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Con el asesinato de líderes sociales, regresa el temor

Hablar con un líder social, en ciertas regiones del país, es casi una labor de espionaje: son necesarios los nombres en clave, los mensajes cifrados… Evitar sitios públicos. El silencio se convierte en ley y romper esa regla establecida por mera intuición para sobrevivir puede acelerar el paso a la muerte.

En Tibú y El Tarra, en Norte de Santander, donde 18 líderes comunales fueron asesinados en los últimos cinco años, hubo acercamiento con personas de la zona durante más de dos meses para entender cómo vive una comunidad sin sus líderes, acechada por el terror impuesto por Peluzos (Ejército para la Liberación Popular) y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en medio de sus disputas por los corredores del narcotráfico.

Pero al intentar concretar hora y día de la cita para desarrollar la investigación de El País y CONNECTAS, plataforma periodística para las Américas, los mensajes de WhatsApp se quedaron en visto. Una semana después la muerte habló: Frederman Quintero, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Kilómetro 48, de El Tarra, y ocho hombres más que lo acompañaban fueron masacrados en un billar del centro de la población ante la mirada de los vecinos.

Entonces, la espiral del terror avanza en diferentes regiones de la misma manera: Primero las amenazas, luego el silencio, después la muerte y con ella, se enquista el miedo. No solo ocurre en Norte de Santander. Al otro lado del país, en el Valle del Cauca el miedo también causa estragos. Son los casos de 357 líderes asesinados como lo confirmó una investigación del periódico El País, Early y CONNECTAS, plataforma periodística para las Américas.

Pasó a comienzos de 2018 en Buenaventura y se esparció por todo el departamento. Después del asesinato de Temístocles Machado, líder del Paro Cívico y líder comunitario del barrio Isla de la Paz, nadie quiso hablar. No importa que tres de sus homicidas ya estén en la cárcel. Ni que los primeros días el dolor los haya llevado a expresar en las calles la rabia, a exigir presencia del Estado por el asesinato de un líder que trabajaba por la recuperación de tierras despojadas de sus vecinos. En esa ciudad, bordeada por el océano Pacífico, poco a poco las reuniones comunales se fueron extinguiendo. Las estrategias fijadas entre los líderes para protegerse unos a los otros se agotaron. Hoy solo susurran sus problemas, pero el impulso que les daba Temístocles para solucionarlos, se esfumó con su vida.

El terror en el Valle del Cauca es intermitente. Este departamento en cinco años fue testigo silencioso del asesinato de 32 de sus líderes sociales. El caso más reciente es el de Libardo Moreno, presidente de la Junta de Acción Comunal de Las Pilas, en zona rural de Jamundí. Han pasado dos meses desde que lo mataron a disparos y ni su esposa, ni sus hijos, ni sus amigos se atreven a contestar los mensajes que se envían a través de conocidos.

Incluso Lina Tabares, líder defensora de Derechos Humanos e integrante de la Junta de Acción Comunal del barrio La Pradera en ese municipio, dice que la familia de Libardo jamás se volvió a ver. No se sabe nada de ellos y tampoco de los proyectos que impulsaba este líder para mejorar el servicio de acueducto en su vereda y que en últimas -dicen-, terminó llevándolo a la muerte.

Ese miedo enquistado en las regiones y el daño que causa en los liderazgos retumba en la cabeza Carlos Guevara, investigador de la organización Somos Defensores. Los diez años que lleva viendo cómo la violencia arrasa con los bastiones de legalidad que abanderaban los líderes le da argumentos para advertir que “el fenómeno de violencia contra un líder no finaliza con la muerte. Los matan a ellos, pero siguen con la familia, con los amigos…

Sustenta sus palabras con la reciente investigación de Somos Defensores que documentó 107 entrevistas a familiares de víctimas y compañeros cercanos de la organización. El resultado no necesita explicación: El 67 % de familiares y amigos fueron amenazados, el 22 % tuvo que desplazarse; el 22 % sufrió atentados, el 20 % de los líderes que quedaron en el territorio también fueron asesinados y en el 13 % de los casos, se les robaron información valiosa para sus procesos.

Lo cotidiano es que la muerte sea el inicio de un nuevo ciclo de terror. Como el que vive la familia Cuero Ortiz: A don Bernardo, fiscal de la Asociación Comunitaria de Afrocolombianos Desplazados, que luchaba por restablecer los derechos de estas comunidades, lo asesinaron el 7 de junio de 2017 cuando dos hombres le dispararon frente a su casa desde una moto. El crimen ocurrió en Malambo, Atlántico, donde huyó por las amenazas que recibió en su natal Tumaco, Nariño. Su sangre no fue suficiente. El 19 de marzo pasado mataron a sus hijos luego de testificar contra los sicarios.

