El presidente Nayib Bukele ha dicho que las decisiones tomadas son irreversibles, pese a que la comunidad internacional ha hecho énfasis en la necesidad de respetar la institucionalidad. Crédito: La Prensa Gráfica.

Por: Glenda Girón – Periodista salvadoreña y miembro de la Comunidad Periodística de CONNECTAS

 

F ue como ver caer en cámara lenta una torre de bloques de madera. Cada vez que un bloque se desbalanceaba, se iba de lado, se separaba, se caía, algo en el pecho también apretaba y moría.

La noche del 1 de mayo de 2021 una Asamblea Legislativa con 64 de sus 84 miembros arrodillados ante el presidente, destituyó a los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia.  Lo hizo en un proceso  que no respetó los plazos ni escuchó los descargos de los afectados como establece la ley. De ese modo, la independencia de los tres Órganos del Estado quedó anulada. Desde entonces el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial responden solo a los intereses de un hombre: Nayib Bukele, el presidente de El Salvador.

¿Cómo llegamos a esto?

El Salvador, el país más pequeño de América continental, tiene unos seis millones y medio de habitantes. Eso sin contar los otros dos millones de personas que han migrado y, con sus remesas, constituyen el pilar de la economía nacional.

De 1980 a 1992 estuvo hundido en una guerra civil que dejó más de 75 mil muertos. Tras la firma de los Acuerdos de Paz, el 16 de enero de 1992, surgieron dos partidos políticos que, durante 28 años intercambiaron los roles entre oficialismo y oposición. El partido ultraconservador de derecha, Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), gobernó durante cuatro períodos presidenciales. El partido de izquierda formado por la exguerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), ganó dos elecciones: 2009 y 2014.

Ese bipartidismo terminó en  2019, en unas elecciones que marcaron un punto de quiebre para la joven democracia salvadoreña. Nayib Bukele, ex alcalde capitalino y ex militante del FMLN, ganó de forma arrolladora con una nueva bandera: la de GANA, un partido formado con disidentes de ARENA. Bukele pasó de ganar alcaldías y popularidad con la izquierda a terminar de presidente de la república con la derecha. No difuminó las ideologías: las borró.

Un grupo de ciudadanos se reunió el 2 de mayo en la plaza de la Constitución para protestar por el atropello a la independencia de poderes que se dirigió desde Casa Presidencial. Crédito: La Prensa Gráfica.

Bukele, un empresario de la publicidad, supo capitalizar el descontento popular ante la corrupción de los funcionarios de ARENA y del FMLN. Además, inauguró a las redes sociales como canal principal para difundir sus mensajes. Ahí, apostó todo  por las emociones. Hizo una campaña sin argumentos y sin dar ninguna respuesta concluyente sobre su ideología. Pero logró unir en una sola voz, la suya, el reclamo de un país sin empleo, sin salud pública, sin educación y hundido en altos niveles de violencia provocada, sobre todo, por las pandillas, pero también por los cuerpos de seguridad. 

Una vez en el poder, intensificó su discurso de “conmigo o contra mí”. Emprendió un ataque sistemático contra las instituciones de la sociedad civil y contra los medios de comunicación no alineados. Se ayudó, como durante la campaña, de grupos de operadores organizados que le sirvieron para manipular las redes sociales a su favor.

Así llegó 2020 y la pandemia. Bukele, como era de esperarse, asumió en forma centralizada el manejo de la misma y puso en reserva toda la información sobre los afectados por la pandemia, las muertes y las compras relativas a la misma. Por eso,  si ya traía una relación muy dañada con los medios de comunicación, en ese momento se convirtieron en sus enemigos jurados. Y  los poderes Legislativo y Judicial, que intentaron fiscalizarlo, también quedaron en esa categoría.

Los medios no tienen la culpa en esta debacle, pero sí buena parte de la responsabilidad. La tienen en cuanto no lograron que sus muchas denuncias de corrupción influyeran en las conciencia colectiva de los salvadoreños. En efecto, pese  al periodismo de alto nivel existente en El Salvador, la gente no lo consume en masa. De ese modo, no tuvo las herramientas informativas suficientes para tomar decisiones acertadas.  Por eso, cuando Bukele apeló a las emociones con su campaña publicitaria, encontró un terreno fértil. 

En esas condiciones, el 28 de febrero pasado, el partido recién fundado por Bukele, Nuevas Ideas, ganó 55 de 84 diputaciones en la Asamblea Legislativa. Estos, sumados con los de otros partidos afines, como los derechistas GANA y PCN, configura una mayoría invencible de  64 diputados, suficiente para aprobar todo lo que quieran . Y solo quedaba por conquistar el poder Judicial. 

