"¿Usted cree que si hubiera andado armado, yo no le hubiera sentido algo cuando le di el abrazo?", pregunta esta mujer, madre de uno de los seis jóvenes que fueron masacrados en el cantón Valle Nuevo, de Olocuilta, el 1 de enero de 2016. "Si cuando eso pasó, nos acabábamos de dar el abrazo, esto que ve acá estaba lleno de gente, habían salido las vecinas con los niños, si estábamos celebrando, es que no sé cómo no nos mataron a más", reflexiona en voz muy baja mientras con la mirada señala la calle polvosa, la principal.
Valle Nuevo pertenece a Olocuilta, pero está lejos, de forma física y social, de esa calle saturada de pupuserías por la que es reconocido el municipio. Para llegar a este cantón hay que salir y recorrer carretera y luego dejar esa carretera para entrar en una calle en la que falta el pavimento, pero sobran los grafitis de pandillas que han sido mal cubiertos con pintura. "Puede ir, ahí ya está limpio", anuncia un agente en un tono que abarca lo físico y lo social.
La mujer que peina sus cabellos largos, oscuros y recién lavados se va de frente en contra de la versión que sobre el hecho se difundió como oficial. Dice que esa noche fue la última vez en la que en este cantón se pudo hablar de estar feliz. "Bien alegres estábamos reunidos todos cuando ellos, que eran amigos de toda la vida, se dieron los abrazos, saludaron y dijeron de irse más arriba a estar en la casa de otro muchacho, pero andaban tranquilos, aquí nadie se estaba quejando porque todos, hasta los chiquitos, estábamos en el festejo. En eso, pasaditas las 12, fue que vimos negrear todo desde allá abajo".
"Abajo" es la parte en donde se deja la carretera y comienzan los hoyos y la exclusión que forman parte de vivir aquí. Ahí, empieza el silencio. Esa vez, fue la ruta por la que ella vio llegar a un comando de miembros de cuerpos de seguridad, polícias, dice, con gorros les cubrían la cabeza y el rostro y con las armas largas en la mano, listas. Ella y los de la fiesta apenas estaban preguntándose por qué estaban ahí en un día festivo cuando sonaron los disparos.
La versión oficial se consignó en medios de esta manera: "Un grupo de pandilleros estaban ingiriendo alcohol ayer aproximadamente a las 12:10 de la madrugada y al percatarse de que la patrulla se acercaba sacaron sus armas y los atacaron a tiros, por lo que los policías respondieron al fuego. Durante el intercambio los cinco pandilleros fallecieron sobre una de las calles del cantón y otro más fue hallado muerto después unos metros más allá, ningún policía fue herido de bala. Los presuntos pandilleros fueron identificados como David Alexander Cornejo, de 21 años; Marvin Ernesto Carranza, de 25; Luis Alfredo Menjívar; Luis Miguel Ramos, de 20; y dos no identificados. A ellos las autoridades les incautaron un fusil con municiones, aunque no detallaron de qué calibre".
"A mí que me digan cualquier cosa, porque uno de madre no puede responder por lo que hacen los hijos, pero de que eso no fue un enfrentamiento, no fue. Si hubiera sido así como dicen, nos matan, a nosotras y a los niños, porque aquí estábamos, por donde acababan de pasar los encapuchados", dice la madre de Jesús Alberto, una de las dos víctimas que, en aquel primer momento, se quedaron sin identificar.
Pasó a las 12:08 de la madrugada. La prima está segura de que escuchó los disparos a esa hora exacta. En ese primer momento vio alrededor de esta casa de barro y corredor con horcones y pensó en él. Luis acababa de salir de la casa en medio de los abrazos y la algarabía del Año Nuevo porque quería comprar una tarjeta de teléfono para llamarle a su tía, esa que le mandaba de Estados Unidos un dinero que era apenas suficiente para comer.
"Mi primo no andaba en cosas", lo dice hoy, como lo ha dicho en otras ocasiones en las que con vecinos o con personal de la Fiscalía General de la República le ha tocado recordar la masacre del cantón Valle Nuevo que ocurrió cuando solo había pasado 8 minutos de 2016, un año en el que en este municipio se registraron seis masacres en las que, como Luis, murieron otras 25 personas.
Esta joven apenas mayor de edad defiende que su primo era tranquilo como si de eso dependiera el carácter de injusticia de esta muerte violenta. Y se entiende. En ese año, Olocuilta fue marcada por los enfrentamientos. El 4 de marzo, murieron tres pandilleros que, según versión oficial, se enfrentaron a cuerpos de seguridad en el Barrio Nuevo. Solo cinco días más tarde, pandilleros mataron a un soldado y a tres de sus familiares en el cantón La Esperanza. El 16 de abril, otro enfrentamiento se cobró la vida de tres pandilleros y un soldado en el cantón Agua Zarca. La Esperanza se volvió a bañar de sangre el 14 de junio y el 24 de octubre en otros dos enfrentamientos con tres y seis víctimas, todos catalogados como pandilleros.
La versión de los vecinos del cantón es que a Luis lo siguieron. Cuando el batallón llegó, Luis estaba en la tienda. No estaba con el resto de los jóvenes que fueron víctimas esa noche. El cuerpo de Luis quedó en la parte de atrás de la tienda, en medio de un inclinado terreno que aún hoy está atiborrado de matas de plátano. Quedó a varios metros de la polvosa.
"Esa muerte la he sentido", dice el director del centro escolar con énfasis, porque a él le han matado a tal cantidad de exalumnos, que no es capaz de precisar. A Luis, así, con nombre, lo sintió porque mientas fue parte del alumnado de esta escuela de cinco aulas, fue su mano derecha.
La prima, sin levantarse de la hamaca en la que está un lunes a media mañana, es enfática al recordar que a Luis le gustaba estudiar, pero que desde que sacó el noveno grado en 2014, no había podido seguir porque lo que le mandaban de Estados Unidos no era suficiente como para salir del cantón a buscar el bachillerato.
En 2017, los jóvenes del cantón Valle Nuevo y otros cercanos pueden estudiar hasta noveno en una escuela en la que cinco docentes atienden a más de 240 alumnos en grados integrados. Acá no hay computadoras, el cerco perimetral es algo que apenas hoy se está volviendo realidad amarrado a los fondos FOMILENIO. Al director le emociona contar que un proyecto llamado Escuela Acelerada está haciendo volver a muchos estudiantes que habían desertado por pobreza o por violencia. Pero alcanzar el bachillerato, así como dice la prima que hubiera querido Luis, sigue siendo cuestión de arrojarse a un viaje en carretera hasta otro municipio. Y no, no todos lo pueden pagar.
"A veces lo veía por acá y me contaba que no tenía nada, y me pedía prestados $5. Al tiempo, volvía a venir y me decía apenado que todavía no tenía para pagarme, pero entonces, proponía pagar con trabajo y me ayudaba a limpiar de monte todo esto de aquí atrás", el director remata con que Luis hace falta.
"Hubiera visto, esto fue triste. Todo silencio, nadie hizo nada porque de aquí para abajo, en todas las casas se nos murió alguien ese día". Esta mujer habla del fin de 2016 y el inicio de 2017. Ella también perdió a un hijo.
Pese a lo sucedió, esta señora de cabellos cortos y claros se aproxima y pide, confiada, entrar a la casa, porque no es "sano" platicar en el portón de alambre, bajo el sol. La casa es como varias aquí: con corredor y horcones. Mientras camina va señalando los lugares en donde quedaron los cadáveres. Acá es en donde cinco de las víctimas se encontraban aquella noche vieja. Aquí quedaron cuatro, porque Luis murió en el platanar y a uno más, testifican los vecinos, se lo llevaron a matar a un sector conocido como Aldeas.
La casa es reflejo de un fenómeno que abarca el cantón. Hacen vida entre recordatorios de muerte y violencia. En el lugar en donde quedó uno de los cuerpos ahora hay un árbol y flores. Afuera, a un lado de la calle, hay una cruz pintada de blanco a la par de donde quedaron los agujeros de siete impactos de bala que nadie ha querido tapar. Ahí, quedó otro cuerpo.
-¿Cómo se vive aquí después de esa masacre?
