El precio de la vida en la cárcel de San Pedro

Con 25 muertes al año, esta cárcel registra el mayor número de fallecidos por enfermedades en Bolivia y suma el doble de la prisión más poblada. La falta de atención en salud, hacinamiento y el requisito de pago por derechos como traslados al hospital, agravan la condición. La situación es tan crítica que privados psiquiátricos y adictos conviven con los comunes en la misma celda. Viaje al interior de la cárcel donde todo se paga o se sufre.

Cárcel San Pedro

San Pedro es una mole de adobe de más de un siglo conocida por ser una de las cárceles más pobladas de Bolivia y porque dentro de esos muros centenarios, la ley que impera es la de los presos: un par de ellos imponen las reglas. La idea de panóptico con la que se construyó, para observar a todos los internos en todo momento, fracasó. Hoy la mirada de las autoridades, no pasa del ingreso.

La cárcel ostenta récords más graves. Es la que registra la mayor cantidad de presos muertos por problemas de salud en el país. En 2016 fueron 25, la mitad de los fallecidos por enfermedad en todas las cáceles de Bolivia y el doble de la cárcel con más presos: la de Palmasola, que la duplica en reos, donde los muertos por enfermedad ese año fueron 13. Mientras en América Latina los presos mueren sobre todo por enfrentamientos, agresiones y motines, en San Pedro mueren por falta de atención médica.

Las cifras oficiales del sistema penitenciario, y varios recorridos por su interior, dan una pista de los motivos: reciben pocos medicamentos, el presupuesto para salud apenas alcanza para una ampolla para el dolor para cada preso, las condiciones son insalubres y tiene la relación más desigual médico-reclusos del país, según datos de la entidad rectora. Los presos con condiciones psiquiátricas y problemas de adicciones conviven con los demás, y varios internos ya fueron víctimas de ataques con cuchillo. No hay examen médico de ingreso, por lo que nadie conoce qué enfermedades y cuántos enfermos hay. Solo se sabe por qué mueren: infecciones severas, problemas cardíacos y pulmonares, enfermedades crónicas y hasta por desnutrición. Cuadros, en su mayoría, controlables.

En 2013, el Comité contra la Tortura llamó la atención al Estado boliviano por el hacinamiento y pidió “reforzar de forma urgente los recursos destinados para la alimentación y atención médica y sanitaria de los reclusos“. Además, cuatro leyes nacionales y al menos cinco pactos internacionales obligan a Bolivia a garantizar la salud en los penales. Pero cinco años después de que el Comité le pidiera crear un mecanismo nacional para la prevención de la tortura, en San Pedro el hacinamiento y la calidad de los alimentos enferman. Otra forma posible de tortura.

Hoy, el derecho a la salud —y a todo lo demás— se paga: alquiler de celdas en mejores condiciones, medicamentos y hasta deben dar a los custodios entre 50 y 100 bolivianos (hasta 15 dólares) por el traslado al hospital cuando se presenta un cuadro grave.

Las condiciones son pésimas y, si no pagas, son paupérrimas. El que paga, vive mejor y recibe los tratamientos que en la cárcel no están garantizados. El que no, puede morir.

Mario es un preso que lleva encerrado tres años sin sentencia en el penal. En ese tiempo, convivió con tres costillas fracturadas, los hombros dislocados y el tórax lesionado. Los primeros nueve meses tuvo dolores fuertes, hasta que un médico lo atendió, pero ya era tarde: camina con dificultad y los dolores no desaparecen. Tuvo permiso de un juez para ser trasladado a un hospital en tres ocasiones, pero sólo lo consiguió gracias a la insistencia de la familia. Sin dinero y sin ayuda, los presos no consiguen un custodio que los lleve al hospital.

Cuando un preso necesita atención urgente por su estado de salud, va ante el médico del penal. El médico lo evalúa y, si el paciente lo requiere, hace un informe para su salida. Ese trámite va al juez, que debe autorizar la salida del preso, y ordena, en ese mismo acto, su traslado. Ese proceso demora unas dos semanas, y a veces más. Casi siempre acaba en esto: llega el permiso ante el director del penal, el director ratifica y autoriza y ordena la salida del interno que, si no dispone de dinero, no podrá salir.

