Educación Los hilos invisibles de la interculturalidad
Konrad-Adenauer-Stiftung PPI CONNECTAS

Durante la pandemia, el derecho a la educación de los pueblos indígenas, históricamente vulnerado, se violentó aún más. En algunos casos, la única materia destinada al estudio del idioma originario se retiró del currículo escolar. Ante este panorama, varios maestros idearon estrategias para rescatar su cultura, contrastando con las medidas descontextualizadas de los gobiernos para implementar una educación a distancia.

Roberth Antío creció entre los hilos del witral de su madre. Desde bebé, en los tiempos en que ella aprendía a tejer, metido en un cajón, jugaba con las hebras que caían del telar. Ahora, a los 15 años, está aprendiendo a diseñar en el tejido. Muestra los hilos blancos y tensos en el travesaño. Toma entre sus dedos la hebra que pasa por detrás de las demás; sabe que es el hilo invisible que lo sostiene todo, sin él nada cobraría forma.

“El tejido requiere concentración; de repente, puedo pasar una hebra mal y tengo que volver atrás. Para el mapuche es muy importante porque la unión de todos los hilos es la que genera el armazón de una comunidad”, explica el joven, que cursa segundo medio en el Liceo C-90 Trapaqueante, en Tirúa, Chile, donde hasta antes de la pandemia del SARS-CoV-2 algunas clases procuraban mantener viva la cultura de este y otros pueblos originarios. En la clase de Arte, por ejempo, les pedían dibujar máscaras relacionadas con la civilización inca o les enseñaban a hacer tintes de plantas naturales, como los que usan en su comunidad para teñir la lana, lo que es muy difícil, o el hilo, que es más fácil, para hacer mantas y trarilonkos (cintillos para la frente).

Por eso, cuando fueron suspendidas las clases presenciales, para muchas comunidades indígenas fue como si les hubiesen arrancado las manos del telar. La educación a distancia planteada por los gobiernos no era posible en estos lugares donde históricamente no hay conectividad. Por un lado, el acceso a las tecnologías de la comunicación (radio, televisión, internet, celular, computadora) es nulo o muy deficiente, y, por el otro, la enorme distancia entre las escuelas y los hogares dificulta la entrega de materiales impresos. Esto sin contar con que en muchos casos no existe diálogo entre la educación impartida en la vida cotidiana de la familia (cosmovisión y saberes) y la escuela oficial.

Pero sobre todo, sintieron que los hilos se rompieron porque la consecuencia inmediata fue que en la educación a distancia se priorizaron las materias “fuertes” sin un enfoque intercultural bilingüe y el español prevaleció en la comunicación entre maestros y estudiantes, mientras que el idioma originario estuvo restringido a algunas instrucciones, saludos o canciones.

Esto ocurrió muy a pesar de que el Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe (Filac) destaca que las legislaciones de 17 países de la región cuentan con una oferta educativa diferenciada y pertinente para la población indígena: Argentina, Bolivia, Costa Rica, Chile, Ecuador, Guyana Francesa, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Surinam y Venezuela con Educación Intercultural Bilingüe (EIB), Guatemala con Educación Bilingüe Intercultural (EBI), Colombia con Etnoeducación y Brasil con Educación Indígena o Étnica.

De esa ruptura puede dar fe la maestra chilena Jeanette Curinao Alcavil. Ella deja de lado su risa estruendosa cuando recuerda a los mapuches hablando de aquel septiembre de 2019 en que florecieron las quilas, esas gramíneas parecidas al bambú, un acontecimiento que, dicen los antiguos de su pueblo, significa mal augurio y trae consigo enfermedades, hambre, catástrofes naturales y muerte.

Una de esas calamidades ocurrió en el segundo semestre de 2020: el Beyetún, una asignatura particular para los mapuches, en la que se enseñan elementos de la espiritualidad en mapudungún, su lengua, y español, quedó relegada del currículo escolar con el argumento de “no agobiar” a los estudiantes durante la pandemia. Esta es una de las pocas materias que abarca contenidos de la cultura de este pueblo indígena de Chile, un país donde la ley solo obliga a incluirlos en educación básica (de primero a octavo grado) y si el 20 por ciento del alumnado pertenece a algún grupo indígena.