-Con miedo.
-¿A quién?
-No le voy a mentir, a la policía.
Dice que recibió los primeros rayos de sol de 2016 en un estado de shock. Entre la bulla el miedo la confusión, no se habían dado cuenta de cómo habían quedado los cuerpos. Ese amanecer silencioso y con sabor a resaca a ella le reveló la imagen del cadáver de su hijo tirado en la calle, rodeado de policías con rostros cubiertos y armados.
"No dejaron que les pusiéramos encima ni una colcha ni nada porque dijeron que les botábamos la evidencia, ¿cuál? si aquí varios vimos cuando les pusieron las armas. Los dejaron ahí, que se asolearan como que fueran a saber qué". Asegura que el personal de Medicina Legal llegó hasta después del medio día. "Él era un poco gordito, me lo entregaron ya como a las 5 de la tarde, bien maltratado", dice y baja la mirada.
Gente de la Fiscalía la ha entrevistado. Y asegura que ha sido firme en negar el enfrentamiento. Pero no tiene ninguna fe en que las investigaciones vayan por ese rumbo. Ni ella, ni el resto de familiares de las víctimas de esa masacre que se han quedado a habitar este lugar lleno de agujeros de bala, cruces y grafitis mal cubiertos.
Temía que la vaca se saliera. Así que Marta salió al patio de su casa para asegurar el cerco a las 12:40 de la primera madrugada de 2016. Desde ahí, vio a Ever corriendo por la calle principal de la comunidad Los Cerritos. Oyó detonaciones y, después, vio caer a ese niño de 11 años que hasta hacía unos segundos lanzaba petardos junto a dos de sus amigos.
Detrás de los niños, la rústica calle de piedras y polvo se llenó de hombres uniformados y con gorros que les cubrían el rostro. Todos llevaban fusiles. Cuando reaccionó, los tenía enfrente, adentro de la casa.
-¿Por qué te corriste? - Le preguntó uno a los gritos mientras le apuntaba con el fusil.
En la casa estaban sus hijos y un familiar más. Los uniformados se le fueron encima al familiar. Le preguntaron con insistencia cuál era su apodo, mientras lo buscaban en una lista. Tras comprobar que no estaba, les ordenaron a todos que permanecieran sin moverse y en silencio. Al mismo tiempo, en una casa vecina, los hermanos Vargas, Walter y Gustavo, eran tomados de los brazos y arrastrados hasta el patio, donde los ejecutaron de un tiro en la cabeza.
El grupo avanzó disparando a la oscuridad por la calle principal de la comunidad hasta llegar a las primeras casas del angosto pasaje. Allí se detuvieron para matar a Runilda Lemus y a su hijo José Lester Hernández.
A casi dos años de aquella madrugada, la casa de Marta aún tiene las huellas de dos de los disparos de aquella noche: uno cruzó la puerta de lámina y sacó astillas al madero que la sostiene; el otro quedó atorado en una piedra.
"A mí me está costando superar eso, al principio se me hinchó la cara y por eso me recomendaron ir al psicólogo; pero no pude hacerlo. Mire cómo es este lugar, anantes logramos algo para comer", dice mientras entrelaza las manos y las presiona contra el pecho. En San Miguel, el municipio al que pertenece este cantón hubo 28 muertos en ocho masacres durante todo 2016. Marta no es por completo consciente de lo macabro de la situación en la que vive.
Ever cayó muerto casi frente a la cerca, frente a Marta, justo debajo de un árbol de morro, al final de esta comunidad asentada en un terreno pantanoso lleno de zacate, lodo y estiércol de vaca por donde alguna vez pasó el tren en San Antonio Silva, San Miguel. Los locales le dicen Los Cerritos, pero la gente de afuera se refiere a este lugar como La Línea. Marta es de las pocas que se quedó a vivir aquí después de esa noche en la que seis de sus vecinos fueron masacrados.
No lo sabe, pero es parte de un grupo cada vez mayor de víctimas invisibles de la violencia. No murió. No la hirieron. Pero ¿cómo supera el haber salido viva de un episodio tan lleno de muerte?
"El problema es que en estos países tan violentos, siempre hablamos de números, de estadística, de epidemiología de la violencia. Pero no hablamos de los rostros, dejamos de lado esto, que es lo que genera la empatías", explica Carlos Beristein, doctor y psicólogo social que formó parte del grupo de expertos independientes que investigó el caso de la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa, México.
Poner en números el fenómeno que absorbió a Marta es algo como esto:
-En 2014, 162 personas murieron en 42 masacres.
-En 2015, 386 personas murieron en 103 masacres.
-En 2016, 448 personas murieron en 121 masacres.
-Y no para. Hasta octubre de 2017, han muerto 142 personas en 39 masacres.
"Contar de una manera diferente esas historias es muy importante para que nos demos cuenta de que son alguien como tú y como yo, solo cuando lo veamos así, se va a movilizar la energía social que se necesita para enfrentar el problema. El testimonio es lo que más funciona para revertir la indiferencia", teoriza Beristain en una breve visita al país que ha visto 306 masacres en 46 meses.
San Antonio Silva es como una mezcla entre potrero y villa. Es un cantón grande, tanto como para tener su propio centro, uno que se distingue del resto por ser más "urbano" porque tiene un estadio, una delegación de policía y varias tiendas de artículos de primera necesidad. El resto es como un gran paraje creado con dedicatoria especial para el ganado.
Como Marta, Sonia es otra sobreviviente de la masacre. Aquella noche estaba convaleciente. Un día antes había salido del hospital tras reponerse de una pérdida de potasio que casi la arrastró hasta la locura. Los medicamentos que le suministraron durante los 15 días que pasó ingresada la hacían alucinar. Por eso, dice, cuando escuchó los disparos en ráfaga en casa de Rumilda, pensó que eran parte de su delirio.
Solo los muchos gritos que siguieron a las detonaciones la hicieron levantarse y salir a ver qué pasaba. Afuera, vio a los vecinos rodear los cadáveres de Rumilda y su hijo. Estaban en el patio y tenían la cabeza llena de sangre. Luego, dice, supo que había sido algo más grande; pues a 200 metros estaban los cadáveres de Walter y Gustavo, y más allá el de Ever, el niño.
Ese primer amanecer de 2016, Los Cerritos se llenó como pocas veces. Llegaron los funcionarios, recogieron los cadáveres y detrás de esos carros que se llevaban a los muertos, se fueron los vecinos con las pertenencias más urgentes.
El cantón casi se quedó sin vida.
El concepto de casa en Los Cerritos es precario. Tanto que se puede desarmar. De aquella de la que el comando armado sacó a Rumilda y a su hijo no queda nada más que un promontorio de tejas que en cualquier rato, se llevan, así como hicieron con las láminas, los cartones y la madera de la que estaba hecha.
Lo mismo ocurrió en las casas de la mayoría de sobrevivientes de la masacre. Los padres de Ever, por ejemplo, abandonaron casi todo. Fueron parte de aquella procesión de gente que tuvo que mezclar el luto, el miedo y la prisa para huir.
"Todos huyeron, nos quedamos solo los que no tenemos a donde ir", dice Marta y deja claro que la miseria también admite niveles.
Para visitar el centro de Jucuarán hay que estar decidido a venir hasta aquí. No es un paso obligado para ir a ningún otro sitio del oriente de El Salvador. Está sumido en el vértice de una serranía costera que termina en las arenas de El Espino, una de las playas más hermosas del país, pero que muchos turistas ni siquiera saben que pertenece a este municipio que sobrevive a base de cultivos básicos, pesca y pequeños comercios instalados en el centro del pueblo, formado por cuatro calles sinuosas entrelazadas donde se apretujan la alcaldía, la iglesia parroquial y el parque central. Jucuarán es el escenario idóneo de la exclusión.
El agente Javier es quien está encargado este día del puesto policial de Jucuarán. Se ha quedado a cargo porque su jefe ha tenido que viajar a Usulután para tramitar la reparación del único vehículo con el que cuenta para patrullar y atender las emergencias de unos 15,000 habitantes.