Para salir, los presos como Mario son trasladados por un custodio. Pero aquí es donde el proceso se tranca: los custodios cobran entre 50 y 100 bolivianos (hasta 15 dólares) para trasladar a los presos, aunque debería ser gratis. Sin pago, nadie lo lleva. En este mundo, la orden judicial no alcanza. El tiempo para conseguir la cura se evapora.

Según un exfuncionario de Régimen Penitenciario, que pidió mantener su nombre en reserva, solo tres de cada 10 internos logra atención médica pese a tener orden judicial. Muchos desisten al ver truncada su salida en reiteradas ocasiones. Las salidas de emergencia se autorizan cuando es inminente que el interno pueda perder la vida.

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Hay otras cuestiones, menores en comparación, para las que los custodios también cobran: ingresar al penal comida, medicamentos y hasta gaseosas; también muebles o cualquier tipo de artefacto. Un colchón, 100 bolivianos (14,3 dólares); una caldera eléctrica, la mitad. Nada comparable con la vida.

El acceso a los medicamentos también está vedado. Para ese rubro, el Gobierno destina un promedio 12,5 bolivianos (1,8 dólares) al año por cada preso para medicamentos: el equivalente a seis pastillas para el dolor de cabeza. ¿Y los tratamientos? No alcanza.

Los centros penitenciarios del departamento reciben cada tres meses medicamentos que duran dos semanas. 18.307 bolivianos (2.630 dólares) para 3.782 internos. En la gestión 2017, el presupuesto total en salud por preso —total es para: gastos hospitalarios, medicamentos, instrumental médico y equipo de laboratorio— fue de 76,9 bolivianos (11 dólares): lo que vale una sola de las ampollas que necesita Mario para el dolor.

A la escasez de medicamentos se suma la de médicos. Los datos muestran que la relación médico reclusos es la más desigual del sistema penitenciario: un médico por cada 820 internos. En Palmasola, la cárcel más poblada, hay uno por cada 696. En El Abra, de Cochabamba, la tercera en población, uno por cada 777. El promedio es de un galeno por 511 presos, aunque la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda uno para 435 personas como mínimo.

El penal cuenta con tres médicos y dos consultorios: uno ubicado en la Población, el sector más popular, con cerca de dos mil reclusos; y otro en la sección Posta, conocida por albergar a internos con mayores posibilidades económicas, con unos 500. En la Posta, los internos son los que gestionan su salud, sus medicamentos y hasta consiguieron, con sus propios recursos, montar un consultorio para odontología.

Los médicos que hay, no saben ni cuántos enfermos albergan en el penal. Tampoco cuántas y qué clase de enfermedades. El examen médico obligatorio que debe hacerse a los presos que ingresan, no se cumple. Por ejemplo, en dos secciones la cantidad de presos suma unos 500, pero las historias clínicas solo son 270.

Sobre campañas y medidas preventivas de salud, un funcionario refirió que si bien se realizan diagnósticos básicos de VIH y tuberculosis, la prueba es voluntaria y “no existe ningún plan o estrategia para reducir la incidencia entre los reclusos”. La detección de VIH no es obligatoria, “muchos están contagiados, pero no quieren que se les realice la prueba”, dijo el funcionario. La tuberculosis se detecta cuando hay tos persistente.

En caso de enfermedad de alto riesgo de contagio como la influenza, paperas o meningitis, los médicos del penal aíslan al enfermo en la sanidad, que generalmente está atestada de pacientes, o en un cuarto pequeño de 1,5 a 2 metros, “donde no ingresa ni el sol y el interno debe dormir en el piso frío y húmedo”.

“San Pedro es una bomba de tiempo, un coctel de enfermedades, ya que una infección no controlada puede expandirse rápido en el penal por el hacinamiento”, dice el exdirector de Régimen Penitenciario, Ramiro Llanos. Los números le dan la razón: hay 34 patologías que van desde infecciones respiratorias hasta meningitis. Las de mayor incidencia son las infecciones gastrointestinales, respiratorias y urinarias, diarreas agudas, hipertensión arterial y diabetes. El hacinamiento, que en el penal va en aumento, aviva las plagas: en 2017 había 2.461 presos amontonados en un lugar para 800, es decir que donde debe entrar uno hay tres.