Jeanette es maestra en el mismo colegio donde estudia Roberth. El liceo está situado en territorio lafkenche, donde el 70 por ciento de la población es mapuche; como el alcalde también lo es, pudieron extender hasta allí la interculturalidad al incorporar elementos de su cosmovisión en varias asignaturas. Aunque ella no habla la lengua nativa, dicta la materia con otra mujer que no sabe leer ni escribir, pero conoce a fondo al pueblo originario.

Sin embargo, en agosto de 2020 la situación cambió, pues, explica la educadora, se empezó a trabajar con los proyectos transversales para varias clases y no se incorporó Beyentún: “El profesor siempre se justifica bajo la norma de que es una asignatura moral, no escrita, y en la escuela es siempre la última en ser considerada”.

La misma desazón la experimentan profesores de lengua indígena en educación primaria de otras escuelas, pues han tratado de pedirles a los niños que envíen audios en su propio idioma, pero siempre hay reclamos: “No podemos decir todo lo que queremos en esa lengua”.

Esa limitación idiomática es frecuente y alcanza visos alarmantes. En el Centro Educativo Bilingüe Intercultural K’astajib’äl, ubicado en la cabecera departamental de Chimaltenango, Guatemala, el 80 por ciento de los estudiantes son mayas, pero solo 5 por ciento es hablante. Según su directora, la indígena maya kaqchikel Marta Matzir, esto dificulta su propósito de rescatar y revitalizar el proceso de la identidad y la cultura para las futuras generaciones.

Pero la pérdida del idioma es apenas la punta del iceberg de las amenazas a la interculturalidad indígena, que se incrementan durante la pandemia.

Roberth Antío, el tejedor adolescente de Chile, extraña, sobre todo, las clases de espiritualidad y mapudungún: “Siempre salimos al terreno, al campo, a la naturaleza, al mar. Hay una rogativa que se celebra en todo el liceo que es el Wiñoy Tripantü (nueva salida del sol). Como somos lafkenche tenemos que ir al mar, eso tiene que ser temprano; luego volvemos al liceo donde se hace comida, se baila alrededor del canelo, nuestro árbol sagrado. Este año (2020) no se pudo por la pandemia y en la comunidad se intentó hacer algo parecido”.

Su relato sirve para ejemplificar lo que expresan los investigadores Lourdes de León Pasquel, Juan Luciano Pérez Hernández y Bernabé Vázquez Sánchez en el boletín Educar en la Diversidad del Grupo de Trabajo Educación e Interculturalidad del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso): “El fondo del asunto es buscar relaciones fluidas entre casa y escuela, traer de frente la lengua materna como herramienta de aprendizaje metalingüístico y de recuperación de saberes y, de manera central, el reconocimiento y valoración de saberes locales”. Para ellos, esto facilitaría las relaciones horizontales y, sobre todo, elevaría al niño y a la niña a aprendiz y agente de su propio aprendizaje. “Este lugar ya lo tienen en la educación familiar y comunitaria, pero se pierde en la institución escolar”, concluyen.

Los brazos cruzados no son una opción

Datos de la Unesco indican que a diciembre de 2019, la tasa de cobertura de internet seguía siendo solo del 58,7 por ciento, equivalente a 3.200 millones de personas sin acceso en el mundo. Muchas de ellas viven en áreas rurales y montañosas de difícil acceso o en zonas urbanas en extrema pobreza, que suelen caracterizar los territorios indígenas.

En este contexto de desconexión cultural y física los maestros indígenas han sacado a relucir su ingenio y a dar muestras de resiliencia para procurar que sus alumnos mantengan los hilos que los unen con la sociedad en general y con sus culturas particulares. De ahí que una de las primeras preocupaciones haya sido mantener el contacto con los muchachos y algunos incluso han aprovechado su experiencia en otros contextos de calamidad.

La guatemalteca Marta Matzir relata que desde hace dos años, cuando hizo erupción el volcán de Fuego en el centro del país, en el Centro Educativo Bilingüe Intercultural K’astajib’äl comenzaron a crear grupos de chat entre los grados y los representantes (término con el que designan a los padres en varios países): “De un día para otro tuvimos que suspender las clases. Recuerdo que estábamos en una presentación de marimba y cuando salimos el microbús estaba lleno de cenizas y tierra”.

Los pueblos originarios tienen menor acceso a servicios básicos, según el Banco Interamericano de Desarrollo. En electricidad, por ejemplo, los promedios ponderados regionales para los indígenas ascienden al 82 por ciento.