El principal problema que tiene Jucuarán son las pandillas y con ellas la extorsión, reconoce el agente Javier sin alcanzar a dar cuenta del sinsentido de la frase. A Jucuarán lo ahogan las extorsiones, incluso cuando es un municipio hundido en la "pobreza extrema alta", según el mapa de pobreza del Fondo de Inversión Social para el Desarrollo Local. Solo el 8 % de la población vive en unas 300 casas que se amontonas en calles que levantan polvo en medio de un calor que agobia. Aquí, no hay bancos ni supermercados de cadena, el bus pasa una vez en la mañana y otra en la tarde, no hay grandes riquezas qué arrebartarse.
"Antes eran los homicidios; pero esos han disminuido desde que ocurrió la matanza de la poza", agrega, casual, el agente. Su voz compite con un ventilador destartalado que resulta providencial en una delegación como muchas en la zona, con cortinas mugres y velachos con los que los agentes intentan hacerse menos miserable la vida. "Después de esa ha habido tres asesinatos más: dos jóvenes que fueron sacados de sus viviendas en las inmediaciones del centro y un agricultor de la zona rural que se ganó la condena a muerte porque regañó a una hija "por andar con un pandillero".
No, Jucuarán no es solo esa masacre y un par de desaparecidos. En tres años, este pueblo silencioso ha sido escenario de 8 masacres con 34 víctimas. Son más y más letales, que las que ha habido en otros municipios como Soyapango, San Juan Opico, Zacatecoluca, Panchimalco o Mejicanos. Jucuarán se ha desangrado demasiado lejos, allá, adónde no llegaría una de las tanquetas que el gobierno luce en las calles metropolitanas.
La de la poza, sin embargo, es la masacre que lo cambió todo. Lo confirman los grafitis de la pandilla a medio tachar en los muros. El 1 de enero de 2016, la pandilla fue parcialmente borrada.
Hace un año y medio, Ramón perdió a un hijo, a un hermano, a tres sobrinos y a un amigo.
Ramón está parado a solo metros de donde vio vivos por última vez a sus parientes aquel día de enero. Ayuda a unos jóvenes a montar la llanta de una bicicleta y mientras trabaja, agachado, escucha a Josefina, su esposa, negarse a hablar de la matanza que marcó a todo el pueblo. Ya pasó un año y medio y a ella se le siguen atorando las palabras cuando intenta opinar sobre el homicidio de su hijo.
Prefiere sentarse en una hamaca dentro de la champa de un puesto de verduras. Aprieta los dientes y con ojos humedecidos solo alcanza a decir que Dios se encargará de los asesinos de su hijo.
Ramón deja la bicicleta y se acerca para presentarse. Cuenta que Samuel de Jesús Romero Sánchez, de 23 años (su hijo); José Narciso Romero Madrid, de 42; Óscar Ofilio Salgado Sánchez, de 27; Rubén Antonio Zelaya, de 21; José Hernández Orellana Valencia, de 22; y José Fidel Sánchez, de 17, acordaron a media mañana de aquel día ir a la poza a bañarse y preparar una sopa; por eso compraron carne, verduras y alistaron una olla. Él le pidió a su hermano, el mayor del grupo, que no fueran: "Tengo una corazonada", le advirtió.
José Narciso, su hermano, le recomendó relajarse, después se perdió en la esquina de la calle del pueblo que lleva a la poza. Eran, estima Ramón, cerca de las 10 de la mañana.
- Sin esa matanza, quizás ya hubiéramos emigrado todos de Jucuarán.
Antonio suelta la frase sin tapujos, con algo de alivio en el tono. No se guarda palabras cuando recuerda que en los últimos años vio cómo un grupo de pandilleros de la Mara Salvatrucha 13 (MS-13) empezó a extorsionar a los pequeños comerciantes. También vio a esos mismos pandilleros llegar hasta el portón de la escuela donde imparte clases, unas cuadras al sur del parque central, para acosar a las niñas y reclutar a los jóvenes.
Eso, dice, terminó con esa masacre de la poza.
Antonio es docente y este martes está sentado detrás de un escritorio a medio ordenar en un salón que hace las veces de dirección de la escuela y sala de reuniones de maestros, con paredes adornadas con mapas del municipio y libreras de metal que añoran una sacudida. Afuera, a un costado del patio central que también es cancha, un grupo de adolescentes trata de afinar con trompetas, redobles y platillos una desentonada marcha que tienen pensado tocar durante el desfile patrio de septiembre.
Al son destemplado de la banda de paz, Antonio recuerda cuando un grupo de soldados sorprendió a los pandilleros en el portón de la escuela y los golpeó antes de dejarlos ir. Esos patrullajes "disuasivos" y el acoso de la pandilla también espantó a los estudiantes de la única escuela primaria del área urbana de Jucuarán: la matrícula total del centro escolar era de 500 alumnos en 2014. Esa cantidad se vino a pique en los últimos tres años.
El dato lo explica mejor una pizarra que con números negros consigna que la matrícula total para 2017 es de 384 estudiantes, una deserción que duele más en un municipio donde el promedio de la población solo ha estudiado hasta tercer grado.
Ramón no pudo seguir el consejo de su hermano. No logró sacarse de la cabeza la idea de que sus parientes no debieron ir a esa poza. Así, con esa inquietud almorzó ese día y luego se alistó para subir a la colina donde está instalada una antena de una operadora de telecomunicaciones. A él le pagan por vigilar que nadie se acerque a dañarla. Antes de subir, cuenta que vio a un pick up, de esos que utilizan los investigadores policiales, salir del pueblo con "varios hombres desconocidos y algunos agentes de la PNC".
Con ese recuerdo Ramón calla, mira al piso y suelta una frase que más parece una reflexión para sí mismo: "Es mejor no pensar que fue la autoridad la que cometió esa masacre, es mejor no pensar en eso porque se puede enloquecer uno".
Adentro, en la champa de verduras, Josefina toma fuerzas para no llorar y solo atina a decir que aquel inicio de año el pueblo estaba más silencioso que de costumbre. "Se sentía como bien apagado todo".
Ramón supo que sus parientes habían sido masacrados mientras trabajaba. Uno de los vecinos que estaba en la poza subió hasta la antena para contarle que vio como un grupo de hombres que portaban armas largas llegó hasta el lugar sorteando el terreno empinado que rodea la caída de agua. Sometieron a todos, a familias completas, separaron a los hombres; compararon sus rostros con unas fotos que cargaban en un listado. Apartaron a seis, los ubicaron boca arriba sobre unas piedras y los ejecutaron con un tiro en la cabeza, al resto los dejaron para que llevaran una advertencia: "díganle a los demás pandilleros que después iremos por ellos".
Ramón bajó apurado y buscó a su esposa. "Esa era la inquietud que sentía, por eso tenía esa corazonada de que era una mala idea", alcanzó a decirle.
Después del múltiple homicidio, Ramón recibió en varias ocasiones llamadas del celular que portaba Samuel el día en que fue asesinado. Le marcaban, contestaba mientras hacía sus turnos como vigilante en la torre y después solo el silencio. Fueron varias veces que llamaron; pero nunca nadie respondió. Ramón se armó de valor y un día les dijo que sabía que eran quienes habían matado a su hijo. Lloró. Acabaron las llamadas.
El agente Javier sabe lo que dicen en el pueblo sobre la masacre. Ha escuchado que acusan a policías y militares de haber llegado desde Chirilagua, el municipio vecino de Jucuarán, para acabar con la vida de los seis hombres, a quienes acusaban de ser pandilleros que mantenían atemorizada a la población. Samuel, el hijo de Ramón, dicen que era el cabecilla de esa estructura. Es lo que sabe el agente Javier.
Reconoce que ese rumor es lo que provocó que las autoridades decidieran cambiar pocos meses después de la matanza a cinco de los seis agentes que componen este puesto de mando policial. El único que sobrevivió a la remoción fue el jefe. Pese a que el agente Javier sabe eso, defiende que la Policía Nacional Civil es una institución que trabaja apegada a los derechos humanos. Señala que siempre hay una "acción represiva" y que por eso se dan enfrentamientos; pero no son ejecuciones. Aunque para decirlo tenga que escoger las palabras.
