Mientras el gobierno colombiano celebra la meta de erradicar 130 mil hectáreas de hoja de coca en 2020

Organizaciones campesinas y académicas denuncian prácticas para inflar cifras, exagerar éxitos operativos y presentar resultados donde no los hay.

Erradicación forzada en Colombia, Una historia de denuncias y cifras cuestionables

Por Ricardo L. Cruz para Vorágine y CONNECTAS

ira, ¿si los ves allá, sobre el filo del cerro?”, dice Eladio*, hombre espigado de machete al cinto, sonrisa amplia y piel tostada por el sol, mientras señala con su largo dedo índice el grupo de soldados apostados en la ladera de la montaña que se divisa desde su finca, ubicada en una de las 10 veredas que conforman el corregimiento San Juan de Puerto Libertador, municipio en las estribaciones del Nudo de Paramillo, imponente accidente geográfico del noroccidente de Colombia.

En esta extensa región, de planicies irregulares, bordeadas por montañas que no superan los 2.000 metros sobre el nivel del mar, atravesadas por riachuelos de aguas mansas y poco profundas en verano, pero bastante caudalosas y bravías cuando llegan las lluvias, se libró entre finales del siglo pasado y comienzos del actual una guerra sin cuartel de extrema crueldad y sevicia entre guerrillas de izquierda, paramilitares de extrema derecha y Fuerza Pública.

Una década atrás, ver a soldados desfilando por sus tierras significaba para los pobladores de esta región la inminencia de combates entre el Ejército y la extinta guerrilla de las Farc-EP. Pero hoy, todos allí saben que las fuerzas del Estado recorren extensas veredas, cerros y sabanales del Nudo de Paramillo con un nuevo propósito: erradicar sembradíos de hoja de coca.

Las labores de erradicación por parte de los uniformados comenzaron, según los labriegos del corregimiento San Juan, la última semana de enero de 2021. Muchos de ellos temen que estas nuevas jornadas terminen mal, tal como sucedió en febrero de 2020, cuando se registraron dos enfrentamientos entre miembros del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) de la Policía Nacional y cientos de campesinos dedicados al cultivo de hoja de coca en diversos parajes que, por fortuna, no dejaron heridos ni hechos que lamentar. En este corregimiento, según denuncian sus pobladores, los choques entre Fuerza Pública y labriegos cocaleros se repitieron durante la segunda semana de agosto del año pasado.

Los campesinos cocaleros de este caserío perdido en las estribaciones del Nudo de Paramillo sienten que estos operativos de erradicaciones forzadas se están convirtiendo en todo un “negocio político” en el que ellos terminan siendo los comodines. Eladio, por ejemplo, dice que durante 2020 los equipos de erradicadores, bien fuera los civiles contratados por el Ministerio de Defensa para ejecutar esta labor, bien fuera los militares enviados a cumplir la orden de erradicar a la fuerza, arribaron a los cultivos de hoja de coca para negociar la erradicación con el propietario.

Se trató de un “pacto” donde los erradicadores solo cumplían la mitad de su tarea o la hacían mal a propósito: no arrancaban la mata desde su raíz, sino que la rozaban a la mitad de su tronco.

“Entonces, ¿qué pasa?-explica Eladio-. Eso vuelve a retoñar a los dos, tres meses, hasta toda bonita otra vez; ¿qué hace el campesino? Pues raspar nuevamente (arrancar las hojas de la mata); los erradicadores vuelven y pasan, ¿y qué dicen? Que el campesino volvió a resembrar; entonces, ellos vuelven a arrancar otro poquito aquí, otro poquito allá y así todo el año. Y luego dicen: ‘arrancamos 300, 400 hectáreas de hoja de coca en Córdoba. Así le pasó a un vecino estos días: Llegaron los soldados y el hombre estaba en su ‘lotecito’ (sembradío). El vecino les dijo: ‘Amigos, no me dejen sin con qué comer, que ustedes saben que es así’. ¿Qué le dijeron los militares? ‘Listo, vamos a arrancar una parte, ‘raspe’ lo que le quede y luego arranca”.