Precisamente esta experiencia les permitió actuar de forma rápida y coordinada cuando el Gobierno anunció el primer caso de covid-19 en marzo de 2020: “Estuve como dos horas respondiendo mensajes de Whatsapp de los propios padres”, recuerda Marta y agrega que mientras los otros colegios de la región esperaron quince días para ver qué ocurría, ella convocó de inmediato una reunión de personal en el colegio.

Durante el primer bimestre de la pandemia los maestros enviaban las tareas escritas y por video a través de Whatsapp. El segundo bimestre mandaban hojas de trabajo cada lunes, pero había niños que no las recibían por falta de espacio de almacenamiento en los celulares. Fue entonces cuando a las profesoras se les ocurrió hacer las guías impresas. “Muchos estudiantes lograron avanzar por esas guías. Solo a distancia y por Zoom hubiese sido desastroso”, dice la tijonel (maestra en idioma maya kaqchikel) Marta.

Precisamente esta experiencia les permitió actuar de forma rápida y coordinada cuando el Gobierno anunció el primer caso de covid-19 en marzo de 2020: “Estuve como dos horas respondiendo mensajes de Whatsapp de los propios padres”, recuerda Marta y agrega que mientras los otros colegios de la región esperaron quince días para ver qué ocurría, ella convocó de inmediato una reunión de personal en el colegio.



Durante el primer bimestre de la pandemia los maestros enviaban las tareas escritas y por video a través de Whatsapp. El segundo bimestre mandaban hojas de trabajo cada lunes, pero había niños que no las recibían por falta de espacio de almacenamiento en los celulares. Fue entonces cuando a las profesoras se les ocurrió hacer las guías impresas. “Muchos estudiantes lograron avanzar por esas guías. Solo a distancia y por Zoom hubiese sido desastroso”, dice la tijonel (maestra en idioma maya kaqchikel) Marta.

El proceso tomó casi un mes porque simultáneamente las docentes seguían dando clases. Entre ellas formaron parejas para las correcciones. Eran dos guías para cada uno de los diez grados: en total 20 guías de entre 40 y 60 páginas, la mayoría en español, pues hay que recordar que solo el 5 por ciento de los estudiantes hablan en su idioma originario.

Guías similares fueron adaptadas y contextualizadas por los maestros de las etnias eñepa, jivi y uwottüja de las escuelas de Fe y Alegría en el estado Bolívar, Venezuela, porque, contrario a lo que ocurre en la escuela guatemalteca, la mayoría de los niños no hablan español. También recurrieron al Whatsapp para reforzar las instrucciones y para que los alumnos con mayores dificultades recibieran orientaciones de los docentes en grupos de no más de 10 integrantes, como sucedió en la escuela Manak Krü, ubicada en zona urbana y que atiende a los pemones. En el caso de los otros estudiantes, cuando algún capitán (autoridad indígena) o miembro de la comunidad salía al pueblo llevaba las guías con las actividades resueltas para que los maestros las revisaran.

Las escuelas de la selva cuyos maestros viven lejos de la comunidad recibían las visitas de los docentes cada dos días para dar las orientaciones y asignar las actividades. Las principales dificultades eran la escasez de transporte y gasolina y los altos costos, ya que en el municipio Gran Sabana todo se cotiza en reales brasileños, oro o dólares; la moneda nacional no tiene valor. Incluso, en la comunidad de San Antonio de Roscio, los tres locales que cuentan con internet lo cobran en gramos de oro.

Más al sur, en algunas comunidades indígenas de la Amazonía colombiana, el internet no fue una opción. Anitalia Pijashi, lideresa okaina e integrante de la Red Eclesial Panamazónica (Repam), dice que en Colombia “no se pudo concretar el tema de la comunicación virtual y son miles de millones de pesos invertidos. Se instalaron unas redes wifi pero no funcionan, y te digo porque hay una en mi comunidad que queda a seis kilómetros de la ciudad de Leticia. Es muy intermitente y así es en muchas zonas del país”.