Esta mañana el agente Javier no está solo, lo acompañan tres militares que terminan de completar la base de mando policial de Jucuarán. Uno de ellos descansa en una hamaca que cuelga de dos árboles de mango en el patio trasero de la vivienda. Viste pantalón con camuflaje y camiseta verde olivo. Habla bajito, pero reconoce que fue invitado por compañeros soldados a participar de un grupo de exterminio. Le hablaron de que habría dinero a cambio de limpiar de pandilleros varias zonas del oriente de El Salvador. Asegura que se negó porque "uno tiene familia y eso no termina bien".
Antonio sonríe, respira, espera diez segundos y luego explica lo que para él es una verdad: "Si no hubieran cometido esa masacre esto estaría peor. Ese día mataron a los cabecillas en la poza", dice con un aire de alivio.
Antonio hace suyo el rumor que circula en cada esquina de este pequeño pueblo que no aparece en ningún promocional de turismo, donde no hay ninguna agencia bancaria, ni mucho menos un cajero automático: "Esa masacre la cometió la autoridad", bajo la operación de un "grupo de exterminio" que llegó desde Chirilagua.
Una sospecha que tardó un año y medio en convencer a la Fiscalía General de la República para que abriera una investigación sobre el caso. El 20 de junio de 2017, dos fiscales de la Unidad Especializada contra el Crimen Organizado llegaron al Juzgado Especializado de Instrucción de San Miguel para acusar a un grupo de policías y militares, entre ellos algunos jefes, de cometer al menos 36 homicidios, entre ellos a los seis hombres en la poza de Jucuarán. El grupo guarda prisión preventiva a espera de que se programe la fecha para el juicio.
Uno de los acusados es el exjefe del puesto policial de Chirilagua, desde donde dicen los sobrevivientes que vieron llegar al comando armado que mató a los seis hombres que habían llegado a la poza con todo lo necesario para preparar una sopa.
El subinspector Lito Aguirre Serpas es quien está ahora a cargo de ese puesto policial. Cuenta que casi todo el personal fue removido tras la matanza; pero prefiere no hablar sobre "el compañero", porque "no se puede meter en la cabeza de cada uno". Habla, con aire de sermón aburrido de escuela, que esos municipios han cambiado desde entonces porque ahora hay hasta torneos de microfútbol por las noches.
El día en que enterraron a las víctimas de la masacre hubo un enfrentamiento en el cementerio de Jucuarán. El agente Javier dice que ellos fueron alertados de que un grupo de pandilleros llegó desde el cantón La Cabaña, rodeó el campo santo y ahuyentó a los que acompañaban a los familiares. Está convencido que la idea era hacer una especie de ceremonia especial para despedir a los muertos; pero fueron sorprendidos por policías y militares.
La sorpresa terminó con un tiroteo que interrumpió el entierro en medio del luto de los familiares y que provocó la captura de 10 supuestos pandilleros.
Antonio, el docente, también recuerda ese tiroteo. Él estaba en la casa de José Fidel Sánchez, la única víctima que la policía no vincula directamente con la MS-13, para acompañar a la familia al cementerio. Ya enterraban a los otros muertos cuando escuchó los disparos y vio cómo la gente corrió a sus casas. Pensó en abandonar el plan de acompañante tras enterrarse de que el tiroteo fue entre pandilleros y policías; pero decidió seguir para apoyar a los dolientes.
Ramón y Josefina, como si quedara más espacio para el rencor, no perdonan que ni en el momento de la despedida hubiera respeto. Él se suelta a contar las veces en las que halló a la policía registrándole la casa, sin una orden. Recuerda que no fue una, sino que varias las veces en que los policías o los militares golpearon a su hijo.
Antonio también recuerda, pero del otro lado del espectro, ese en el que jóvenes como el hijo de Ramón, abandonan la escuela y después se ven ante la imposibilidad de hacer algo legal para conseguir dinero. Hace un recuento breve de las veces en las que las autoridades educativas gestionaron charlas para advertir a los alumnos de los peligros que hay detrás de la deserción. Charlas, dice, que no conseguían nada, porque quienes las daban no tenían ni idea de las dinámicas sociales complejas que hacen que un pueblo tan pequeño y excluido como este, se convierta en un infierno.
Una matanza con un enfrentamiento en pleno entierro de las víctimas solo importó a los habitantes de este pueblo lejano desde donde se ve el mar.
Los disparos sonaron a la 1 de la madrugada. Fueron muchos, una ráfaga. Nadie podía haberlos contado.
Lejos de alarma, hubo silencio. Por prudencia, por miedo, y porque esto es Soyapango. Y, como dijo un agente de la policía que se tardó más de 20 minutos en llegar, "escuchar disparos es normal por aquí". En este municipio hubo seis masacres en los últimos tres años.
A grito de "policía", ese 12 de mayo de 2014, cuatro hombres armados azotaron la puerta de la casa número 14 de la colonia Bella Vista. Adentro, en la segunda planta, dormían una mujer y tres hombres, uno de ellos bajó a abrirles a los que creía eran agentes. Vestidos con ropa oscura tipo militar, los tres hombres que llevaban armas cortas y uno más con una larga registraron la casa y preguntaron a los residentes de forma constante por el lugar en el que las escondían. Buscaban más armas.
"Dos de ellos registraban las camas y los demás nos tenían encañonados, esto duró entre tres y cinco minutos. Luego nos ordenaron que saliéramos a la parte donde está el patio de la segunda planta y obedecimos. Allí, nos sacaron para seguirnos atacando, luego nos ordenaron que nos tiráramos al suelo, obedecimos. Estuvimos así unos dos minutos. Luego de esos dos minutos, nos ordenaron que nos fuéramos a la parte de abajo. Nos fuimos caminando, dos de ellos iban adelante y los otros dos, atrás. Nosotros íbamos en medio. Donde ellos nos llevaron había iluminación ya que el foco de enfrente de la casa estaba encendido", es lo que contó un sobreviviente, a quien se le tomó en cuenta en el proceso judicial como testigo clave.
¿Cómo se logra una sentencia por una masacre en un país en donde la impunidad es tan grande que no se puede ni medir de manera confiable?
El Centro de Documentación Judicial entregó una base de datos con las sentencias emitidas entre 2011 y 2016. Pero no se puede decir que sean todas las sentencias, porque ellos mismos aclaran que son solo las digitalizadas. Y ningún tribunal está obligado a digitalizar dentro de un plazo determinado. Esta base, sin embargo, arroja un dato que sirve como termómetro. Entre los cientos de documentos, solo hay una sentencia por asesinato triple desde 2014. Es esta, en la que se juzga el crimen de tres miembros de una familia. En estos tres años, se ha dado cuenta en medios de 162 asesinatos triples.
Cuando estuvieron en el patio, el comando armado pidió a dos de los hombres que se hincaran.
El sobreviviente y la mujer se quedaron sentados en las gradas que dan acceso a ese patio.
Ninguno de los atacantes estaba encapuchado, de a cuerdo con la declaración del sobreviviente que se convirtió en testigo clave. Así, a la luz de ese foco del patio y a unos metros de distancia, pudo reconocer a dos de los tres que estaban detrás de los hombres hincados y los mantenían encañonados.
No vio quién lo hizo primero, pero los tres hombres vestidos de agentes empezaron a dispararles a los hombres que estaban de rodillas, rendidos. Les dispararon en la cabeza y en la espalda. El testigo aprovechó que el hombre vestido de militar que lo amenazaba a él y a la mujer en las gradas se distrajo ante ruido de las balas. Salió corriendo. En ese momento, también le dispararon a la mujer, que estaba a la par de él, en las gradas. Dijo que corrió, hasta que pudo meterse en la casa de un vecino en donde se quedó hasta que no escuchó nada. En ese silencio, salió y se encontró con el cadáver de Alsacia M O, en las gradas. Después, vio el cuerpo del hijo de ella, José Samuel M y junto a él, estaba el esposo de la mujer, José Antonio O. Esa madrugada, una familia fue ejecutada por un comando armado en medio de un falso operativo, como otras 141 en 39 casos más reportados solo entre 2014 y 2015.