Se trata de un secreto a voces que circula desde hace años en las profundidades de las tierras cocaleras: “Ellos mismos (la Fuerza Pública) arrancan las matas de aquí y las siembran más allá. Luego pasan, arrancan y vuelven y siembran en otro lado y así, todo el año en esas. Luego dicen que estas tierras están inundadas de coca, cuando no es así. Eso ha sido siempre así por acá, el año pasado hicieron eso”, señala Raúl Álvarez, vicepresidente de la Asociación de Campesinos del Sur de Córdoba (Ascsucor), organización defensora de derechos humanos con presencia en el Nudo de Paramillo.

Conflicto armado en el Nudo de Paramillo

La firma del Acuerdo de Paz con la extinta guerrilla de las Farc-EP no se tradujo en seguridad, paz, y mejores condiciones de vida para los pobladores del Nudo de Paramillo. En 2020, la región fue escenario de varias masacres.

“Tenemos que mostrar resultados”

Raúl Álvarez nació en Santander, departamento ubicado en el extremo oriente colombiano. Llegó al Nudo de Paramillo en el 2000 y desde entonces, no ha parado de recorrer paraje, vereda, caserío y pueblo de esta región inhóspita, tan diferente a su tierra natal. Por ello, afirma haber sido testigo de prácticas como estas en amplias zonas rurales del Nudo de Paramillo donde crece la hoja de coca. También estuvo presente en varios enfrentamientos presentados en esta región durante el primer trimestre de 2020. “Por acá el campesino le tiene más miedo a la Fuerza Pública que a los ilegales”, dice sin titubear.

Gracias al conocimiento adquirido sobre la región, el líder social plantea interrogantes como el siguiente: “El mismo Gobierno Nacional dijo que aquí, en Puerto Libertador, había unas 800 hectáreas de hoja de coca, algo que me parece extraño porque yo, que soy campesino, le puedo decir que aquí no había todo eso; y ahora dicen que erradicaron de este mismo municipio unas 2.000 hectáreas. Eso sí no lo entiendo”.

En efecto, el total de hectáreas sembradas con hoja de coca en 2019, reportadas para el departamento de Córdoba por la Oficina en Colombia de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC) fue de 2.800. Pero un año más tarde, en medio de la pandemia de covid-19, la Dirección de Policía Antinarcóticos (DIRAN) informó que erradicó de este mismo departamento unas 4.219 hectáreas de cultivos ilícitos; es decir, unas 1.419 hectáreas más de las reportadas en 2019 por la UNODC, cifra que no les cuadra a organizaciones como Ascsucor.

Interrogantes similares plantean líderes campesinos de El Bagre, municipio del departamento de Antioquia, ubicado a 400 kilómetros de su capital, Medellín. La UNODC reportó en 2019 la presencia de 655 hectáreas de cultivos ilícitos en esta localidad a orillas del río Nechí. Pero, según la DIRAN, de allí mismo fueron erradicadas en 2020 unas 3.000 hectáreas de hoja de coca.

“¡Hombre, no hay esas hectáreas en pastos, para qué digan que había eso en coca! Eso es falso”, dice Víctor*, líder campesino de este municipio.“Yo que conozco este pueblo, puedo decirle que si hay 500 hectáreas de coca, es mucho”, asegura. Este dirigente comunitario se puso en la tarea de documentar los hechos relacionados con la erradicación forzada desde 2018, año en que se intensificaron los operativos contra los cultivos ilícitos.

La documentación, escrita con su propio puño y letra en hojas de papel, contiene casos como el siguiente: “septiembre de 2018, operativo de erradicación forzada en la vereda Los Medios. Otra compañía con contrato de tres meses. Nuevamente las comunidades se movilizan y alzan su voz de protesta (…) las tropas al parecer aplican una política que consiste en negociar el 30 por ciento del cultivo y se gastan los tres meses del contrato para legalizarlo con supuestos resultados de tantas hectáreas erradicadas para sacar comunicados noticiosos”.

También figura una anotación hecha el 20 de abril de 2020, cuando, en medio de la pandemia de covid-19, Fuerza Pública y erradicadores iniciaron operativos simultáneos en todo el municipio de El Bagre, implementando “tres modalidades bajo la misma política de negociar con el campesino productor de erradicar un 30 por ciento y dejar el resto”.