Frente a esas limitaciones, los profesores de esa zona de Colombia reaccionaron con prontitud. Franky Pijashi, indígena okaina y maestro en el Instituto Francisco José de Caldas en Leticia, explica que antes de la pandemia los estudiantes debían hacer recorridos fluviales y terrestres de hasta 18 km para asistir al colegio; al interrumpirse las clases presenciales, un grupo de docentes se encargó de entregar las guías impresas casa por casa. “Las dos primeras las hicieron solitos porque las comunidades cerraron y no tuvimos comunicación directa con los estudiantes casi por cuatro meses”, dice y añade: “Somos la única institución que va a visitar a los estudiantes; los otros colegios no lo hacen. Se ha notado el trabajo en equipo y ha sido bueno. Pero muchos representantes no lo valoran. Los profesores son también padres de familia, tienen niños pequeños y ancianos viviendo con ellos. Colaboramos porque el Gobierno nos dice que no podemos salir”.

La colombiana Anitalia Pijashi no habla de colaboración, sino de presiones: “El Estado colombiano emitió una circular donde el profesor no tiene por qué acercarse a ningún estudiante, el acompañamiento es a través de teléfono, pero eso no funciona. Entonces, la rectora y la organización indígena obligan a los docentes a escribir una carta manifestando ‘libremente’ que ellos van a hacer las visitas de manera voluntaria. En nuestras organizaciones vemos un desespero, en vez de presionar al Estado, presionan a los pobres docentes que no tienen esa capacidad de comunicación virtual, pero sí les exigen que atiendan a los estudiantes”.

Hay docentes que asumen el riesgo de visitar personalmente a los estudiantes porque no quieren que pierdan el año o, peor aún, que “se vayan con las drogas”. Preocupa que a veces lo hacen sin precauciones de bioseguridad, poniéndose en peligro tanto ellos como a los demás.

Para mantener bien tensados los hilos que sostienen su cultura muchos profesores hacen un esfuerzo extra. Así ocurre en la institución de Franky Pijashi, donde como no pueden tener un maestro para cada uno de los 12 pueblos indígenas que atienden, en las clases enfatizan en las características de todos ellos para que los muchachos las conozcan. En las guías, además, aplican el enfoque intercultural especialmente en las áreas de espiritualidad, consejo, cosmovisión y agroecología, pero en las otras asignaturas han tenido dificultad porque generalmente “se desarrollan con trabajo de campo incluyendo a los sabedores del área, la competencia que se va a desarrollar y el conocimiento por construir”.

Esa presencialidad también se impone con los niños de preescolar, pues a los tres o cuatro años no pueden trabajar guías impresas. De ahí que maestros como Kelly Melva Catú Simón, maya kaqchikel, profesora en el Centro Educativo Bilingüe Intercultural K’astajib’äl, en Guatemala, decidieron grabarse dando clases en videos dirigidos a los niños y aparte envían instrucciones para los padres. En su caso, antes verificó la situación de cada estudiante, llamó a los representantes para explorar cómo estaba la familia: “No todos tenían recursos económicos, pero hacían el esfuerzo y ese día recargaban su teléfono. Con algunos niños trabajé a través de Zoom porque los papás tenían computadora, internet de casa y era un poquito más accesible. Con otros usé Messenger porque los papás no tenían espacio para descargar otras aplicaciones como Zoom, pero sí tenían Facebook. Y con unos más lo hice por Whatsapp”.

En otros pueblos, como el achuar, en Ecuador, se llegó incluso a reabrir el internado, pese a la orden del Ministerio de Educación de estudiar desde las casas. Domingo Bottasso, misionero salesiano que trabaja en el colegio de la comunidad wasakentsa, relata que allí se educan 110 menores, 80 de ellos internos, y como muchos viven a dos o tres días de camino a pie, les dan clases también los sábados, para que después de 70 días puedan irse un mes a donde sus familias. Cuando empezó el confinamiento, debieron regresar a sus hogares, pero los padres protestaron porque no estaban aprendiendo nada y en septiembre de 2020 firmaron una solicitud en la que pedían la reapertura.

La consecuencia de las debilidades descritas la resume Tabea Casique, mujer ashaninka, coordinadora en Educación y Tecnología de la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (Coica), organización que ha hecho sendos llamados a los gobiernos para que haya una atención efectiva a los pueblos originarios: “Hay deficiencia de enseñanza en 90 por ciento del estudiantado. No podemos decir que estos alumnos han aprobado el año escolar”.

