Frente a esta situación, algunos no se han quedado de brazos cruzados: por ejemplo, los siekopais (frontera Ecuador-Perú) empezaron a internar a sus mayores en la selva para protegerlos apenas se produjeron los primeros contagios.
Otra comunidad a la que el virus le llegó vía comercio fue la mapuche en Chile; lo portaron sus propios habitantes, debido principalmente al constante tránsito hacia las zonas urbanas para la venta de sus productos agrícolas y para controles médicos. Más al norte, en Atacama, el Consejo de Pueblos Atacameños pidió suspender las actividades de la empresa de minería que opera en el lugar, por temor a que los trabajadores que viven en áreas urbanas contagien a los indígenas. El mismo panorama se vio en El Peine, cuando el poblado decidió cerrar sus puertas y obligó a las compañías mineras a desalojar su territorio ante el miedo por el ingreso del virus.
La posibilidad de que mano de obra externa porte el virus se repite en otros países y ha afectado incluso el trabajo de los indígenas. Así ocurrió cuando se prohibió el paso de los panameños de la comarca Ngöbe-Buglé hacia Costa Rica por el cierre de la frontera y los productores de café se quedaron sin recolectores. En agosto de 2020, autoridades de ambos países habían llegado a un acuerdo para facilitar el tránsito, previo cumplimiento de medidas de bioseguridad.
Otros pueblos han sido golpeados con mayor dureza, pues, apenas se levantaban de otras afectaciones, les llegó el coronavirus. Entre ellos están los de la Amazonía brasileña que no solo han sufrido el rigor de la pandemia desde 2020, sino que tampoco olvidarán el 2019 cuando, ante la mirada despectiva del Gobierno de Jair Bolsonaro, el fuego que devoró la foresta y la vida animal arrasó con 2,5 millones de hectáreas, equivalentes a 4,2 millones de campos de fútbol, según datos de la organización medioambientalista Greenpeace.
Un año después, en plena recuperación forestal del denominado pulmón del mundo, hábitat de los pueblos originarios, el virus alteró su cotidianidad. Hasta el 5 de octubre de 2020, la Asociación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB) y la Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Amazonía Brasileña (Coiab) contabilizaron 34.608 contagios y 836 fallecidos. Una de las víctimas más notorias fue el cacique Aritana Yawalapiti, líder de Alto Xingú en Matto Grosso, que murió a los 71 años. El hombre presentaba un cuadro de hipertensión que se vio agravado cuando contrajo el nuevo coronavirus. La ambulancia tardó 10 horas en trasladarlo hasta el centro hospitalario más cercano, el hospital San Francisco de Asís de Goiânia. Antes de enfermar, se dedicó a una campaña de recolección de fondos para llevar medicinas y atención médica a los asentamientos alejados de su región.
El 13 de febrero de 2021, a causa de las secuelas del coronavirus, también falleció Luis Fernando Arias, indígena kankuamo, consejero mayor de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC). Fue un destacado líder de las luchas de los pueblos originarios y tuvo activa participación para que se incluyera un capítulo étnico en el acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), suscrito en 2016.
El inequitativo sistema de salud
El mismo desprecio que mostró en marzo el presidente Jair Bolsonaro cuando utilizó la palabra “gripecita” para referirse al virus lo ha mantenido su Gobierno para atender a los pueblos indígenas durante la crisis sanitaria.
Según datos del informe “El panorama de la salud: Latinoamérica y el Caribe 2020”, del Banco Mundial, el gasto per cápita en salud de Brasil es de 1.280 dólares americanos, una cifra que no se tradujo en atención sanitaria para los integrantes de los pueblos indígenas. Incluso el Gobierno se negó a cumplir con lo ordenado por los 11 magistrados del Supremo Tribunal Federal (STF) en una medida cautelar para la protección de las poblaciones indígenas, que incluía, entre otros requerimientos, acercar los servicios médicos a todos los rincones del país, proporcionar acceso al agua potable, distribuir artículos de higiene y desinfección, disponer de camas en las unidades de cuidados intensivos (UCI) y adquirir respiradores. El argumento para vetar 14 de esas disposiciones fue que sería inconstitucional la erogación de gastos obligatorios y que no quedaría demostrado el impacto presupuestario y financiero para el país. Como reacción, la APIB denunció que se estaría llevando a cabo un genocidio, por la muerte de más de 600 indígenas, registrada durante el primer semestre, y más de 22.000 contagiados.
“La gente tiene que caminar entre 6 y 7 horas para llegar al Hospital de San Félix, pero cuando al final llegan se encuentran con que no hay personal médico, insumos ni materiales suficientes. Ante esta situación las autoridades indígenas y oficiales han tenido que habilitar colegios y escuelas como albergues para que las personas que han dado positivo reciban tratamiento y hagan la cuarentena. En la comunidad de Chiriquí Grande, en las afueras de la comarca, las autoridades contrataron hoteles, pero los vecinos —no indígenas— se opusieron a la atención de indígenas por miedo a ser contagiados”
Ricardo Miranda, de la Red de Jóvenes de la Comarca Ngöbe-Buglé, en Panamá, página 41 del segundo informe regional "Comunidades en riesgo y buenas prácticas".
Aunque el comportamiento de los gobernantes no ha sido tan extremo como en Brasil, organismos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) han manifestado su preocupación por la falta de respuesta oportuna y articulada de los gobiernos para enfrentar el SARS-CoV-2 y han recalcado que la pandemia no ha hecho más que exacerbar las condiciones de vulneración, discriminación y pobreza en que han estado sumidos los pueblos indígenas durante años. En Paraguay, por ejemplo, según datos de la Encuesta Permanente de Hogares de 2017, el 66,2 por ciento de esta población vivía en esta condición y la mitad estaba en situación de pobreza extrema.
La falta de atención en salud tiene diferentes causas y dentro de ellas se destaca la distancia geográfica. A menudo, los asentamientos suelen estar ubicados en áreas rurales donde ni siquiera los servicios primarios de salud son permanentes. Esto significa que a mayor complejidad de la enfermedad, mayor es la dificultad para encontrar atención, pues no solo hay que remontar grandes distancias, sino que el recorrido puede tardar desde unas pocas horas hasta varios días. Los investigadores de la Universidad de Los Andes ya mencionados establecieron que, en promedio, en Colombia las unidades de cuidados intensivos están a 198,53 km de los poblados indígenas y aunque la distancia no parece exagerada, precisan lo siguiente: “Sin embargo, la ausencia de medios de transporte rápido y asequible para llegar hace que el acceso a los servicios de cuidado intensivo sea una tarea que en muchas ocasiones se torna virtualmente imposible. Sin carreteras y medios de transporte fluviales rápidos entre el interior y buena parte de los resguardos y consejos comunitarios, la distancia real es mucho más grande”.