La última anotación consignada por el líder campesino data del 31 de enero de 2021: “operativo de erradicación forzada en la vereda Santa Teresa. Se movilizan más de 600 campesinos para impedir la erradicación y que se implementen medidas de inversión en el territorio. El teniente al mando del operativo dice: ‘hagamos acuerdos, déjennos erradicar parte del cultivo porque debemos trabajar y dar resultados’. Las comunidades no aceptan y deciden detener la erradicación acampando cerca del puesto de dirección de la Policía (…) los insultos verbales de parte y parte llegan a choques el día 3 de febrero (…) el día 5 nuevamente enfrentamientos a campo abierto porque la comunidad impide las actividades de erradicación. Se le comunica al personero que fue capturado un campesino quien es trasladado ante un juez para judicializarlo. Por su parte la Policía manifiesta que en el choque resultó supuestamente un antimotín herido en un brazo”.

¿Qué dice el gobierno?

“Se conocieron 10 casos puntuales, en junio de 2020, allí se tuvieron que tomar acciones para estos casos particulares. Vamos a revisar a fondo toda la estrategia de erradicación, lo que incluye la operatividad, el cumplimiento de reportes y donde tengamos que hacer garantía y mejoramiento, se hará; pero tenemos la tranquilidad, con la información que hemos recibido, que los esfuerzos que se han hecho es para dar unas medidas que tengan legitimidad y que tengan todos los controles y supervisiones”.

Así le respondió el ministro de Defensa, Diego Molano, al medio de comunicación colombiano Caracol Noticias, que a mediados de febrero de 2021 publicó un informe en el que denunciaba cómo los equipos de erradicadores inflaron sus resultados para así cumplir las metas de erradicación; en otros casos, estos grupos negociaron las erradicaciones con los propietarios de los predios. El informe periodístico se conoció semanas después de que este Ministerio informó a la opinión pública haber cumplido la meta de erradicar a la fuerza unas 130 mil hectáreas de cultivos ilícitos en 2020, el año de la pandemia.

Para el Gobierno se trató de un resultado histórico nunca antes visto en la lucha contra los cultivos ilícitos. Pero para expertos en políticas antidrogas, como Pedro Arenas, cofundador de Viso-Mutop, organización que acompaña comunidades campesinas en la Amazonía colombiana, las cifras hay que recibirlas con bastante recelo.

“No creo que el gobierno colombiano haya alcanzado esa cifra”, advierte Arenas, y explica: “No hay una entidad independiente que certifique los resultados de la Fuerza Pública, pues estos son reportados por el propio Ministerio de Defensa: ellos planifican las operaciones, van a campo, ejecutan los operativos y ellos mismos se certifican. Y ninguna entidad por fuera del Ministerio puede corroborar esto. De ahí que voceros de diversas comunidades planteen: “¿cómo es posible que el año pasado erradicaran tantas hectáreas y este año estén prácticamente las mismas?”.

A juicio de Arenas, a esta inquietud por la veracidad de las cifras de erradicación se suma un hecho incontrovertible: los altos indicadores de resiembra, fundamentalmente allí donde se llevan operativos de erradicación forzada o donde se ha asperjado vía aérea con el fungicida glifosato, situación que pone en cuestión la efectividad de esta estrategia en la lucha contra los cultivos ilícitos.

“Los indicadores de resiembra, en el caso de la erradicación manual, en departamentos como Nariño (sur de Colombia), oscilan entre el 60 y el 65 por ciento. Hay estudios que señalan que, para el caso de las aspersiones aéreas, el nivel de resiembra llega al 70 por ciento. El gobierno nacional también acepta que la resiembra de cultivos ilícitos puede ser superior al 50 por ciento”. Así, para este activista, “todos los gobiernos quieren mostrar resultados en el corto plazo. Detrás de esta decisión está la necesidad de continuar recibiendo el paquete de ayudas económicas de Estados Unidos y así mantener todo un negocio y toda una empresa, como son las operaciones de erradicaciones forzadas”.

Según estudios realizados por la Fundación Friedrich Ebert Stiftung Colombia (FESCOL), Colombia se gastó en nueve años unos 79,9 billones de pesos en fumigación aérea con glifosato. La misma entidad calculó cuánto costaría apoyar la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos de 80.400 familias si se les entregaran 40 millones de pesos por núcleo: 2,9 billones de pesos.