La diferencia, en este caso, la hizo el hombre que se sobrepuso al miedo y corrió. Pese a que la fiscal Antihomicidios y Antipandillas, Guadalupe Echeverría, asegura que hacen esfuerzos para que la prueba técnica sea la que prevalezca, este caso se montó sobre la identificación que esta persona hizo. Dijo que conocía a dos de los cuatro que les interrumpieron la noche a punta de pistola. No sabía cómo se llamaban, pero los conocía por el apodo. Esa misma madrugada, después de la solicitud de refuerzos que hizo el primer policía que llegó, se realizó un operativo de búsqueda en el que se detuvo, en la misma zona residencial, a los dos sujetos a los que el testigo reconoció.
De uno dijo: "Es chele, de un metro setenta de alto aproximadamente, seco, pelo negro, ojos negros, cara jalada, orejas algo largas, al cual conoce desde hace cinco años". Del otro: "Piel trigueña, de un metro setenta de estatura, algo fornido de complexión, de unos veinte años de edad". A ambos los señaló en una rueda de reconocimiento realizada en Soyapango. Así, los apodos se convirtieron en nombres: Jorge Vladimir y Edwin Enrique.
El testigo recordó en su declaración que los atacantes vestidos de policía y uno de militar se quedaron unos minutos después de disparar. "Al rato, ya que estaba todo callado, salí de donde mi vecino y vi a los tres fallecidos, Alsacia estaba arriba en las gradas y José Antonio O. con José Samuel M. en el pasaje".
Alsacia, en las gradas, quedó como sentada. Tenía heridas de arma blanca y cinco disparos: uno en el mentón, tres en el cuello, uno en la espalda. Fue la que menos recibió.
Los atacantes redujeron las posibilidades de defensa de las víctimas, como en otras 77 ejecuciones en los últimos tres años, llegaron a la hora del descanso, en la oscuridad. Hacerse pasar por policías les permitió sacarlos de la vivienda e hincarlos. E hincarlos es en sí mismo un acto de rendición y sometimiento. Los atacaron, además, por la espalda, las víctimas tuvieron nulas o ínfimas posibilidades de repeler el ataque. "Se ejecuta el homicidio en situación de ventaja, lo que constituye, por tanto, una acción alevosa", se lee en la sentencia.
José Samuel Mena tenía heridas de arma blanca en el codo izquierdo y en la pierna derecha. Y tenía, también, 21 heridas de bala: tres en hombro derecho, uno en pómulo derecho, una en el hombro izquierdo, una en el cuello, dos en tórax, una en el codo derecho, tres en antebrazo derecho, una en el pie izquierdo, tres en región escapular izquierda, tres en la espalda, y uno en glúteo izquierdo.
La alevosía es una de las tres circunstancias que según el artículo 129 del código penal agravan un homicidio. Las otras son premeditación y abuso de superioridad. Este crimen reunió dos.
El que más castigo sufrió esa madrugada fue José Antonio O F, un hombre que no tenía la pierna izquierda por una lesión de arma de fuego que sufrió en 2007 y que marcó su retiro de la pandilla MS. A él, sus atacantes le hicieron 28 heridas con proyectiles: nueve en la parte de atrás de la cabeza (con expulsión de masa encefálica en región frontal), uno en la espalda, dos en la pierna, cuatro en los glúteos, siete en la cara, uno en el muslo derecho, uno en el pubis y otro en la región inguinal. Por la mañana, la gente que vive en la zona y salía a sus trabajos o a los centros de estudio, podía tener una idea de cómo queda un ser humano tras el maltrato de 28 herdas de bala.
Uno de los testigos que habló durante el juicio fue el agente destacado en la delegación Sierra Morena. Desde que recibió el aviso, se tardó en llegar unos 20 minutos, contó, en la unidad número 0835. Tras verificar que había dos cadáveres boca abajo en el patio y uno más en las gradas, fue al radio patrulla a pedir apoyo. Ahí, sin embargo, ya estaban otros agentes del servicio de emergencias 911 que se coordinaban para hacer un operativo de búsqueda de los victimarios en los condominios de la colonia Monte Carmelo.
Pese a que dijo no recordar fechas, porque estos eventos con balas y muertos son demasiado frecuentes en la zona, sí dijo recordar el desfile de instituciones que sigue a un hecho así. Dos horas después de los disparos, llegaron los de la Unidad de Investigaciones y los de la División Policía Técnica y Científica de la Policía Nacional Civil; también los de la División Central de Investigaciones. No fue hasta a las ocho y treinta que se presentó el personal de Medicina Legal, los que hacen el levantamiento de los cadáveres. El agente se quedó hasta que finalizaron todas las investigaciones a las nueve y treinta de la mañana. Durante todo ese tiempo su función fue de custodiar la escena y recolectar información acerca de los posibles hechores.
A los dos identificados como victimarios los sacaron de sus casas a las 5 de la mañana, mucho antes de que llegara Medicina Legal. Jorge Vladimir, apodado, según el agente como El Brujo, declaró que cuando la policía lo llegó a detener, no le dijo de qué lo acusaban. Solo le informaron que iban a hacer un registro y, aún sin una orden, los dejó pasar a ese apartamento. Los policías, dijo, lo sacaron solo en boxer y camiseta color amarillo. Cuando lo sacaban, alcanzó a ver que unos apartamentos más adelante, también estaban llevándose a Edwin Enrique.
Los llevaron esposados y los subieron al patrulla. "Ahí fue que un policía dijo que tenían que ponerme ropa". Jorge Vladimir asegura que pidió que lo dejaran ir por una calzoneta y que, al final, fue un policía quien le entregó unos pantalones para que se los pusiera. Estos pantalones fueron los que acabaron siendo otra de las claves de este juicio.
"Hoy sí te la vas a comer", dijo Jorge Vladimir que le gritaban los agentes que los llevaban hasta donde había sido cometida la masacre. Se reían y le pegaban. "Decían 'no, mejor dejémoslos libres aquí, que estos mismos los maten' y nosotros todavía les íbamos preguntando que por qué nos habían sacado". Los policías llevaron a los detenidos al pasaje 2 de la colonia Buena Vista, donde aún estaban los tres cadáveres. "Allí fue cuando me di cuenta que supuestamente nos habían detenido por homicidio agravado", en ese lugar, ya había periodistas de varios medios de comunicación esperándolos.
Después, la policía llevó a los detenidos a la delegación de Sierra Morena. De ahí, los pasaron a la delegación de Ilopango. Fue en ese lugar en donde Jorge Vladimir pudo hablar con una fiscal que le informó que había una prueba en su contra: hallaron residuos de pólvora en el pantalón que vestía. "Me dijo que colaborara con ellos, pero yo no sabía nada. Si hubiera sabido, por Dios y por mi hijo que amo tanto, que se lo hubiera dicho. Entonces ella me dijo 'eso no me sirve'".
A Jorge Vladimir y a Edwin Enrique les hicieron análisis, pero ninguna de las muestras que llegaron correctamente embaladas a la División de Policía Técnica y Científica (DPTC) dio positivo, salvo el pantalón que nadie confirmó en qué momento se puso Jorge Vladimir o por qué, si cometió un hecho delictivo a la 1 de la mañana, no se lo había cambiado a las 5 de la mañana, cuando llegó a detenerlo la policía a su casa.
"¿Por qué en unas se detectó y en otras no?", se preguntó a medio juicio la perito de análisis físico químico de la DPTC. "No lo sé, no sé si es que no había, o si se habrá lavado, o porque habrá pasado mucho tiempo", se responde. "Podría ser que pasó mucho tiempo entre el hecho y la toma de la muestra, podría ser eso, hay tantos factores del por qué no haya, no sé si disparó, si no disparó, no sé, solamente sé que en esa muestra se encontraron residuos”.
La perito, lejos de certezas, explicó las múltiples razones por las que se pierde un rastro de pólvora. "Ha habido casos en los que después de 8 horas ya no se han encontrado, ha habido casos que después de 24 ya no se han encontrado, también depende inclusive de la persona, porque hay personas que tenemos el poro más abierto que otros, sudamos más que otros, como son partículas que caen, se pueden botar fácilmente".