Sorteando la falta de conectividad y las tarifas exorbitantes

Las dificultades de acceso y uso de internet son comunes en toda la región. Julia Cecilia Guarquez Pérez, 11 años, es maya kaqchikel y cursa quinto grado de primaria en el Centro Educativo Bilingüe Intercultural K’astajib’äl de Guatemala. Su madre le explica los contenidos antes de cada sesión por Zoom, pero el internet además de ser costoso nunca funciona bien: “Nuestra tijonel vive en Comalapa y la distancia es bastante lejos, hay dificultades de conexión. A veces ella era la anfitriona, entonces nos silenciaba a todos y no podíamos hablar, no se escuchaba cuando hablaba. Ella compartía pantalla, pero cuando nos explicaba en el pizarrón no se veía tan bien y, si llovía, la señal era muy fea, teníamos que salirnos y volver a conectarnos”.

Para Ni’kte’ Saquijix Caal Matzir, 14 años, maya kaqchikel y q’eqchi’, que asiste a la misma escuela pero en tercero básico, lo más difícil ha sido hacer las actividades sola y estar expuesta tanto tiempo a la tecnología: “Es como un poco raro hablarle a una pantalla. A una le duelen los ojos de tanto estar allí, tecleando, tecleando, haciendo investigaciones en el teléfono, buscando información, preguntándoles a los profesores”.

Ceci y Ni’kte’ provienen de familias con algunos recursos para poder usar internet, pero esta no es la situación de la mayoría. Cuando se les pregunta a cuántos compañeros de clases dejaron de ver durante la pandemia otra realidad comienza a despejarse: “En mi salón éramos 19 y solo miraba como a 6. Nunca me enteré de las razones y tampoco tenía sus números para preguntarles”, dice Ni’kte’, mientras Ceci añade que 2 de sus compañeros no pudieron asistir más porque no disponían de internet y otra se conectaba exclusivamente para los exámenes o los temas que no entendía.

Más al norte, en la comunidad de Arroyo Granizo, a 12 horas de la capital del estado de Chiapas, México, Isela Gutiérrez Cruz, 12 años, hablante tseltal, mensualmente gasta 300 pesos (15 dólares) en internet. El servicio lo adquiere mediante la compra de fichas que traen un código que introduce en el celular. Es un costo exagerado para una familia campesina (conformada por cuatro o más integrantes) que en promedio gana 120 pesos diarios (6 dólares).

Es el mismo caso de Sheila Monserrat Gómez Gutiérrez, 15 años, hablante tseltal, que semanalmente gasta 60 pesos (3 dólares) en fichas para internet y se queja de que la señal es tan lenta que no puede descargar los trabajos a tiempo. Sin embargo, aunque ni siquiera tiene computadora, encuentra positivo el hecho de poder estar más próxima a la tecnología: “Antes, cuando estábamos en la escuela, no utilizábamos tanto el internet. No sabíamos convertir las fotografías a PDF, porque no teníamos el celular y no sabíamos cómo se usaba. Ahora que estamos teniendo clases en línea, los profesores nos piden las tareas en PDF, ya nos enseñaron cómo se hace, hemos aprendido muchas cosas”.


Respuestas de los gobiernos alejadas de las realidades locales

Cada país de la región, de acuerdo con sus posibilidades y situación, está desarrollando soluciones para atender las necesidades educativas surgidas de la suspensión de clases presenciales. En este sentido, la Unesco hizo un compendio de las iniciativas nacionales de aprendizaje para respaldar a los estudiantes. En algunos casos se trata de protocolos, en otros, de guías de estudios descargables, plataformas digitales y uso de medios de comunicación.

Entre estas sobresale el programa Aprende en Casa —en algunas partes se llama Aprendo en Casa—, implementado en varios países de Latinoamérica y dirigido a estudiantes de educación formal. Sin embargo, diversas organizaciones critican esta y otras iniciativas gubernamentales porque sus contenidos suelen concentrarse en español y portugués, los idiomas predominantes, y rara vez son traducidos a lenguas indígenas. Además, porque los materiales trabajados no son culturalmente pertinentes.

En el informe “Llamado a la acción de Unicef: Las comunidades indígenas y el derecho a la educación en tiempos del covid-19” se documenta que “en Perú, por ejemplo, de las 47 lenguas indígenas, solo se ofrecen programas de educación a distancia en 9 lenguas. En Paraguay los programas educativos se difunden solo en radios comunitarias de 4 de los 19 pueblos indígenas. En México, los materiales educativos a distancia para radio se han traducido solo a 15 de las 68 lenguas indígenas reconocidas”.