Las evaluaciones realizadas por organizaciones expertas en política antidrogas tampoco dejan bien librada la estrategia de la erradicación forzada. En junio de 2020, la Fundación Ideas para la Paz (FIP), importante centro de pensamiento colombiano, publicó una investigación en la que calificó la erradicación forzada como “una herramienta con bajos niveles de eficiencia y efectividad. Un buen ejemplo de esto es lo que ocurre en Tumaco. Una vez que el grupo de erradicación termina su jornada (…) avanza hacia el siguiente lote. Al cabo de tres días se habrán alejado unos cinco kilómetros. Esta rutina se repetirá durante dos o tres meses. Cuando el grupo de erradicación se aleja, los cultivadores vuelven a sembrar, pues es poco probable que el escuadrón que erradica retorne pronto”.

Un año antes, el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes de Colombia, publicó un informe titulado “¿Es eficaz la erradicación forzosa de cultivos ilícitos?”. Las evidencias teóricas y empíricas recolectadas por los investigadores llevaron a plantear que no, pues “la destrucción de laboratorios y las incautaciones han sido más efectivas que la erradicación de cultivos (…) la poca eficacia de la erradicación se debe a que la resiembra es relativamente fácil y económica. El valor de producción de la hoja de coca es muy pequeño en comparación con los demás eslabones de la cadena, y reemplazar una hectárea sembrada es más fácil que reemplazar el producto final incautado”.

De acuerdo con este estudio, la erradicación forzosa tiene efectos inmediatos en la reducción de cultivos, pero implica sacrificar resultados de largo plazo y genera efectos negativos sobre las comunidades cocaleras, como la profundización del conflicto y el riesgo de violaciones de derechos humanos.

¿Vuelve el glifosato?

Quien sí dio crédito a los resultados informados por el gobierno colombiano en su lucha contra los cultivos ilícitos fue el gobierno Estados Unidos. El Departamento de Estado de ese país, a través de su informe anual Estrategia de control de estupefacientes 2021, que todos los años debe presentar ante el Congreso, certificó los esfuerzos realizados por Colombia en la lucha antidrogas, particularmente en materia de erradicación forzada.

“El presidente (Iván) Duque anunció el 30 de diciembre que el gobierno colombiano cumplió su objetivo de erradicar 130.000 hectáreas de hoja de coca en 2020, a pesar de los desafíos planteados por la pandemia de covid-19 y un cierre nacional de seis meses”. El documento también reconoció la captura y muerte en combate de importantes cabecillas del crimen organizado, la incautación de por lo menos 579 toneladas métricas de cocaína, 22.868 toneladas métricas de precursores químicos sólidos y casi cinco millones de galones de precursores químicos líquidos.

Dicha certificación permite el desembolso de 25 millones de dólares por parte del gobierno de Estados Unidos para que Colombia fortalezca su lucha contra las drogas. Además, el Departamento de Estado ve con buenos ojos el retorno de las aspersiones aéreas con el fungicida glifosato como estrategia para reducir la producción de cocaína en un 50 por ciento en los próximos dos años.

“Es probable que los esfuerzos actuales no sean suficientes para lograr el objetivo de reducir el cultivo de hoja de coca y la producción de cocaína en un 50 por ciento de los niveles de 2017 para fines de 2023. Para lograrlo, Colombia deberá continuar expandiendo la erradicación manual e implementar su objetivo declarado de reiniciar la fumigación aérea de forma segura, limitada y efectiva”, consigna el Departamento de Estado en su informe.

Para analistas internacionales como Adam Isacson, director para la veeduría de la defensa de la Oficina en Washington de Asuntos Latinoamericanos (WOLA), quizás uno de los estadounidenses que mejor conoce las problemáticas colombianas, no sorprende este anuncio del actual gobierno de Joe Biden, en tanto su administración también financiará parte de la lucha antidrogas que libra Colombia.

“Creo que Joe Biden continuará muchos de los mismos programas, pero quizás no haya tanto énfasis en la erradicación”, declara Isacson, y agrega: “Una cosa es clara: continuarán pagando el costo de muchos equipos de erradicación manual y si el gobierno de Biden considera que se han llenado los requisitos legales y ambientales exigidos por las autoridades judiciales colombianas para retornar la fumigación con glifosato, pues también van a financiar eso”.

Para Isacson es claro que la presión ejercida desde Estados Unidos para que Colombia cumpla sus metas anuales en la lucha contra las drogas ilícitas, estaría incentivando la adopción de medidas como la erradicación forzada, en detrimento de otras iniciativas como la sustitución voluntaria.