Esas partículas de pólvora se pueden caer porque llueve, porque hay viento, porque dos horas después de disparar se lavan las manos, con un lavado normal de ropa, y en todos estos casos, la prueba daría negativo.
Las pruebas que incriminaron a Jorge Vladimir y a Edwin Enrique fueron el reconocimiento del testigo clave Moisés y las partículas en el pantalón. En la sentencia se lee que de los testigos citados, diez no se presentaron, entre ellos, había uno clave, como Moisés, y que no apareció. Era el testigo clave Pablo.
De Moisés fue del único testigo del que no se tuvo duda durante el juicio. "Mostró seguridad en su declaración, no se advirtió ninguna circunstancia que genere duda sobre su veracidad, lo cual es posible advertir por su comportamiento al momento de rendir su deposición", quedó escrito en la sentencia. De los de descargo, como la madre de Edwin Enrique, la novia de Jorge Vladimir y del vigilante de la colonia Buena Vista, se dijo que presentaban inconsistencias importantes en sus relatos y no eran suficientes para desvanecer los indicios que se tenían en contra de los acusados.
Este testimonio fue lo único que incriminó a Edwin Enrique. Porque, pese a que había participado en un hecho con tantos disparos, no se le encontraron trazas de pólvora por ningún lado. La fiscalía argumentó que fue porque las muestras se tomaron a las 12 del medio día del 13 de mayo, es decir, 11 horas después del hecho y 7 después de la detención. Este problema del funcionamiento de las instituciones no se atacó en ningún momento. Solo se justificó incluso cuando acaba siendo vinculante en la vida de dos personas a las que todavía no se había sentenciado.
A Jorge Vladimir y a Edwin Enrique no los detuvieron portando ropas tipo militar. "Por lo que se deduce, sin mayores ambages, que ya se habían cambiado", se lee en la sentencia sin que se explique acá por qué o cómo es que las partículas de pólvora sí llegaron al pantalón de Jorge Vladimir. En la investigación que se realizó nunca fueron encontradas las armas que se usaron para hacer todos los disparos que mataron a Alsacia, José Samuel y a José Antonio.
Las masacres se cometen bajo un mismo ejercicio. Quiere decir que la muerte de varias personas, al margen de la cantidad, es producto de un mismo hilo de acciones. Esto constituye una figura jurídica que se llama concurso ideal y que permite calcular la pena con base en el caso más grave más un tercio.
"Realizar disparos hacia tres víctimas no constituye tres acciones independientes, sino una sola. Desde el momento en que se idea, se planifica, se idea cómo sacar a las víctimas de su casa, trasladarlas al pasaje, hincar a dos de estas, dispararles y dejarles en un sitio público y a otra de éstas en las gradas en la entrada de la vivienda, se ve que la unidad de acción no significa unidad de movimientos corporales, sino que pueden existir varios movimientos corporales relacionados o encaminados a la realización de toda la dinámica delictiva", es la forma en que la sentencia resume la muerte.
Sin prueba científica fuerte y con la confianza plena en lo señalado por el testigo Moisés, Jorge Vladimir y Edwin Enrique fueron condenados a 40 años de cárcel. Una sentencia que saca de la norma de impunidad el caso, pero que lo amarra a una justicia extraña, que deja por fuera a otras dos personas que participaron, que no es capaz de construir casos sin testigos y que ni siquiera logra evitar que las armas que se usaron en esta masacre, maten a más personas.
Un comando armado tumbó la puerta del apartamento en que dormía. Eran las 3 de la mañana. La víctima más joven de las 267 masacres que se han cometido en tres años en El Salvador podría haber cumplido un año en enero pasado. Pero fue asesinada a balazos aquella madrugada del 11 de abril de 2016. Tenía cuatro meses de edad.
En los últimos tres años, casi mil personas han muerto en masacres en El Salvador, un país de 21,000 kilómetros y 6 millones de habitantes. Es como si hubieran borrado a las poblaciones completas de municipios como Las Vueltas, San Luis del Carmen o San Francisco Lempa, en el departamento de Chalatenango. Pero lejos de colmar titulares y causar indignación, la repetición constante ha condenado a las masacres a ser solo parte del cuadro habitual de violencia.
Las masacres reportadas en medios de comunicación entre 2014 y 2016 han dejado un listado de 996 víctimas. De ellas, las 86 que eran menores de edad podrían llenar al menos tres aulas escolares. La cantidad de niños en esta sombría estadística ilustra el aumento de la brutalidad: en 2014, fueron asesinados nueve, mientras que en 2016, la cifra escaló hasta 57.
Lo que un mapa de masacres recientes puede arrojar es un retrato de la locura, de una república de la muerte. Pero este mapa no existe. Al menos no en ninguna institución gubernamental. Hacer este ejercicio de memoria para que las víctimas sean recordadas y vistas en su justo contexto implica revisar cientos de notas periodísticas. Así se desnudan patrones que dan cuenta del grado de planificación y discriminación a la hora de cometer estos crímenes, en los que se han usado desde guantes y gorros que cubren el rostro, hasta armas de grueso calibre.
Un hombre que se dedicada a hacer viajes en un pick up en el municipio de La Paz, Zacatecoluca, logró cumplir 72 años de edad. A las 6:50 de la madrugada de aquel 21 de abril de 2014, cuando hacía un viaje, fue asesinado junto a dos de sus hijos. Les dispararon por la espalda.
Las 599 personas que pudieron ser identificadas como mayores de edad significarían $134,775 aportados a las AFP en un año, si todos tuvieran acceso a devengar el salario mínimo vigente en comercio y servicios. Pero los beneficios que van amarrados a ese salario de $300 mensuales, eran un imposible para la mayoría de las víctimas de estos eventos que encuentran su escenario preferido en lo rural, en esos cantones tan excluidos en aspectos territoriales y sociales. Ahí se cometieron 202 de las masacres, el 75 %.
Tras el repaso de estos hechos violentos, uno de los indicadores que salta a la vista es la progresión del peso del Estado como victimario a partir de 2014, año en que Salvador Sánchez Cerén ganó para el FMLN el segundo gobierno.
Durante el primero, con Mauricio Funes como presidente, se registraron 186 masacres entre el 1.° de junio de 2009 y el 30 de junio de 2014. Durante este período, el año con más asesinatos múltiples fue 2010, con 49. Fueron 166 personas muertas en masacres. Y el que menos, fue 2012, año en el que estuvo vigente una tregua entre el gobierno y las pandillas más numerosas del país. Murieron 83 personas en homicidios múltiples durante ese año de tregua.
Lo que vino después de este momento se parece a cuando se rompe una represa tras causar daños río arriba. Los números de 2014 fueron casi calcados con los de 2010, con la única diferencia de que fueron menos hechos y más muertos: 45 masacres se tradujeron en 169 víctimas. Un mal augurio de lo que seguía.
En agosto de ese año, el gobierno respondió con medidas como el plan de la Policía Comunitaria. Los patrullajes se hicieron cada vez más frecuentes en zonas con comprobada presencia de pandillas. Así, los encapuchados de fusil en mano comenzaron a recorrer zonas deprimidas en donde los servicios sociales han sido desde siempre deficientes. En este roce sistemático y constante entre la represión y la marginalidad, empezaron a aparecer los enfrentamientos entre los cuerpos de seguridad y las pandillas.
El primer enfrentamiento con más de tres víctimas durante el gobierno de Sánchez Cerén se reportó el 20 de diciembre de 2014. El sumario de la nota que narraba el hecho lo resume así: "El grupo de hombres armados se encontraba en una casa “destroyer” utilizada como campamento. Les fueron encontradas ocho armas de guerra. Policías y militares no resultaron lesionados". Esa vez hubo seis muertos en el cantón Las Guarumas, de Santiago Nonualco.
El hallazgo se le atribuyó, precisamente, a la Policía Comunitaria que tras varios patrullajes había detectado la apropiación ilícita de una vivienda, pero no habían encontrado a nadie, hasta ese día, en el que el tiroteo se desplazó a lo largo de unos 150 metros.