“La decisión gubernamental de virtualizar la educación se convierte en una medida a todas luces discriminatoria e inconsulta, más aún si se considera que no se adoptó una perspectiva específica que tome en cuenta los problemas de acceso a estos medios de los pueblos y nacionalidades indígenas”.

Confederación de las Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie)

Según la Defensoría del Pueblo en Perú, el Ministerio de Educación produce semanalmente más de 80 programas que alcanzan a unos 200.000 escolares de pueblos indígenas y se difunden en aymara, ashaninka, awajún, quechua central, quechua chanca, quechua collao, shawi, shipibo-konibo, yanesha y wampis. Pese al avance, está pendiente desarrollar contenidos en la totalidad de las lenguas indígenas utilizadas para el servicio educativo.

Sobre la falta de pertinencia cultural de las estrategias de los gobiernos para la educación de los indígenas, Marianella Huapaya, religiosa y directora de Radio Betania en San Gabriel de Varadero, Loreto, Perú, señala que los contenidos son muy actuados o artificiales y aunque están bien estructurados, por tocar todas las realidades terminan sin profundizar en ninguna. Y Francisco Pérez Santiz, hablante tsotil y tseltal y maestro en el Centro de Educación Preescolar Indígena, en Arroyo Granizo, México, insiste en que “es importante saber que el niño aprende mediante ejemplos, no es memorizar las cosas, es vivirlas, la educación debe tomar en cuenta los saberes de los abuelos, viviéndolos”.

Lo mismo han expuesto los pueblos y organizaciones indígenas de Venezuela en un comunicado publicado en mayo de 2020: “La actual política educativa no se adapta adecuadamente a nuestras culturas ni realidades, nuestros niños no cuentan con internet, cobertura y televisión, además no se valora suficientemente nuestras costumbres ni prácticas tradicionales y tampoco respeta plenamente las cosmovisiones de nuestros pueblos”. Agregan que el programa Préstame tu Cuaderno no es abordado adecuadamente en las comunidades indígenas y que tampoco se está ofreciendo el de alimentación a los niños.

Otro factor que oscurece el panorama de la educación a distancia es que madres y padres no acompañan a los estudiantes por los bajos niveles de escolaridad y el elevado analfabetismo. “En la televisión nos dan ejercicios, pero a quién le vamos a preguntar nuestras dudas, si mi mamá o mi papá no saben. Si yo le digo a la televisión ‘aquí no le entendí’ no me va a responder”, se lamenta Sheila Monserrat Gómez Gutiérrez, de la comunidad mexicana de Arroyo Granizo.

Migrantes y refugiados, un desafío para Brasil

En el municipio brasileño de Boavista solo dos niños waraos de una población de 250 asisten a la escuela pública. Los otros no quieren acudir porque no entienden portugués, no tienen con quien jugar y no soportan tantas horas sentados en los pupitres.

El relato es de Marielys Briceño, una experta de la Fundación Fe y Alegría en Brasil que brinda apoyo técnico en la ejecución del Proyecto Panamazónico Cuidado de la Casa Común, impulsado por los jesuitas en América Latina. En su cotidianidad trabaja con indígenas waraos, eñepas y kariñas que se encuentran en Ka Ubanoko, una ocupación temporal en Boavista, donde viven indígenas y no indígenas provenientes de Venezuela.

Algo similar ocurre en el albergue de Pintolandia, también en Boavista. “Solo 53 niños de edad escolar están inscritos en escuelas públicas. Ese número no abarca ni el 30 por ciento de los niños”, explica Josiah K’Okal, padre de la congregación religiosa católica Misioneros de la Consolata.

“Al tirar, se rompió la cuerda y, cayendo al suelo, el recipiente se quebró. Al quebrarse, se iluminó toda la tierra. Al iluminarse la tierra, el dueño del sol se enteró y al darse cuenta de lo sucedido, lloró. Aquella luz liberada flotó enseguida para arriba, hacia las raíces de las nubes. Así que el sol quedó flotando allá arriba, en el oriente”.

