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Fiesta en la estación Los Andes

La única obra de Odebrecht que generó un cambio para los panameños fue igual de sospechosa: un proceso cuestionado, un costo mayor al pactado y una fiesta de inauguración como acto político. Varela y Roy continuaron el modelo otorgando la Línea 2 con llave en mano. ¿Es posible que la mayor pagadora de coimas de la historia reciente haya construido la obra más cara sin pagar sobornos? Primera entrega de la historia del proyecto emblema de los sobrecostos. 

Por Eliana Morales.

El mismo año en que Ricardo Martinelli dejó el poder, le entregó su obra insignia a Panamá. Fue la tarde del sábado 5 de abril de 2014.

En cada estación había fiesta. En la 5 de mayo, el ballet afroantillano. En la iglesia del Carmen, el ballet Nacional. Tango en la vía Argentina. El ballet folclórico en la Fernández de Córdoba, los diablos sucios en la de San Miguelito, reggaetón en Pan de Azúcar, hip hop en Pueblo Nuevo. El dragón chino bailó en la 12 de Octubre. La gente empezó a reunirse desde la mañana  y hacia el mediodía ya eran cientos amontonados frente a una tarima en el centro Comercial Los Andes, justo donde había quedado la última estación del tren. En la radio, la televisión y los periódicos, se había anunciado el acto del año durante varios meses: “Prometimos, cumplimos”, era uno de los pregones que se escuchaba.  

El gobierno puso toda la carne a la parrilla. Contrataron a los más famosos, caros y populares cantantes del país:  Samy y Sandra, Eddy Lover, Los Rabanes. Hubo fuegos artificiales durante varias horas.  La agenda noticiosa de esa tarde solo se enfocó en la obra. Era el tema del día. 

“Llegó el Metro. A celebrar. Somos oficialmente uno de los 10 países en Latinoamérica que cuentan con metro”, gritó Michelle Simmons, la presentadora de televisión que entretenía a la gente. Eran las últimas escenas de una campaña política álgida. 

Un mes antes de las elecciones presidenciales, el gobierno apostaba a ganar simpatías, tocar corazones y sumar votos con el proyecto. Para eso habían contratado a un experto en revolver emociones a través de la publicidad política: el brasilero Joao Cerqueira Filho de Santana, mejor conocido como Joao Santana, el “hacedor de presidentes”, hombre entrenado en venderle a la gente el vínculo candidato-megaobra. Por eso no era raro ver a José Domingo Mimito Arias, el candidato presidencial de Cambio Democrático, el partido de Martinelli, hacer recorridos en el Metro por esos días. Apostaban a la recompensa de un pueblo agradecido en la elección del 4 de mayo de 2014. El día de la inauguración del proyecto, no importaba el costo desorbitante ni que la obra estuviera inconclusa: faltaban las estaciones de Lotería, que estuvo terminada en agosto de 2014, y la de Curundú, que todavía es una deuda. 

En el vagònEn el vagòn

A las 6:37 de la tarde de ese sábado 5 de abril, el vagón del tren 1104 se detuvo frente a Los Andes. Ricardo Martinelli bajó seguido de ministros, constructores, diputados. Arropado por la gloria, el Presidente subió a la tarima. Camisa beige, jeans, y un chaleco amarillo de los que usan los trabajadores del Metro. Lluvia de papeles de colores sobre la multitud. Gritos y aplausos. Más fuegos artificiales.

Frente a todos, la máquina: potente, rápida, con la capacidad de transportar a miles de panameños desde San Miguelito hasta la terminal de Albrook —13.7 kilómetros, 12 estaciones— en 23 minutos.

“Yo quiero invitar a los trabajadores del Metro a que vengan acá adelante”, exclamó el Presidente bailando. Sus pasos eran torpes, pero nadie se fijaba en eso. Los obreros subieron, lo abrazaron. Le entregaron un regalo: un cuadro gigante con fotografías de momentos importantes de la construcción. “Me dijeron loco y el loco les cumplió”, dijo Martinelli al borde las lágrimas.

El tren había empezado la marcha el 7 de enero 2010, cuando se anunció el proceso de licitación en Panamá Compra. Siete consorcios pujaron para quedarse con el proyecto emblema, pero después de un cuestionado proceso de evaluación, se adjudicó al Consorcio Línea Uno, integrado por dos empresas muy conocidas en el istmo: la brasilera Odebrecht y la española FCC Construcción. 

Odebrecht ya era una vieja conocida en el istmo: había desembarcado en el 2006 para construir un sistema de riego para el agro. Aunque en Brasil y países como Ecuador ya se había instalado la sospecha porque era un pulpo con manejos oscuros —el presidente Rafael Correa la expulsó de su país en 2008—, aquí aun conservaba la imagen de una firma moderna, cumplidora, eficiente. De FCC Construcción se sabía menos: una empresa española con operaciones en países de Europa, Asia y América, que se inscribió en el Registro Público de Panamá en 2002. 

En sociedad, ambas habían propuesto construir el primer tramo del Metro por 1,446 millones de dólares, pero la terminaron con un 38.9 por ciento más: 2,090 millones. Fueron 562 millones de dólares más de lo planificado. Era mucho: doscientos por ciento más que el de Santo Domingo, aunque eran proyectos contemporáneos y muy parecidos. El gobierno panameño pagó más del doble que el dominicano por kilómetro construido. 