Antes de este, solo hubo un enfrentamiento más en 2014. Fue en abril, todavía en el periodo presidencial de Funes, y se dio en el marco de un operativo de búsqueda de 32 personas con órdenes de captura. Cinco murieron en el cantón Tierra Blanca, de Zacatecoluca. Todos los muertos, se dijo, eran pandilleros con antecedentes. Las masacres, desde entonces, escalaron en número y mortalidad.
La versión de la Fiscalía General de la República es que entre el 80 % y el 90 % de los homicidios múltiples con más tres víctimas los cometen las pandillas. Y que esta proporción se ha mantenido entre 2014 y 2016. Los otros actores que suman, de acuerdo con Guadalupe Echeverría, fiscal de la unidad Antipandillas y Antihomicidios, son los grupos de exterminio y los intercambios de disparos con cuerpos de seguridad, los enfrentamientos.
El análisis de todas las masacres reportadas por medios de comunicación en estos tres años, sin embargo, apunta a otro lado. Los hechos violentos con más de tres fallecidos se han debido a enfrentamientos con cuerpos de seguridad en 69 ocasiones. En 54 casos, se ha achacado a acciones de pandillas ya sea por pugna interna o por rencillas. Y 40 veces, se constató con testigos o con sobrevivientes, la acción de comandos armados que se hicieron pasar por cuerpos de seguridad.
De tres enfrentamientos en 2014, en 2015 se subió a 17 y en 2016 se cerró con 49. La presa se rompió y dio paso a una serie de señalamientos que tienen que ver con abusos de autoridad y con la sospecha de que no todos estos enfrentamiento son tales. En este marco, la Corte Interamericana de Derechos Humanos interpeló a El Salvador en septiembre pasado. El comisionado James Caballo señaló que las estadísticas sobre supuestos enfrentamientos entre pandilleros y policías evidencian un patrón de ejecuciones. Y se basó en un comparativo expuesto por organizaciones de la sociedad civil construido sobre datos de la Fiscalía General de la República: por cada policía asesinado, hay 59 pandilleros muertos en hechos que se califican como enfrentamientos. El Gobierno negó estas prácticas.
"Los gobiernos por lo general buscan minimizar la responsabilidad, y lo hacen sin investigación, sin pruebas. Si hay un enfrentamiento, debe haber heridos en ambos bandos y debe haber heridos en el grupo que aporta los muertos, no es creíble que haya efectividad completa a la hora de matar", explica, durante una breve visita al país el psicólogo social Carlos Beristain, quien formó parte del grupo de expertos independientes que investigó, en paralelo al Estado mexicano, la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa.
En los últimos tres años, a este que es el país más pequeño de América continental lo ha bañado una ola de masacres que ha provocado tantas víctimas como las que -salvadas diferencias poblacionales y de contexto- se le atribuyen a la registrada en 1981 y que sigue siendo un símbolo de violencia e impunidad cuando se habla de la guerra civil: la masacre de El Mozote.
El fenómeno que se retrata es que tres o cuatro muertos en un solo hecho ya no alcanzan para sacudir rutinas por una razón que el doctor y psicólogo social, Carlos Beristain, explica así: "Una de las primeras consecuencias es la insensibilización frente al sufrimiento. Cuando hay tantas muertes masivas, la tendencia es a estigmatizar a las víctimas. En el contexto de la guerra, se les decía guerrilleros y en la actualidad, delincuentes, pandilleros. La sociedad pierde su capacidad para sentir algo frente a la muerte".
Las imágenes de las masacres cometidas este año guardan dolorosas similitudes con las de los años de la guerra: cuerpos semidesnudos, atados por la espalda, lastimados, y tirados uno sobre otro a la orilla de un camino marginal de tierra, piedras y monte.
“Los homicidas llegaron en la madrugada, las víctimas estaban durmiendo; abrieron la puerta con una almádana y gritaron que eran policías. Después, subieron hasta los cuartos. Fueron varios los hechores, al menos cuatro armados con fusiles”. Ocurrió en junio de 2014, en San Martín, en una panadería. Hubo tres víctimas mortales y dos lesionados. La declaración es de un agente de la Policía y quedó recogida en una nota en la que se narraba esta y otra masacre más. Dos en una.
Un comando también fingió ser de la Policía cuando en abril de 2016 ingresó de madrugada en una vivienda de Ciudad Delgado. Mataron a dos mujeres, una de ellas embarazada, y una bebé de cuatro meses, la víctima más joven en estos tres años.
El operativo simulado fue también el guion de cuatro masacres consecutivas en enero de 2014: Cojutepeque, Suchitoto, Jujutla y Panchimalco, todas en cantones, zona rural. En todos los casos dijeron ser policías, llegaron entre las 8:30 de la noche y las 2 de la mañana, escogieron a las víctimas, las sacaron de las casas, a algunas las amarraron por la espalda. Les dispararon hasta asegurarse de que estaban muertos. En dos casos usaron armas largas.
Catorce personas murieron en esa seguidilla que terminó el 30 de enero y que empezó el 16, la misma fecha en la que se conmemoraron los 22 años de la firma de los Acuerdos de Paz. Ese día, aún como candidato a la presidencia, Salvador Sánchez Cerén decía en un discurso: “Durante estos 22 años de construcción de la paz no he cesado ni un instante por construir la paz; estoy comprometido con ella hasta lograr un país donde valga la pena vivir en armonía con la naturaleza y con la sociedad”.
El aumento de los enfrentamientos entre cuerpos de seguridad y delincuentes con más de tres víctimas mortales fue dramático entre 2014 y 2015. Pero no fue el único aumento. Los operativos simulados se duplicaron.
Un enfrentamiento es muy diferente a lo de disfrazarse como policías o militares para montar lo que en un inicio puede parecer un operativo legal, pero que luego se transforma en una acción al margen de la ley que está encaminada solo a matar.
Estos falsos operativos tienen una relación muy estrecha con la cantidad de ejecuciones reportadas. Una ejecución, según parámetros de varias instituciones, es agredir a alguien que se ha rendido o que no tiene capacidad alguna para defenderse.
En las 267 masacres de 2014 a 2016 reportadas en medios de comunicación y procesadas para este especial, hay ejecuciones en 77 y falsos operativos en 40. Cuando se cruzan las dos variables, se puede afirmar que el 95 % de los falsos operativos ha terminado en ejecuciones que han causado la muerte a 141 personas. La forma más común de hacerlo es la de amarrar a las víctimas por la espalda, hacer que se hinquen y dispararles.
A un hombre de 55 años que trabajaba como vigilante privado, un comando armado lo sacó de su casa el 20 de julio de 2015 en la madrugada. Le ordenaron hincarse, le hicieron un disparo en la cabeza y otro en la espalda. También mataron a sus hija de 22 años y a su hijo de 27. Ella estaba en pareja con un agente de la PNC. Esa vez, los asesinos también llegaron al grito de "policía".
La escena fue casi la misma el 23 de agosto en Jiquilisco, con jóvenes que pertenecían al coro de una iglesia: "A las 11 de la noche, al menos 12 hombres que portaban armas de fuego y armas blancas ingresaron a la vivienda donde las víctimas solían dormir, los hicieron caminar un kilómetro de distancia en una zona rural, donde les dieron muerte". Eran cuatro muchachos de 24, 23 y dos de 18 años. A uno lo apartaron el grupo y los torturaron con cuchillo antes de matarlo. A los otros tres, tras ponerlos de rodillas, les dieron un tiro en la cabeza.
Ese fue el mes con más masacres de 2015. Hubo 19. Solo en ese agosto murieron 75 personas en este tipo de hechos.
La cifra tan elevada coincide con una serie de medidas represivas tomadas desde el gobierno y de las que la más representativa fue que la Corte Suprema de Justicia (CSJ) declaró terroristas a las pandillas MS-13, ambas facciones del Barrio 18 y la Mao Mao. Ya en mayo, la respuesta del gobierno había sido la de desplegar al Batallón de Reacción Inmediata en zonas conflictivas.
Nada de esto evitó que el 9 de septiembre de 2015 en Nahuizalco, Sonsonate, murieran otras tres personas en circunstancias más que repetidas: "A la vivienda llegaron por lo menos cuatro hombres vistiendo ropas oscuras, como de militar, y fuertemente armados. Rompieron la puerta de la vivienda y obligaron a mujeres y niños a alejarse. Después, les dispararon a los cuatro hombres. Las víctimas recibieron varios disparos".