Fragmento de una historia ancestral warao

Los waraos son el segundo pueblo originario más numeroso de Venezuela y desde 2014 comenzaron a migrar a Brasil debido a la emergencia humanitaria compleja que atraviesa su país de origen. Se calcula que en esa nación hay aproximadamente 5.000 de ellos, muchos niños, niñas y adolescentes, a los que se han sumado indígenas de las etnias eñepa y kariña.

Pese a ese fenómeno migratorio, en Boavista no existe un proyecto de educación diferenciada para estos niños ni, mucho menos, se imparten clases con enfoque intercultural bilingüe, que abarque los idiomas warao, eñepa, kariña, español y portugués. A las barreras idiomáticas se suman otras que han dificultado el acceso a la educación formal incluso desde antes de la pandemia, entre las que se cuentan la poca disponibilidad de cupos (la prioridad es para los brasileños), la falta de dinero para trasladarse a las escuelas y los desplazamientos internos de los indígenas venezolanos para buscar mejores condiciones de vida.

Marielys Briceño comenta que antes de la pandemia, en la ocupación temporal de Ka Ubanoko, había ocho profesores (cuatro indígenas y cuatro no indígenas) con el apoyo de Visión Mundial, pero esto no respondía a un programa formal de educación intercultural. Se dictaban contenidos generales y, cada fin de mes, en los cierres de proyectos, hacían intercambios culturales de danzas, cantos y cuentos. Sin embargo, estas actividades han quedado en el limbo tras la amenaza constante del ejército brasileño de desalojarlos del lugar en el que antiguamente estaba el Club del Trabajador, una obra abandonada durante años: “La educación es muy importante para los indígenas, pero es algo que no alcanzan a pensar porque tienen mucha incertidumbre en su futuro inmediato…”, concluye Briceño.

Igual a ese esfuerzo, ha habido otros de carácter informal, varios de los cuales se llevan a cabo en diversas localidades del estado de Roraima, fronterizo con Venezuela. Por ejemplo, en Pacaraima opera el Centro de Atendimiento Infantil Jesús Peregrino, dirigido por el padre Jesús Boadilla, en cooperación con la Alcaldía y Visión Mundial; en Boavista la ONG Pirilampos adelanta un programa de educación en el albergue de Pintolandia con docentes indígenas, que abordan contenidos apoyándose en la Guía Pedagógica Warao para la Educación Intercultural Bilingüe que usaban en Venezuela, y brasileños que imparten clases del idioma portugués. También hay programas de este tipo en el estado amazónico de Pará, donde el Departamento de Educación tiene en marcha una iniciativa de educación intercultural para jóvenes, adultos y ancianos warao, única en su estilo en todo el país porque se desarrolla en tres idiomas (warao, español y portugués).

A su vez, Unicef promueve actividades de apoyo educativo y psicosocial a través de Súper Panas. En la página web de este organismo internacional se informa que “con la pandemia, siguen funcionando 22 espacios Súper Panas abiertos en Roraima, Amazonas y Pará (…). El número de niños y adolescentes se limitó a 10 a la vez, y las mascarillas y la higiene de las manos son parte integral de las actividades”. Además existe el Súper Panas na Rádio, un programa que se ofrece de forma gratuita a emisoras de radio y educadores durante la pandemia, dividido en episodios centrados en niños o jóvenes.

Es difícil vaticinar los efectos de no contar con programas de educación intercultural bilingüe, y ni siquiera con programas de educación formal. Pero el hecho de que solo 2 de 250 niños waraos acudan a la escuela pública es una razón de peso para prender las alarmas.

Lo que sostiene el tejido

Sería una mentira decir que no habrá deserción escolar, que se cumplirán todos los contenidos, que los gobiernos resolverán los problemas de conectividad y evitarán las violaciones de los derechos de los pueblos indígenas, pero cada una de estas experiencias de autorganización, sostenibilidad e interdependencia, promovidas desde los propios pueblos y comunidades indígenas, constituye ese hilo invisible que sostiene la interculturalidad.

Como dice la maestra chilena Jeanette Curinao Alcavil, es importante recuperar el saber de la casa y la familia e integrarlo a la educación. “Roberth tiene un tesoro en su familia que es aprender a tejer, su mamá es tejedora. Cuando sea grande y tenga su familia también tendrá que hacerlo, aunque sea médico. Una cosa no quita la otra. Es parte de su legado, es honrar a su mamá, a su abuela con este arte”.

Es la unión de todos los hilos lo que genera el armazón de una comunidad.

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