Pech no solo se refiere al nuevo coronavirus, sino también a las tormentas de noviembre: Eta y Theta. “Perdimos todo lo que habíamos sembrado, fue un caos y también hubo enfermos, pero tuvimos capacidad solidaria entre nosotros de intercambiar nuestras semillas, intercambiar nuestras plantas medicinales. Eso es lo que nos han enseñado los mayas. Los pueblos somos así, podemos compartir. ‘¿No hay? Te doy para que puedas tener, no importa si eres de Campeche o si eres de Yucatán’. Somos iguales y podemos compartir esa alianza que tenemos como pueblos mayas. Es algo muy vivo hoy, muy fuerte, y la pandemia y la tormenta lo visibilizaron”.
Esa manera de entender la propiedad tiene su arraigo en el principio de no acumulación que rige la economía indígena y que significa compartir entre todos. “Si yo tengo, todos tienen. Si otros tienen, yo también tengo”, explica Myrna Cunningham, directora del consejo directivo del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y El Caribe (Filac) y añade que igualmente importante es la concepción colectiva del trabajo, de la cosecha, de la siembra. Ambos factores le dan sustento a su modelo económico del buen vivir, que busca garantizar la armonía entre los seres humanos y los otros seres vivientes.
Tarcila Rivera Zea, mujer quechua ayacuchana, fundadora de la organización Chirapaq (Centro de Culturas Indígenas del Perú) y miembro del Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas de las Naciones Unidas, comparte la visión sobre el papel de las mayores para preservar el conocimiento: “Ellas saben para qué sirve la muña, para qué sirve el arrayán, qué cosas pueden tomar si es que es una bronquitis o una pulmonía”. Más importante aún es el hecho de que han inculcado la solidaridad en las nuevas generaciones. “Las respuestas han sido colectivas, recíprocas, unas ayudando a otras, tal como lo han hecho nuestros ancestros —resalta—. Esto ha pasado en Honduras, Guatemala, El Salvador, Perú, Bolivia, Ecuador, en todos los países con pueblos originarios”.
Así ocurre entre las mujeres waoranis del Pastaza en Ecuador, donde la mayoría dio positivo para la covid-19. Nemonte Nenquimo, que estuvo 14 días enferma, relata que con ayuda de las mayores, experimentan el poder curativo de las plantas —hacen vapor, prueban ortigas de diferentes tipos, hojas, tallos— comparten las recetas dentro y fuera de la comunidad, y de esa manera han logrado que muchos enfermos se recuperen. “Hasta ahora, no tenemos el conocimiento científico, solo oral. Tenemos plantas para limpiar el pulmón, para aliviar los dolores de garganta y cabeza, para la fiebre. Cuando tenía mucho dolor de cabeza, cuatro mujeres me ortigaron. Toda mi piel se llenó de ronchas, pero después de 20 minutos entró como frío y de repente ya sentí mi cuerpo sin dolor. Por eso es que nuestros abuelos vivían cuidando las plantas. El ajo de monte me curó, por ello mi hija, de cinco años, la dibuja. Siempre dice ‘esta planta curó a mi mami, yo la voy a sembrar’. Ahora tenemos muchas de esas hojas alrededor de la casa”.
La tarea, sin embargo, no ha sido fácil en los últimos meses. Por un lado, como lo resume para este reportaje Alessandra Korap, lideresa brasileña del pueblo munduruku y ganadora del premio Robert F. Kennedy de Derechos Humanos 2020, la pandemia mató ‘bibliotecas vivas’, como son consideradas las personas más viejas y sabias. Por el otro, las vacunas no han llegado a los territorios indígenas y el libre tránsito está restringido en algunas zonas. Aun así, dice la lideresa Patricia Gualinga, del pueblo kichwa de Sarayaku, en Ecuador, “hemos estado pendientes de que las familias tengan acceso a alimentación. Cuando hay escasez de alimentos en alguna comunidad, nos comunicamos y de inmediato apoyamos”.
Otro tanto hace el Consejo Coordinador Nacional Indígena Salvadoreño (CCNIS) al ejecutar un plan de entrega de artículos de primera necesidad alimentaria y de higiene a los grupos étnicos miembros de la organización. “Nuestra gestión es en respuesta a las necesidades familiares indígenas nahua, lenka y kakawira para paliar los efectos negativos causados por la pandemia y el impacto de los huracanes en sus territorios”, señala Betty Pérez, coordinadora de ese organismo y del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas (Ecmia).
A las dificultades mencionadas se suman los errores de los gobernantes para enfrentar la emergencia sanitaria en los pueblos originarios, pues a pesar de la buena fe, pecan por desconocimiento de sus realidades particulares. Desde los Andes, Melania Canales, quechua y presidenta de la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú (Onamiap), recuerda lo sucedido en los primeros meses de la pandemia, cuando los gobiernos locales empezaron a repartir alimentos a los pobladores rurales, pero con productos ajenos a su realidad: “Ellos prefirieron comprar los alimentos a las grandes empresas, y se dejó de lado lo local. En abril de 2020 se informó que en Ayacucho, sierra central, al menos cinco alcaldías ayacuchanas dieron prioridad a la compra de arroz, aceite y fideos para distribuirlos en las canastas de alimentos de emergencia. Ciertamente fue una ayuda, pero con una mirada corta, pues una solución acertada hubiera sido acudir a la cultura alimentaria indígena y comprar directamente a los agricultores para salvaguardar su economía”.
En defensa del territorio y de la naturaleza
Durante siglos los pueblos originarios han preservado prácticas de gestión territorial y sistemas alimentarios; sin embargo, en las últimas décadas esta práctica se ve amenazada por factores como el cambio climático y la presencia de terceros con actividades extractivas, ganadería intensiva y cambios en el uso de la tierra. Eso lo ha experimentado Leydy Pech como apicultora, pues ha visto amenazada una actividad ancestral y también ha visto morir una importante fuente del sustento para miles de familias mayas: “Los plaguicidas afectan a nuestras abejas y por tanto contribuyen a la deforestación. Si no hay abejas, no hay polinización y nuestra alimentación se ve afectada”.