“Otra manera de presionar a Colombia es financiando parte del costo de la lucha antidrogas”, afirma el especialista. “En 2019 aumentó la ayuda de Estados Unidos para la erradicación forzada y en 2018 hubo un “regalito” de 124 millones de dólares, dinero que se recortó de la ayuda a Centroamérica para entregársela a Colombia”.

“El glifosato mata todos los cultivos, menos el de coca”

“Eso sí sería fatal para nosotros”, responde Raúl Álvarez, vicepresidente de la Asociación de Campesinos del Sur de Córdoba (Ascsucor), cuando se le pregunta por la posibilidad del retorno de las aspersiones aéreas con el fungicida glifosato a regiones cocaleras como el Nudo de Paramillo.

“Desde diciembre se escucha el rumor de que van a volver a fumigar con glifosato. Hace 15 años bañaron todo el Nudo de Paramillo con ese veneno, ¿qué pasó? Que mataron toda la comida: el ñame, la yuca, el arroz, pero a la coca no le pasó nada. Y es que no le pasa nada porque el campesino cocalero encontró la forma de combatir el glifosato: roza el palo hasta la mitad y eso vuelve a retoñar o lo protege con agua y melaza. ¡Todo mundo por aquí sabe eso! Aquí, el glifosato nos dejó hasta un muerto”.

En efecto, denuncias de Ascsucor señalan que en 2010 el campesino Jáder Paternina Sierra falleció, según exponen, cuando este rozaba su cultivo de hoja de coca para protegerlo del herbicida. “El hombre estaba en esas cuando pasó la avioneta y soltó ese veneno. Prácticamente lo bañó con glifosato. El hombre inmediatamente se puso mal, lo tuvimos que llevar al hospital y al otro día se murió”, recuerda Raúl. Y agrega: “Íbamos a iniciar acciones legales. Inicialmente, Medicina Legal nos dio un dictamen donde la causa de muerte se atribuyó al glifosato. Pero un mes después, el dictamen inexplicablemente cambió”.

“Eso de la fumigación nos preocupa enormemente”, dice por su parte Élmer Zapata, actual presidente de la Asociación de Cacaoteros de Valdivia (Asocaval), una de las iniciativas de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos más estables, sólidas y sostenibles que existen actualmente en el noroccidente colombiano. Nació en 2009, hoy cuenta con 63 familias asociadas que decidieron dejar atrás la hoja de coca y ya exportan cacao a Reino Unido, Alemania y Estados Unidos, gracias a su certificación de fairtrade o de comercio justo.

En el pasado, Élmer también fue cultivador de hoja de coca. Por ello sabe que el glifosato suele ser bastante mortífero con los cultivos de pancoger, pero no con la coca. “Yo, cuando era cultivador de coca no le tenía miedo a la avioneta. La avioneta pasaba y soltaba ese veneno; entonces, luego pasaba yo y renovaba los cultivos: rozaba de nuevo las hojas. Se atrasaba un poquito la cosecha, ¡pero a los seis meses ya estaban esas matas otra vez hermosas! O desintoxicaba las matas: les echaba melaza (agua con extracto de caña de azúcar), o productos a base de aminoácidos. Y ya, volvían a retoñar. Pero eso sí, los cultivos de pancoger como el plátano y la yuca, tan solo huelen el glifosato y ya se mueren”.

Por ello ve con gran preocupación que retornen las fumigaciones áreas con este fungicida, máxime cuando en 2010, “recién establecidos los cultivos de cacao, pasó (Policía) Antinarcóticos fumigando. Instauramos demandas, incluso a un campesino lo tuvieron que indemnizar. Desde el año pasado están diciendo aquí en el pueblo que van a volver a fumigar, nosotros desde Asocaval le enviamos una carta al Ministerio de Defensa, la Gobernación de Antioquia, la Alcaldía de Valdivia, donde referenciamos 302 familias vinculadas a la actividad productiva del cacao, con coordenadas, con nombre del predio, para que ellos puedan mirar cuáles son las familias que han venido apostándole al tema lícito. Porque si nos preocupa que toda la inversión hecha en estos 11 años se acabe así, de momento, con una estrategia que, para mí, no funciona”.

Y continúa: “Esas familias, que en el pasado también eran cocaleras, pues hoy tienen un ingreso digno y tranquilo. Pueden decir que el cacao les da para vivir, para darle estudio a los hijos”.