La Fiscalía General de la República y la Policía Nacional Civil reconocen que los falsos operativos son un patrón que se repite en todo el territorio. Pero, hasta el momento, no hay ninguna campaña que informe a la población acerca de cómo distinguir un operativo de los cuerpos de seguridad de uno que no lo es.
El actual director de la PNC, Howard Cotto, se encoge de hombros y se limita a calificar de "complejo" el evitar que se use la estrategia de los operativos policiales nocturnos para matar. "No es fácil que podamos lanzar algo donde podamos decirle a la gente que la policía va a llegar vestida de este modo, con carné o con este pin", dice mientras se acomoda su traje de gala tras participar de la graduación de nuevos inspectores policiales. "Registramos muchos casos donde grupos de pandillas se hacen pasar como policías para simular operativos y cometen homicidios, masacres. Eso nos ha afectado mucho; pero si alertamos sobre cómo poder identificar a los compañeros, también nos podrían estar esperando con disparos a la hora de identificarnos como policías", se justifica.
"Complejo", esta es también la palabra que elige la fiscal Antihomicidios y Antipandillas, Guadalupe Echeverría, para describir el proceso que siguen estos casos: "Hay muchos casos así, pero hay que ver cada uno de manera aislada y no hay todavía un análisis completo sobre esa cantidad de casos con esas características o por qué no ocurren en un solo sector, sino que a escala nacional, incluso en territorios de diferente pandilla".
El incremento exponencial tanto de los enfrentamientos como de los operativos simulados ha colocado en aprietos la colaboración entre la FGR y la PNC a la hora de montar investigaciones y casos.
Los enfrentamientos, a pesar de todo, son casos que alguna ventaja ofrecen a la hora de las investigaciones. "En los enfrentamientos tenemos claro y definido quiénes fueron los que participaron, porque están identificados, porque están documentados; en el caso de los grupos irregulares, no sabemos quiénes son, no podemos decir si son autoridades disfrazadas o si son pandillas, o si puede ser gente del mismo lugar que toma la justicia por sus propias manos", explica la fiscal Echeverría.
Cuando existe participación de cuerpos de seguridad en eventos con saldo de más de tres víctimas mortales, o sea, masacres, el caso cae en manos de una unidad especial de la Fiscalía que está compuesta por tres personas que se dedican a dirigir investigaciones que, entre otros peritajes, incluyen el balístico.
"Lo más importante en cualquier caso es individualizar acciones, tenemos que hacer una recuperación de proyectiles para basarnos en una investigación más científica que testimonial", explica Echeverría. Hay enfrentamientos, como aquel que fue el primero en la gestión del presidente Sánchez Cerén, en que los casquillos quedaron regados a lo largo de más de 150 metros de camino rural. Y se tienen que recoger todos.
Al hacerle las pesquisas a un arma, hay que decomisarla. Acá es en donde la falta de recursos le sube volumen al drama y le allana el camino de la impunidad. Si en un enfrentamiento se usaron 15 armas, no se pueden retirar del uso todas al mismo tiempo, porque implica afectar las funciones de los cuerpos de seguridad. Así que se investigan por bloques, se recogen cinco, por ejemplo, mientras las otras 10 siguen en uso y con muchas probabilidades de ser utilizadas en otro enfrentamiento.
"Hay grupos que están cometiendo esas masacres donde se hacen pasar como policías. Hay grupos de exterminio, donde han participado policías y militares, que también han usado esa técnica; pero los hemos detectado y capturado", se defiende Cotto, el director de la PNC.
La Unidad Especializada contra el Crimen Organizado de la Fiscalía, por ejemplo, ha acusado a casi un centenar de personas en tres casos distintos de ejecuciones extrajudiciales. Dos de esos casos están por llegar a juicio en San Miguel, al oriente del país; y el tercero se ventila en los tribunales de la capital.
La Fiscalía asegura que ha logrado certificar en esos casos que policías, militares y particulares se asociaron entre 2012 y 2015 para matar a pandilleros y supuestos pandilleros simulando falsos operativos o falsos enfrentamientos.
Estas investigaciones se han topado con la negativa de la unidad especializada de la Policía a trasladar toda la información sobre los investigadores. Una fuente interna de esa área cuenta, bajo condición de anonimato, que tienen órdenes de la dirección policial de solo entregar un resumen sobre los enfrentamientos. La unidad sí abre un expediente, pero no lo comparte completo ni con asuntos internos de la PNC: "Abrimos expediente por cada tiroteo, por cada enfrentamiento donde resultan pandilleros muertos; pero tenemos órdenes de la dirección general de no entregar todo ese expediente a las unidades de control interno de la PNC. Lo que les entregamos es un resumen de los hechos cuando nos solicitan información".
Esa situación la tiene clara el fiscal general de la República, Douglas Meléndez: "No recibimos información completa de la Policía. Encontramos incoherencias como que no se puede determinar el arma utilizada en un enfrentamiento donde murieron pandilleros. Estamos revisando todas las escenas donde hubo enfrentamientos, porque hay evidencias que se han movido o no existen".
El hombre encargado de la institución que tiene la potestad total de investigar los homicidios en El Salvador va más allá en su queja cuando se refiere a la colaboración de la Policía para indagar los supuestos enfrentamientos: "En el Laboratorio Técnico de la Policía hay peritajes que dicen 'indeterminada' la balística. La Fiscalía respalda el trabajo de la Policía, pero no vamos a permitir que se esté ejecutando a personas so excusa que son delincuentes". Entre 2014 y 2016, ha muerto un miembro de cuerpos de seguridad por cada 59 pandilleros en enfrentamientos, de acuerdo con un informe del Observatorio de Derechos Humanos "Rufina Amaya".
El jefe fiscal brinda estas declaraciones después de que un juez certificó la ejecución extralegal de Denis Martínez Hernández, un joven de 20 años que fue asesinado de un tiro en la cabeza en la finca San Blas en marzo de 2015 durante lo que las autoridades dijeron que era operativo policial que terminó con la muerte de ocho personas. Ese mismo día, el juez también ordenó la libertad de los cinco agentes de una unidad élite acusados en el caso porque "la Fiscalía no logró individualizar los hechos".
La Fiscalía había dicho que los cinco eran coautores de homicidio y pidió imponerles una pena de 50 años de prisión por haber matado a Denis; sin embargo, de 311 disparos que hicieron los ocho agentes especializados que participaron en la operación, solo se recuperó una bala deformada. Los fiscales no pudieron probar ante el juez cuál de esas ocho carabinas fue la que la disparó.
Se trata del único juicio contra agentes del Estado salvadoreño acusados de haber cometido una masacre en El Salvador en los últimos años. Entre 2014 y 2016, 194 policías y militares fueron llevados ante los tribunales acusados de homicidio, la Fiscalía pidió sobreseimiento para 134, casi el 70 %.
El 1.º de enero de 2016, entre los cohetes y la resaca de la celebración de Noche Vieja, el país apenas escuchó que ese primer día del año hubo tres masacres. En estos tres hechos murieron 17 personas.
Un comando armado que dijo ser la policía le rompió a balazos la celebración a una comunidad completa en San Miguel. Otro enfrentamiento a tiros acabó con la fiesta que tenía un grupo de vecinos en Olocuilta. Y un grupo de hombres armados, que bajó hasta una poza recóndita e incógnita en Jucuarán, tuvo tiempo de elegir a las víctimas de entre varios que habían llegado a celebrar el inicio del año. Los victimarios tuvieron margen hasta de mandar un emisario para notificarle a los familiares que llegaran a recoger los cuerpos.
Una de las 17 víctimas de ese día fue un niño de 11 años quemaba pólvora junto a dos amigos en una calle maltrecha de un cantón. Al verlo correr, los atacantes, vestidos todos con ropa oscura tipo militar, pensaron que huía de ellos. Eran las 12:30 de la primera madrugada de un año en el que fueron reportadas 448 personas muertas en 121 masacres, el año en que todo se desbordó.