La comunidad que se seca con el manglar

Las oportunidades de alimento e ingresos que ha ofrecido el bosque salado han ido desapareciendo en los últimos años. Las comunidades afincadas en la bahía de Jiquilisco (El Salvador), frente al Pacífico, han visto impotentes cómo ese manglar que antes les regalaba punches y peces en grandes cantidades, ahora se va secando por el aumento del mar.

La comunidad La Tirana en la bahía Jiquilisco, en el departamento de Usulután, es el primer punto donde el mar se introdujo con mayor fuerza en el bosque salado destruyendo el mangle. Aquí se pueden ver decenas de árboles de madre sal que murieron. Fotos drone / Borman Mármol

Cuando Nahum llegó a la bahía de Jiquilisco, Usulután, en el oriente de El Salvador, vio a centenares de punches caminar entre las fangosas raíces del bosque salado. Pensó que con esa abundancia tendría la oportunidad de alimento e ingresos que siempre necesitó. Era 2006 y no dudó en levantar allí su rancho con madera de mangle y varillas de coco. Pero en los últimos años, también ha visto como los tumbos  agua salada y arena avanzan hacia las fangosas raíces del manglar. Un vaivén de las olas del océano Pacífico que se está encargando de secar, literalmente, las esperanzas de progresar.

Nahum Díaz tiene 30 años y vive con sus cuatro hijos y su mujer a un kilómetro de donde este lunes a inicios de octubre camina entre un cementerio de mangle: unos 350 metros de troncos y árboles secos que se extienden a lo largo de 4 kilómetros de línea costera. Una muerte que inició cuando se secó la junquera que servía de barrera protectora. Nahum calcula, con resignación, que para el próximo año se habrá perdido, en dirección a su casa, otro tramo del bosque salado de unos 150 metros, hábitat favorito del punche, el cangrejo que es la principal fuente de consumo y comercio de las 25 familias que habitan la comunidad La Tirana.

La familia de Nahum es la eterna desplazada. Llegó a La Tirana huyendo de la violencia y la pobreza. Primero, fue la guerra civil salvadoreña la que los empujó a salir del cantón Cara Sucia, Ahuachapán, a finales de los noventa. Los constantes combates en el área rural del país no los dejaban cultivar la tierra. El padre decidió empacar unas cuantas cosas y probar suerte hacia el centro del país, en Olocuilta, La Paz. Allí, sobrevivieron como jornaleros en sembradíos de maíz y caña; pero la llegada de pandilleros los obligó a huir otra vez. Lo hicieron hacia la zona que un tío decía que era rica en peces y punches.

Este reportaje elaborado por Glenda Girón y Ricardo Flores (textos), Borman Mármol, Ángel Gómez y Nilton García (fotografías) para La Prensa Gráfica de El Salvador es republicado por CONNECTAS gracias a un acuerdo de difusión de contenidos.

La Tirana nació en 2001 cuando el gobierno repartió esas escondidas tierras de la bahía de Jiquilisco a un grupo de excombatientes. Un tío de Nahum, que luchó en el conflicto armado, les habló de la oportunidad que representaba esa zona porque se podía vivir de los productos del mar. Quince años después, la comunidad aún no cuenta con agua potable ni energía eléctrica. Su principal fuente de ingresos es la captura del punche.

El punche es un cangrejo de agua dulce que tiene las patas y tenazas pintadas de morado y el caparazón adornado con un tono anaranjado. Los más grandes pueden llegar a ser del tamaño de un teléfono inteligente y viven exclusivamente en el fango entre las raíces del mangle. La guía de vida marina de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lo describe como un crustáceo que se alimenta de hojas y tarda unos dos años en convertirse en adulto. La hembra pone unos 120,000 huevos en un año, pero solo unos cuantos llegan a desarrollarse.

Nahum recuerda la bonanza que el bosque salado ofrecía cuando recién llegó con su familia a  La Tirana. Era un lugar donde se juntaban grupos de pescadores que levantaban campamento por lo abundante de la pesca: construían chozas entre las raíces del mangle y pasaban horas flotando con sus cayucos en las aguas del Izcanal, un cañón de agua salobre que arranca en la desembocadura del río Lempa, mide un poco más de seis kilómetros de longitud y se extiende paralelo a la costa hasta el municipio de Jiquilisco.  En el mapa se asemeja a un enorme dragón que ha salido del mar para tomar el sol.

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En ambos lados del Izcanal solo hay mangle, árboles de hasta de unos 35 metros de altura con ramas largas y extendidas que dan unos vástagos que descienden hasta sembrarse en el fango. Tienen hojas opuestas, elípticas, gruesas y con peciolo.  Los expertos dicen que este mangle es del tipo rojo espigado que necesita del equilibro entre agua salada y dulce para desarrollarse. Se asemeja a un árbol que tiene ramas en sus dos extremos: el de arriba, normal, con sus hojas verdes; el de abajo, pelado, como raíces.

Los campamentos desaparecieron cuando el punche se volvió cada vez más escaso. Este lunes, solo un par de lugareños cruzan el Izcanal a bordo de sus lanchas en busca del cangrejo morado y de cualquier otra especie que represente ingresos, como los chocos, unos pequeños peces que sirven para preparar concentrado.

El viceministro del ramo, Ángel Ibarra, reconoce que El Salvador “vive de espaldas al mar” por la carencia de un registro de la cantidad de especies que tiene en su lecho marino, mucho menos se cuenta con una política pública sobre el mar. Esto, en un país que tiene 321 kilómetros de línea costera.