Esa noche

Sorprendentemente, tras la destitución de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia no abundaron las condenas en redes sociales. No hubo influencers ni  personajes de la vida nacional que usaran sus canales para rechazar la medida, y  los usuarios de Facebook e Instragram mantuvieron sus dinámicas casi intactas. Mientras tanto, las críticas se concentraron en Twitter, la red social más política, desde la cual el propio Bukele comunica sus decisiones. 

Uno tras otro, los mensajes de angustia coparon el time line de Twitter. A la par, a una velocidad mayor y con un alcance superior, sin embargo, llegaron los mensajes de apoyo a las acciones del Legislativo, visiblemente dirigidas por el Ejecutivo en contra del Judicial.

La diputada Suecy Callejas toma juramento a Ernesto Castro como presidente de la Asamblea Legislativa. Crédito: La Prensa Gráfica.

Pero aún faltaba otro bloque por caer. Esa misma noche en la calle -tan ajena hasta ese momento, tan imperturbable con sus luces,  sus sirenas de ambulancias y sus  motocicletas de los domicilios-, estallaron cohetes de celebración. Las detonaciones acompañaron el segundo anuncio: los diputados oficialistas propusieron, promovieron y aprobaron la sustitución del fiscal general de la República, Raúl Melara.  

Para este momento, la ciudadanía ya no solo había visto reducida  la oportunidad de obtener justicia. También la oportunidad de, en caso necesario, tener derecho a una investigación seria y equilibrada. Aquella torre enclenque en que se habían convertido las instituciones ya no guardaba para los salvadoreños la esperanza de, un día, vivir en un país más justo.

Ese 1 de mayo, el ataque del poder ejecutivo en el escenario legislativo no duró más de dos horas.  Si bien la gente esperaba que los diputados afines a Bukele promovieran su agenda, nadie había contemplado, siquiera, que llegara tan lejos y  a este nivel. Esta sorpresa extrema explicaría por qué  la inconformidad no dio para más que para reaccionar en redes sociales. Pero, hay que decirlo, este es un país que hace mucho no hace sentir su  voz colectiva. Tanto, que no se sabe si aún la tiene.

En esta república, la democracia se convirtió en una torrecita de bloques de madera, y no en una fortaleza de concreto y acero, en parte, porque la ciudadanía desde hace rato no está organizada. No lo está, porque no conoce a fondo sus derechos, entre otras cosas, porque la educación pública de calidad nunca ha tenido prioridad. Esa ignorancia popular ha permitido que germinen, abundantes, los privilegios En estos apenas 21 mil kilómetros cuadrados ha reinado, desde siempre, la desigualdad.  

Me explico. Todo lo que un país con niveles de desarrollo aceptables considera un derecho fundamental, aquí en El Salvador  solo lo disfruta quien lo puede pagar, como la educación, salud, agua potable, vivienda, alimentación, libertad de tránsito, justicia. A esto se suma que también es un privilegio tener  consciencia sobre la apropiación de estos derechos y sobre el deber de defenderlos del ataque del político de turno. Nadie valora lo que no conoce, ni cuida lo que no valora.

Eso explica mejor por qué cuando  el sistema de contrapesos fue brutalmente agredido, la calle no se inmutó, más allá del estallido de un par de cohetes en son de fiesta. Esa noche nos redujeron aún más las posibilidades de acceder a la justicia y nos aumentaron la posibilidad de sufrir abusos de los cuerpos de seguridad. Y buena parte del país, la base que ha respaldado a Bukele desde las urnas, celebró.

Ernesto Castro celebra la toma del cargo. El primer día de labores, la bancada de Nuevas Ideas propuso y aprobó la destitución de los magistrados de la Sala de lo Constitucional y del fiscal general de la república. Crédito: La Prensa Gráfica 

Protestar por el atropello contra la democracia, de alguna manera muy dolorosa, también se ha convertido en privilegio. Porque supone la necesidad de alejarse de las motivaciones ideológicas o partidarias para centrarse en exigir algo tan elemental como el cumplimiento de los plazos de ley, en la integridad de la Constitución o en la importancia de que los tres poderes del Estado mantengan su independencia 

Lamentablemente aquí hay que reconocer que, para entender el daño provocado por perder  las garantías, hay que haberlas disfrutado primero. Pero solo pueden hacerlo quienes las hayan comprado. Porque aquí, en esta patria chiquita y violenta, todo, hasta los derechos, se compran: salud, educación, justicia, y un largo etcétera, todo tiene precio. Y aunque en algunos ámbitos se les describa  como derechos, en realidad son privilegios si hay que pagar para tenerlos con un mínimo de calidad. Y, como no están al alcance de la ciudadanía en general, adquirirlos supone un gran esfuerzo individual. En suma, este país ha funcionado bajo un “sálvese quien pueda” arrasador.