Zapata reconoce que, pese a las bondades que ha prodigado el cacao en esas tierras, la hoja de coca continúa siendo el principal cultivo en la región. “Curiosamente, después del proceso de paz, la coca se regó por acá. Hay mucha, pero mucha. Puedo asegurar que la única vereda del municipio que no tiene coca es donde estamos nosotros con el cacao. La gente dice que mientras no haya otra cosa mejor de qué vivir, ¿para qué la van a dejar? Además, los programas de sustitución por aquí no han funcionado. Nosotros somos la excepción de la regla”.

Erradicación forzada como campo de batalla

Mientras Eladio contemplaba al grupo de militares apostados en la montaña que se divisa justo en frente de su predio, en el corregimiento San Juan de Puerto Libertador, detrás de ese cerro, en ese mismo momento, campesinos y Fuerza Pública se trenzaban en una fuerte confrontación. Claro está, la noticia le llegó un par de horas después, gracias a unos videos filmados por los propios campesinos por medio de sus teléfonos móviles, los cuales fueron distribuidos a través de la red social Whatsapp.

Eladio reprodujo los videos en su teléfono móvil. Las escenas son fuertes y dantescas: allí se escuchan tiros de fusil, se observan los gases lacrimógenos, se oyen gritos de mujeres y niños y se ve a un campesino herido en su pierna derecha. El labriego no pudo aguantar su indignación: “Hace años llegaba el Ejército y nos trataba de ‘guerrilleros HP’. Ahora nos dicen que somos colaboradores de los ‘paracos’, pero uno no ve que se den plomo con ellos. Los soldados solo vienen a arrancarle la coca al campesino y a tratarlo mal. Pero, es lo que yo me pregunto: ¿para qué tanto militar? ¿Para arrancar 100, 200 hectáreas que hay si acaso? ¿Cuánto costará todo ese operativo? ¿Por qué no le metieron esa platica al PNIS?”. El PNIS es el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos.

Antes de finalizar el día, la Asociación de Campesinos del Sur de Córdoba, (Ascsucor), denunció que “miembros de la Policía Nacional dispararon ráfagas de fusil de manera indiscriminada contra los campesinos que resistían las erradicaciones forzadas. Allí se presentó el ESMAD, quienes con gases intentaban dispersar a la población campesina protestante (…) las ráfagas de fusil impactaron contra la humanidad de un campesino, al parecer, fracturándole su pierna izquierda”. El enfrentamiento ocurrió a poco más de 80 kilómetros del corregimiento San Juan, según informó en su comunicado Ascsucor.

Escenas como las que indignaron al campesino cordobés se repitieron durante 2020 a lo largo y ancho del país. Según el Observatorio de Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria, iniciativa de las universidades de El Rosario, Nacional de Colombia y Pontificia Universidad Javeriana, en 2020 se registraron 55 enfrentamientos en medio de jornadas de erradicación forzada, que a su vez dejaron nueve personas muertas en confusos hechos y un total de 58 heridos, varios de ellos de consideración.

Se trata de un aumento significativo con respecto a los casos registrados en 2019, cuando el mismo Observatorio consignó cuatro eventos, que tuvieron lugar en Putumayo (Valle del Guamuez, Puerto Asís, San Miguel) y Norte de Santander (El Zulia). En uno de ellos (Valle del Guamuez, febrero de 2019) se registraron dos heridos luego de fuertes enfrentamientos entre campesinos y miembros del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) de la Policía.

Arnovi Zapata, líder campesino oriundo del sur de Córdoba y actual presidente de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (COCCAM), colectivo que nació hace cuatro años con el fin de incidir en el diseño de la política antidrogas en Colombia, señala que “fueron hechos que sucedieron, en general, en todo el país donde hubo erradicaciones, pero sí fueron más fuertes las agresiones de la Fuerza Pública en Guaviare, Putumayo, Cauca, Nariño, Córdoba y Antioquia”.

Para el líder campesino, el aumento de las agresiones en los operativos de erradicación forzada podría explicarse en que “Ejército y Policía tienen orden de erradicar los cultivos por encima del que sea, sin respetar los derechos de los campesinos. Yo mismo he sido testigo de soldados que llegan a los cultivos diciendo que ellos tienen la orden de darle plomo al que se atraviese. Y los campesinos dicen que ellos están solicitando la implementación de la sustitución voluntaria y que no se van a dejar arrancar las matas así como así”.