Esa muerte ya había sido anunciada por el defensor Nacional del Pueblo, Carlos Alfonso Negret, con tres meses de anticipación a través del sistema de alertas tempranas que usa para advertir sobre escenarios de riesgo: “Casi que con nombre propio le dijimos en marzo al Gobierno nacional: ¡Van a matarlos! Al 22 de agosto, 33 de los 40 líderes fueron asesinados en los municipios donde hicimos alertas”.

Por eso, Lina Tabares, la líder de Jamundí, reclama que el Estado ha sido incapaz de ponerle freno al reciente “exterminio” de los líderes sociales, así en septiembre pasado, durante un debate de Control Político en el Congreso de la República, la ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez, haya enumerado cuatro decretos y otras tres normas “generales y particulares” para promover la protección de los líderes en el país.

Hablar del dolor, de la ausencia, del miedo puede ser letal para las personas que siguen de en pie. Más al sur del país está el Cauca, departamento que aportó entre 2012 y 2017, 62 personas a lista de asesinatos.

“Debemos tener cero tolerancia con el asesinato de líderes sociales. Me da escalofrío hablar de cifras. Todos eran seres humanos que deberían estar vivos”.

Edward Rodríguez, representante a la Cámara del Centro Democrático

Hubert Erazo, asesor de Derechos Humanos de la Alcaldía de El Tambo, en medio de su hermetismo revela que hay líderes que jamás han pisado la zona urbana de su municipio y los mensajes, de vereda a vereda, llegan a lomo de mula. Allá, en ese pueblo del Cauca enclavado en una montaña de la cordillera occidental, en un mes de 2016 mataron a tres integrantes de juntas de Acción Comunal. Después, el miedo obligó a trece de sus quince concejales a dejar sus sillas vacías.

En El Tambo no reciben a extraños porque saben que ponen en riesgo su seguridad y la de los visitantes. Las autoridades que se atreven a llegar lo hacen bajo riesgo propio, despojados de sus esquemas de seguridad. Ni siquiera la paz que prometió la firma del Acuerdo para la terminación del conflicto entre el Gobierno y la guerrilla de las Farc llevó tranquilidad a esas poblaciones. Tampoco a Nariño, a Antioquia, a Córdoba, a Chocó, a Arauca... Solo 5 de los 32 departamentos que conforman el territorio nacional han salido ilesos de la muerte.

En 2012, cuando comenzaron los diálogos en La Habana, la cifra de líderes asesinados fue de 60, y aunque entre 2013 y 2015 la tregua entre Estado y guerrilla trajo una calma para quienes trabajan por sus comunidades (57 muertes por año), en 2016 el terror volvió a mostrar sus garras: La cifra de muertos ascendió a 67 y en 2017, cuando se suponía que Colombia acariciaba la paz, los líderes asesinados fueron 74.

Eso muestran las cifras oficiales de la Fiscalía General de la Nación a las que tuvo acceso El País, Early y CONNECTAS, plataforma periodística para las Américas. En total, 357 personas asesinadas entre 2012 y 2017.

De los 25 tipos de líderes que fueron identificados en esos registros, el blanco principal son quienes integran las juntas de Acción Comunal, esas organizaciones aliadas del Estado desde 1958 y a las que después de la Constitución de 1991 se les otorgó capacidades administrativas y operativas.

En entrevista con El País y CONNECTAS, plataforma periodística para las Américas, el fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, admite que los líderes “eran la expresión de la legalidad en esos territorios, ante la ausencia del Estado", pero también “un elemento de perturbación” para los objetivos de las organizaciones criminales”. Por eso, los 357 asesinatos de los últimos cinco años ponen a tambalear la institucionalidad. Esos 357 líderes ya no están y su muerte no fue el fin de una persecución.

El legado

En el departamento de Arauca la mayorìa de los líderes sociales asesinados eran mujeres. María del Carmen Moreno era presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda Caño Rico, en Arauquita. En sus doce años de labor social llevó redes de energía, de acueducto y logró que se construyera un puente vehicular. Sus cuatro hijos, seis meses después, todavía lloran su muerte.

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Miércoles. Nueve de la mañana. Antonio no llega solo. El expresidente de la Junta de Acción Comunal del barrio El Limonar 1 presenta con la mirada a otro hombre que camina a su lado y traza una ruta que todos seguimos en silencio hasta llegar a un negocio de artesanías contiguo a la Iglesia que, a esa hora, está deshabitado; es el único lugar del corregimiento San Antonio de Prado (Medellín) donde acceden a hablar sobre lo que nadie quiere: el asesinato de líderes sociales.