Por eso, las personas que ganan el salario mínimo, que viven con menos de un dólar diario, que se arriesgaron a contagiarse de Covid-19 por recibir el subsidio de 300 dólares, que ven en la entrega de una caja de comida una ayuda invaluable, en fin, las personas más vulnerables, no perdieron nada esa noche del 1 de mayo. Nunca lo tuvieron. Nunca tuvieron, si seguimos con el ejemplo, acceso digno a justicia, porque hay que pagarla, o a una investigación decente del delito, porque hay que ser “alguien” para merecerla.

El periodismo, también hay que dejarlo en claro, apuntó muchas veces al gran problema de la desigualdad, desde las deficiencias educativas o sanitarias, por decir lo más común. Pero su mensaje no fue lo suficientemente efectivo. No se trataba solo de fiscalizar para poner en evidencia que el funcionario o el partido de turno no estaban cumpliendo su trabajo. Se trataba, sobre todo, de instruir a los públicos, de cumplir con aquello de informar, educar y entretener. Y no siempre fabricamos mensajes con esa fórmula. Hace mucho, como medios, debimos habernos bajado de la arrogancia para pararnos ante las preguntas fundamentales de: ¿para quién escribimos, a quién le hablamos? ¿Nos leen, nos escuchan?

La crisis de los medios de comunicación es, también, la crisis de los públicos. La información que producimos es muy importante, pero no basta eso para convencer a la gente de consumirla. Sin público, no hay negocio. Sin negocio, tampoco hay influencia.

Si la población no está informada, figuras políticas con ánimos autoritarios tienen el camino allanado para instalarse y destruir desde adentro las democracias, sobre todo las jóvenes, como la que todavía tenemos, o teníamos, en El Salvador: un conjunto de bloques de madera a punto de rodar al piso.

Eso permitió que Bukele, con su talante de caudillo decimonónico oculto tras su gorra de millenial, llegara con sus procedimientos populistas a engatusar a la gente.  Al repartir comida y dinero en medio de la pandemia y al darle a las vacunas un carácter de regalo divino, hizo que  la población olvidara que se trata de derechos exigibles, y le diera carta blanca para sus abusos.

El  daño al sistema y a las garantías es “irreversible”, como dijo Bukele. Pero solo un pequeño grupo tiene el privilegio de entender y  valorar a fondo las consecuencias. Y este grupo carga con la responsabilidad de no haber democratizado ese conocimiento para que cada vez más personas se apropiaran de su derecho a acceder al bienestar. Al joven autoritario le quedó fácil disfrazarse  de mesías  y encontrar apoyo en una población eternamente marginada que, aún hoy, no tiene cómo calcular el verdadero valor de lo que ha entregado a cambio.

Una mujer y una niña lavan las pocas pertenencias que les quedaron después de que, tras una tormenta, este mismo río se creciera y arrasara con una hilera de casas precarias ubicadas en la ribera. Los habitantes de esta zona, ubicada en el Puerto de La Libertad, no tienen títulos de propiedad, solo permisos de la municipalidad para habitar, pese al riesgo.

Así que, por un lado, la mayor parte de la gente que apoya a Bukele, sin saber muy bien por qué,  no perdió nada. Nunca tuvo. Otros, los que siempre tuvieron, como algunos empresarios, ahora suman un privilegio: el de aliarse al Ejecutivo para seguir mandando. Bukele ha estado siempre rodeado de personajes serviles capaces de cualquier cosa a cambio de una cuota de poder e impunidad. A veces, les dice familia. Otras, funcionarios de su gabinete o asesores. Unas más, les llama amigos.

Desde acá, desde el periodismo, solo tenemos la opción de seguir trabajando. Debemos hacerlo a pesar de la polarización política, del atentado al carácter público de la información y  de los ataques directos y constantes del aparato estatal que, sin la menor vergüenza, considera miembros de la oposición a quienes ejercemos guiados por las normas de la profesión y no de la propaganda.

Autor

Periodista salvadoreña con 20 años de experiencia. Miembro de #CONNECTASHub. Periodista en Malayerba.

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