alexander lo llevan cada dos meses al médico, dice su tía. En el Ambulatorio Amparo, que es donde lo atienden, no hay insumos, no hay aire acondicionado, no hay papel para llevar registros y no hay medicinas. En el ambulatorio, la mayoría de las veces no hay médicos, ni enfermeras.

Freddy González es el pediatra de Alexander, pero está de vacaciones. “Lo sustituye cualquiera, el que pueda, y a veces nadie”, dice una de las personas que llevó a una anciana para que recibiera oxígeno porque se estaba ahogando, pero no la atendieron.

Cuando Katiuska lo lleva no lo pesan ni lo miden. “Ni siquiera lo tocan. Me preguntan qué tiene y yo digo lo que tiene. Lo que sí me preguntan es por qué el niño se alimenta tan mal, por qué no come carne, por qué no toma leche”.

Las inquietudes del pediatra molestan a Katiuska. “¿Cómo que por qué? No tenemos cómo comprar comida, mucho menos leche”.

Alexander tampoco toma medicamentos, aunque tenga fiebre o gripe. “¿De dónde voy a sacar para comprar medicinas?. Le hago unas tomitas de toronjil o de hojitas de acetaminofén. Por eso está siempre engripado”.

El médico dice que Alexander está bien, en comparación con otros niños o en comparación con sus hermanos. “Pero cómo me va a decir eso si yo no lo veo bien, yo lo veo flaco”.

De la pobreza a la miseria

Alexander vive en el estado Zulia, el más caliente del país, ubicado al occidente. Las temperaturas son de entre 38 y 40 grados de día o de noche. En su rancho de lata hay un sopor que lo hace sudar a chorros. El zinc, que es el material que improvisaron como paredes y techo, se calienta, y Alex duerme sin ventilador porque no tiene.

Le gusta ir a casa de un vecino de su calle para ver el béisbol y soñar con ser pelotero. Los zapatos que lleva al colegio son los mismos con los que va a todos lados, solo tiene un par.

La ropa se la regalaron, el cuaderno para el colegio, también. No se baña todos los días porque no llega el agua a su casa y tampoco se cepilla los dientes. “No hay para nada aquí, no hay para comida, no hay para comprar agua, mucho menos para comprar crema dental”.

Cuando Katiuska reflexiona sobre estas cosas, Alexander la mira de reojo, así como los mira a todos. Le gusta que su tía lo cargue, le pase la mano por la espalda con cariño.

“Una vez me preguntó que por qué yo decía siempre: “La mamá de Alexander para referirme a mi sobrina. Que ya no dijera así, que yo era su mamá y que la otra no”.

Los números del hambre

El estado Zulia ha estado siempre en las evaluaciones y seguimientos que hace Cáritas Venezuela. Esta organización determinó que en 2017 el índice de Desnutrición Aguda Global, que se basa en mediciones a niños menores de cinco años, alcanzó 16,7 por ciento, lo que demuestra que el país se encuentra en emergencia humanitaria.

En este estado fronterizo, se marca mucho más en las regiones de la Guajira que colindan con Colombia. No hay acceso a la alimentación, no hay programas de seguimiento a los menores que pasan hambre y Cáritas con sus programas de comedores y de atención casa a casa intenta prevenir y apoyar, al menos por ocho semanas a las familias que tienen niños en esta condición.

Zulia es un estado petrolero, donde la bonanza de la explotación de crudo le dio a esta tierra opciones de crecimiento y desarrollo. Sin embargo, hoy tiene al municipio más pobre del país, que es Guajira, donde los niños mueren de hambre y también de sed.

Incluso, la situación se expande hasta la ciudad, porque Alexander vive en una zona urbanizada y no rural, y su tía Katiuska no tiene miramientos en denunciar que la responsabilidad por el hambre que pasa su familia y las trabas para tener acceso a los alimentos son del gobierno.

“El Presidente debe estar atento a esta situación de desnutrición, de la alimentación de los venezolanos. Pendiente de lo que pasa el venezolano, de lo que pasa con los niños. Debe ver lo que pasa en los colegios y darse cuenta de que hay niños que no van a clases porque no tienen cómo alimentarlos”.

A la casa de Katiuska, las bolsas Clap (de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción) llegan con retraso de hasta tres meses y vienen cargadas de granos. Ya a Alexander le dan náuseas comer lentejas, ya no quiere. Alexander quiere arroz con pollo que es su comida favorita, pero es la que casi nunca come. Quizás ahí está la respuesta de por qué Alexander no sabe qué cara poner cuando le piden que sonría.

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