Es septiembre y Jorge Parada, un cuarentón que luce ropa formal de tono gris y una gorra negra, está parado sobre un desvencijado cayuco de conacaste que yace atrapado en el lodo a un costado del muelle artesanal de cemento de La Tirana.  Aquí, habla sobre la pericia que se debe tener para ser un punchero: hay que madrugar, meterse con botas de hule entre las raíces del mangle y avanzar entre el piso fangoso, que es tan blando que las piernas se hunden casi hasta las rodillas. Además hay que saber identificar los agujeros donde se esconden los cangrejos. Luego vienen los pinchazos en las manos, porque para sacar los punches del hoyo se necesita introducir todo el brazo hasta el fondo.  Esa es la forma en que se hace durante la época lluviosa. Cuando no llueve, según Jorge, se fabrican trampas de madera u otro material donde se coloca una carnada para que el cangrejo caiga.

A la par de Jorge está Julio, quien ha luchado toda la mañana de este sábado metiendo los brazos en cada agujero que ha visto entre el manglar y solo ha podido atrapar a 11 punches, le falta uno para ganar $3, lo que le dan por la docena de esos cangrejos en el mercado de Usulután. Hace tres años, dice Julio, a esta hora ya tenía seis docenas de punches listos para vender.
Esta comunidad de pescadores reconoce que la escasez se debe a una razón: al aumento del nivel del mar. Lo saben porque han visto con impotencia cómo los tumbos se abalanzan sobre el mangle en los últimos años hasta secarlo; pero también porque el sabor del agua de sus pozos artesanales, que CESTA les ayudó a construir, también cambió: se volvió salada.

El riesgo de que el manglar de la bahía de Jiquilisco sea sepultado por agua y arena salada lo advirtió la ONU hace nueve años.  El panel de científicos que ha estudiado los efectos del calentamiento global para el organismo internacional, desde finales de los noventa (IPCC, por sus siglas en inglés), dijo que la bahía, declarada como reserva de la biósfera por la UNESCO, corría peligro de perder en línea costera, en flora y en fauna. Lo más grave, preveían, era que ocurriera la salinización de los ríos que ahí desembocan y con ello el riesgo de perder los recursos alimenticios de sus poblaciones.

En 2007, el informe de desarrollo humano de la ONU explicaba más claramente ese riesgo que ahora preocupa a Nahum y al resto de habitantes de La Tirana: “Los efectos que las sequías, eventos climáticos extremos, tormentas tropicales y crecida en los niveles del mar tendrán en grandes porciones del continente africano, pequeños estados insulares o en zonas costeras serán perceptibles en este siglo… para las poblaciones más pobres del mundo, las consecuencias pueden ser apocalípticas”.

Los registros de los mareógrafos y las mediciones por satélite demuestran que a lo largo del siglo pasado, el Nivel Medio del Mar (GMSL, por sus siglas en inglés) aumentó entre 10 y 20 centímetros. Sin embargo, la tasa anual de aumento durante los últimos 20 años ha sido de 3.2 milímetros, más o menos el doble de la velocidad media de los 80 años precedentes, Según lo ha documentado la NASA.

El estudio de la ONU en 2007 consignaba que la subida del nivel del mar se debe a que la temperatura del planeta aumentó. Expertos han dicho que la presión del cambio climático recae fuertemente sobre el océano. Solo en los últimos años, la temperatura global, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM) aumentó casi un grado centígrado.  El aumento de los niveles del mar se debe a ese calentamiento del planeta: cuando el agua del océano se calienta se expande. Además, grandes formaciones de hielo, como los glaciares y los casquetes polares se derriten más rápidamente y no se recuperan.

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El cementerio de mangle de la bahía de Jiquilisco es solo una muestra del avance del mar hacia tierra firme que ha comenzado a volverse visible en el mundo. La revista Environmental Rechearch Letters publicó recientemente que cinco pequeñas islas del Pacífico han desaparecido debido a la subida del nivel del mar y la erosión costera. Las islas sumergidas están al norte del archipiélago de las Islas Salomón, donde se han registrado ascensos anuales del nivel del mar de 7 milímetros, más del doble de la media global. Las islas que han sido tragadas por el mar no estaban habitadas. Se trata de las islas Kale, Rapita, Rehana, Kakatina y Zollies. Las cuatro últimas desaparecieron entre los años 1962 y 2002, mientras que Kale lo hizo recientemente.

Además, según la revista, otras seis pequeñas islas cercanas han perdido más del 20% de su superficie entre 1947 y 2014, y en dos de ellas, las casas han quedo destruidas, por lo que su población ha debido ser reubicada. En tres islas (Hetaheta, Sogomou y Nuatambu) ha desaparecido más del 50% de la superficie, a causa de un fenómeno que se ha acelerado sobre todo desde el año 2002.

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A Flor Rivera, de 30 años y con tres hijos, también le preocupa que el mar llegue hasta su casa en La Tirana. Vive a la orilla de la calle que parte en dos a esta comunidad afincada en un terreno arenoso que hace casi imposible que se pueda cosechar algo comestible.

“Nuestra área de manglar es de donde sobrevivimos. Si esa parte nos falta; no tenemos cómo, porque de ahí sacamos punches y pescaditos para comercializar y consumir”, dice mientras se mece descalza en una vieja hamaca frente a su casa. A su lado, Yosselin, su hija de 11 años, delgada, morena, con cabello corto, rizado y con las puntas quemadas, le habla al oído mientras se tapa la boca con la mano.  “Me está pidiendo algo de comer”, dice.

Este reportaje elaborado por Glenda Girón y Ricardo Flores (textos), Borman Mármol, Ángel Gómez y Nilton García (fotografías) para La Prensa Gráfica de El Salvador es republicado por CONNECTAS gracias a un acuerdo de difusión de contenidos.


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