Solo huyendo, algunos logran sobrevivir. “En 1991 me dijeron: en tal fecha te vamos a matar. Tuve que desplazarme”, dice el acompañante de Antonio que lleva la mitad de su vida apuntando en una libreta fechas, lugares, nombres, datos de su comunidad que jamás debe dejar escapar un líder social. En una de sus hojas explica los momentos de persecución en su pueblo.

Cada momento de riesgo estuvo relacionado con su trabajo. Uno de ellos fue durante su periodo como Presidente de la Junta de Acción Comunal de El Limonar 1, mientras impedía la construcción del relleno sanitario El Guacal por su impacto ambiental sobre la comunidad.

Para esa época, el padre Óscar Ortiz, párroco del corregimiento, señalaba desde el púlpito a los habitantes que él consideraba ‘ovejas descarriadas’. Fue cuando paramilitares del Bloque Cacique Nutibara interpretaron la palabra con asesinatos, torturas, castigos. En total, tres años de calvario que terminaron con la captura del padre Óscar, quien en 2013 fue condenado a 19 años de prisión por concierto para delinquir y desaparición forzada.

Después, la amenaza vino de la mano de bandas criminales dedicadas al microtráfico que desaparecían a líderes por denunciar sus negocios ilegales. Ahora el peligro corre por cuenta del regreso de los paramilitares vestidos de Autodefensas Gaitanistas de Colombia, que ya dejaron su huella en decenas de casas ubicadas a lo largo de la única vía de acceso que tiene ese pueblo. Incluso, la fachada de la caseta comunal del Limonar 1 tiene estampado en letras rojas ACG, sigla con la que se identifica ese grupo criminal. Debajo de ellas, amenazante, escribieron: ‘Presente’.

A Julio César Rengifo, presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio Belén de la Comuna 16 de Medellín, quien está a 45 minutos de distancia del hombre de la libreta, también le pusieron una lápida de la que por fortuna pudo zafarse: “De la casa me sacaron más de 20 hombres de la Sijín solo con lo que tenía puesto porque me iban a matar”. Él no lo dice, pero tiene que claro que ser la voz de su comuna es pecado.

Después de huir, la Unidad Nacional de Protección (UNP) le puso un esquema de seguridad por las reiteradas amenazas, pero en cuestión de días se lo quitaron porque por su “nivel de riesgo no requería protección”. Qué más da. Después de 25 años de liderazgo y persecución ya aprendió a vivir con el peligro a cuestas. Sin nadie que lo proteja, ni que le garantice seguridad; ahora viaja en bus esquivando la muerte. Muerte de la que no pudo escapar María del Carmen Moreno, presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda Caño Rico, en Arauquita. Ella no tuvo quién la sacara escoltada de su finca en marzo pasado. En sus doce años de labor social gestionó redes de acueducto, de energía y la construcción de un puente vehicular para sustituir un entablado que ahora son su legado.

Uno de sus hijos repasa los cuadernos en los que María del Carmen plasmaba sus preocupaciones, deudas, citas y proyectos de desarrollo para su comunidad. Encierra con su dedo el dibujo de un puente peatonal y susurra que fue la única tarea que su mamá no pudo terminar: su secuestro, dicen que a manos de delincuentes que cruzaron la frontera con Venezuela, y posterior asesinato hace seis meses detuvieron el proyecto. Sus cuatro hijos, hoy ya universitarios,no volvieron a la finca y tampoco saben en qué quedó esa obra. No es que no les interese, es que el miedo que cargan es más pesado que la cruz que llevaba su mamá.

“¿Si eso pasa con los hijos, usted cree que el vicepresidente que es la persona que sigue en la lista, va a asumir? La junta va quedando sin coordinador, sin líder. Queda una herida en la familia. Queda el impacto en la comunidad”, lamenta Juan de Jesús Gómez, presidente de la Asociación de Juntas de Acción Comunal, Asojuntas, en Arauquita, departamento de Arauca, donde en los últimos cinco años ocho líderes fueron asesinados. Cinco de ellos eran mujeres.

El Fiscal General de la Nación admite que en la planeación del posconflicto el Estado se quedó “bastante rezagado” y asegura que “mientras se negociaba la paz, la gran amenaza que se sugería al país era la inseguridad en los centros urbanos y se les olvidó que el caldo de cultivo del crimen es el narcotráfico”.

Entonces, pese a los gritos ahogados de periodistas, ciudadanos en las redes sociales, defensores de derechos humanos, organismos internacionales y algunos funcionarios del Estado, el miedo por la reactivación de los cultivos ilegales, el narcotráfico y la corrupción, se esparce sobre pueblos, ciudades, departamentos e impide que en esas comunidades nazcan nuevos liderazgos. Por eso, Antonio y su acompañante hablan de lo que nadie quiere bajo las sombras del negocio contiguo a la Iglesia.

Proceso de la mascara