Aunque la ejecución avanzó bastante apegada al cronograma previsto, el debate ciudadano  se concentró en el precio, las millonarias adendas, los procesos para modificar el contrato  y en que era “llave en mano”. Un combo que la administración Martinelli puso de moda y que Varela mantuvo. La extensión de la obra desde Los Andes a San Isidro, por ejemplo, costó 145.4 millones de dólares. Y la construcción de la estación El Ingenio, más de 30 millones de dólares. 

Pero eso no importaba el sábado 5 de abril de 2014, cuando los panameños festejaron la llegada del progreso que prometía llevarlos en pocos minutos de Albrook a San Miguelito en horas pico, algo que en bus aún puede tomar horas. El proyecto les iba a cambiar la vida. 

El tren con el Presidente y los pesos pesados de la política y la construcción, salió de Albrook, la primera estación del sistema ferroviario, pasadas las cinco de la tarde. Ministros, empresarios, embajadores. En la televisión los nombraban “invitados especiales”. Un hombre alto, de contextura gruesa y encorvado seguía los pasos de Martinelli. Era quien mejor conocía los recovecos de la obra, cada aspecto de la financiación y de su operación, los momentos bajos y los días buenos. Era André Luiz Campos Rabello, o André Rabello, el hombre de Odebrecht en Panamá. El hombre de los negocios redondos.

Durante la presidencia de Martinelli, Rabello consiguió para Odebrecht 12 proyectos por 5 mil millones de dólares. Pero la Línea 1 del Metro, emblema del quinquenio pasado, estaba particularmente en el ojo de la tormenta por ser la más cara, la segunda más importante después de la ampliación del Canal y porque representaba ese progreso que Martinelli se empeñaba en edificar a punta de negociados. 

Ese día Rabello aparentaba estar contento. Reía. Igual que cuando en octubre de 2013 se le vio en público recorriendo la Cinta Costera 3 con Martinelli. O como cuando en julio de 2012  pasearon juntos en un carrito por el Casco Viejo para inspeccionar los avances de la restauración del barrio. O como cuando el expresidente brasilero Lula da Silva vino a Panamá en mayo de 2011 para inaugurar la Cinta Costera 2. Rabello tenía pericia en hacerse de obras con sobrecostos imposibles y devolver el favor con actos que permitían a los políticos mostrar logros cuando más lo necesitaban. 

Los que le conocen dicen que Rabello es un hombre callado, taciturno, que mide sus palabras. Que nunca más fue el mismo desde que a finales de abril de 2012 su hija adolescente falleció en un accidente en los mares panameños. Con la tormenta del escándalo Odebrecht, delató, pactó, negoció. Y, al menos en Panamá, quedó libre de cargos.

En el vagón del poder y a pocos pasos de Rabello, también viajaba una mujer rubia, alta, elegante, y vestida para impresionar en el trópico. Era Esther Alcocer Koplowitz, la heredera de la española Fomento de Construcciones y Contratas (FCC), que había llegado desde Barcelona a la fiesta del Metro. Ella también celebró. Experta en concretar negocios millonarios en el istmo (más de 3 mil millones desde 2013), había logrado un pacto con Odebrecht para quedarse con la construcción del megaproyecto. Era otra de las estrellas de la gran noche del Metro, y lo disfrutó en primera fila.

Con ellos conversaba Roberto Roy, la cara del Metro, a quien el actual presidente Juan Carlos Varela ratificó en la sociedad anónima Metro de Panamá. 

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La celebración en Los Andes se acabó cuando Martinelli y sus invitados abandonaron el área. Pero en la calle, en los sitios de trabajo, en cada casa panameña, no se hablaba de otra cosa que no fuera el maravillo tren. Todos querían conocerlo, sentir la novedad de llegar en minutos desde Pueblo Nuevo a la 5 de mayo o ir a almorzar a Albrook Mall desde cualquier punto de la ciudad en tiempo récord. Para abordarlo durante sus primeros días, había que tener paciencia, aguantar empujones, y hacer largas filas. Lo hicieron cientos, miles —57 millones de viajeros en el el primer año—. Lo siguen haciendo: de 240 mil a 280 mil usuarios por día. 

El Metro facilitó vidas pero también es el símbolo del sobrecosto. Los números están allí para recordarlo: empezó costando 1,446 millones de dólares, y terminó en 2,090 millones. No quedó ahí. Cuatro años después, en medio de escándalos y procesos judiciales en tres países por corrupción, sobornos y blanqueo, Varela y Roy le dieron el segundo tramo llave en mano a Odebrecht y FCC. ¿Es posible que la mayor pagadora de coimas de la historia reciente haya construido la obra más cara sin pagar sobornos? Roy lo niega, las denuncias generan dudas. 

Pero de eso no sabían los que corearon a Samy y Sandra aquel sábado de abril con aroma electoral. Aunque la prensa local y una multitud de voces ciudadanas advertían del sobrecosto, aún faltaban cuatro años para esa tarde de mediados de diciembre de 2017, cuando a través de Estados Unidos el mundo se enteró que Panamá era de los países donde Odebrecht pagó millonarios sobornos. 

Lea mañana la próxima entrega: Dos viejas conocidas.