Para Pedro Arenas, experto en política antidrogas y cofundador de la organización Viso-Mutop, la explicación al aumento de las confrontaciones durante el desarrollo de jornadas de erradicación podría deberse a que “la hoja de coca es un cultivo que brinda ingresos cada dos meses, que a su vez suele irrigar la economía de territorios donde la presencia estatal es poca o nula y suele generar empleo. Bajo estas circunstancias, la erradicación significa para una comunidad campesina, nada más y nada menos, perder la única fuente de ingresos allí donde no hay otras alternativas económicas, lo que a su vez implica someterse al hambre”.

La otra cara de esta moneda la constituyen los civiles y militares que han perdido la vida o han resultado heridos en cumplimiento de jornadas de erradicación, cuyas cifras también registraron preocupantes aumentos durante 2020.

De acuerdo con la Dirección de Policía Antinarcóticos (DIRAN), se presentaron aumentos en los hostigamientos, que pasaron de siete en 2019 a un total de 12 en 2020; ocurrieron 185 casos más de incidentes o choques con campesinos con respecto a 2019 (224 en todo 2020) y el número de policías heridos y fallecidos en jornadas de erradicación aumentó significativamente: 35 y 3, respectivamente.

Uno de los hechos más dolorosos registrados por las fuerzas militares fue la muerte de los soldados profesionales Óscar Chantre y Hernán López, cuando estos activaron un artefacto explosivo improvisado y oculto entre matas de hoja de coca mientras adelantaban actividades de erradicación. El evento se registró en Tumaco, Nariño, en septiembre de 2020. Las autoridades militares responsabilizaron del hecho al llamado grupo residual Frente Oliver Sinisterra (FOS).

Al final, allí, en esos extensos territorios de la Colombia rural donde crece la hoja de coca, los campesinos, representados por las organizaciones en que se agremian, manifiestan en su mayoría no estar dispuestos a arrancar sus matas si la erradicación no llega acompañada con verdadera inversión social. Y esa es la verdadera encrucijada que asoma en el horizonte para el Gobierno colombiano cuando todo indica que el siguiente paso será la fumigación aérea, fruto no solo de la decisión de ponerla en marcha por parte de la administración del presidente Duque, sino además como resultado de la presión estadounidense, que reclama más resultados en esa materia. Entonces no es descartable que el actual clima de confrontación, que es pan diario en esos lugares del país, escale a situaciones más complejas. Más aún, en medio de los efectos sociales y económicos de la pandemia de covid–19 y del debate de una nación polarizada con miras a las elecciones presidenciales y parlamentarias previstas para 2022.

Ubicado a orillas del río Nechí, El Bagre es uno de los seis municipios que conforman la región conocida como Bajo Cauca, al noroccidente del departamento de Antioquia. Según el Censo realizado en 2018 por el Departamento Nacional de Estadística (DANE), cuenta con una población de 51.862 habitantes de los cuales, un 35 por ciento vive en línea de pobreza y el 13 por ciento en línea de miseria. La economía del oro predomina allí, aunque desde hace mediados de la década del 80 se instaló con fuerza la hoja de coca. Crédito: Yhoban Camilo Hernández

Nadie sabe a ciencia cierta cuándo llegó la hoja de coca al municipio de Tarazá, Antioquia, aunque todos coinciden en señalar que fue durante los primeros años de la década de los 80, cuando los narcotraficantes del naciente Cartel de Medellín adquirieron extensas fincas para instalar allí laboratorios y pistas clandestinas. Desde entonces, la hoja de coca se convirtió en el motor económico de la localidad, pero también, en la fuente de una guerra que ha tenido diferentes protagonistas a lo largo de los últimos 30 años, pero un mismo fin: controlar la economía de la coca. Crédito: Yhoban Camilo Hernández

Fue finalizando la década de los años 80 cuando la hoja de coca apareció en lo más profundo de las zonas rurales de Puerto Libertador, municipio de Córdoba, al noroccidente de Colombia. Desde entonces, la mata se esparció por veredas y corregimientos, convirtiéndose en la fuente de subsistencia para familias campesinas de escasos recursos. Durante años, la economía cocalera estuvo controlada por la extinta guerrilla de las Farc-EP. Hoy, su regulación y control se ha convertido en “botín de guerra” que se lo disputan las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), llamadas por el gobierno nacional “Clan de Golfo”; una disidencia de estos conocida como los “Caparrapos” y disidencias del Frente 18 de la Farc-Ep. Crédito: Büncker