Todo eso termina en esto: la salud, las mínimas condiciones de vida y la vida misma, está atada a un pago. O sea, a la posibilidad de ayuda de la familia o los amigos fuera de la cárcel o del ingenio de los reos para desarrollar algún negocio allí mismo. En San Pedro, el Estado no garantiza nada.

Todos mezclados

La situación en San Pedro es tan crítica que presos psiquiátricos, presos adictos y presos comunes conviven en una misma celda. Eso desencadena experiencias que terminan por enloquecer a todos, cuando no lastiman directamente: en 2017 se registraron al menos cinco agresiones.

En una sección, no lograron dormir durante muchas noches consecutivas porque un interno psiquiátrico gritaba constantemente, hasta que agredió a su compañero de celda y lograron echarlo. En otro extremo de la cárcel, un preso con rasgos de locura acusado de descuartizar a alguien terminó en una celda de dos por dos con otro interno. Por las noches, vociferaba palabras ininteligibles. Entre el miedo y los ruidos, el interno común permaneció dos noches en vela hasta que logró que lo sacaran.

En la observación de 2013, el Comité contra la Tortura pidió “velar por que los reclusos pertenecientes a categorías diversas sean alojados en diferentes establecimientos o en diferentes secciones dentro de esos centros”. Y el artículo 25 de la ley de Ejecución Penal y Supervisión señala que cuando el interno presente deficiencias físicas o anomalías mentales, el director podrá determinar su separación del resto de la población a un ambiente especial y adecuado, hasta que el juez disponga su traslado a un establecimiento especializado. Pero en San Pedro los cuadros psiquiátricos conviven entre todos, y sin atención: solo hay una especialista para atender a todos los centros penitenciarios de La Paz.

Los casos de salud mental registrados en el penal son más por estrés, problemas de control de impulsos, ansiedad, angustia, depresión y trastorno de personalidad.

Las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos señalan que las administraciones penitenciarias deben facilitar todas las instalaciones y acondicionamientos razonables para asegurar que los reclusos con discapacidades físicas, mentales o de otra índole participen en condiciones equitativas y de forma plena y efectiva en la vida en prisión. Este mandamiento tampoco se cumple.

La manera de evitar los riesgos de la convivencia es, otra vez, pagando.

En el penal se cobra el techo, pese a que, de acuerdo a ley, es el director del penal el que “asignará gratuita y obligatoriamente al interno una celda” en buenas condiciones. Bolivia es el cuarto país con superpoblación carcelaria de América Latina, hay 2.461 presos amontonados en un lugar para 800. Así que el espacio y la comodidad se cotizan.

Aquí todos los presos pagan y los que van a las mejores secciones, pagan más. La modalidad no es exclusiva, hay otras cárceles que lo hacen, pero aquí por la alta demanda y la poca oferta los precios de las celdas son los más elevados del sistema, sobre todo en la sección Posta donde un anticrético llega a costar hasta 15 mil dólares, mientras que en la cárcel de Palmasola está a la mitad.

El negocio es digitado por los delegados, que son designados por los propios internos para suplir o luchar por ese vacío que deja el Estado, pero lo aprovechan: son los que administran los espacios mediante cobros que deben ser pagados de manera obligatoria. Todo ocurre con el respaldo de la Policía, que deja hacer y se beneficia del negocio: el método funciona sin imperfecciones.

Los delegados son los que reciben a los presos, les hacen notar que conocen los motivos por los que están allí —una información que se supone es exclusiva de la Policía. En este tipo de gobierno, la venta de droga y alcohol es permitida, pero no así la infidencia ni el incumplimiento del pago mensual por la celda, en caso de ser alquiler, que se consideran faltas gravísimas.

Los que no pueden pagar, acuden al alojamiento, donde se paga sólo por dormir. Una especie de dormidero ambulante por cinco bolivianos la noche. En la Posta pagan 100 al mes, solo por un espacio en el piso de un salón grande que deben abandonar en el día. Los que no pueden pagar ni cinco, unos 350 internos, duermen en los pasillos, los entretechos, la intemperie. Donde encuentren o puedan.

Mario pudo conseguir un espacio de tres metros de largo por uno y medio de ancho en una de las secciones más pobres del penal. Vive en la añadidura de una celda común que comparte con 10 internos. Su habitación, por la que paga 65 dólares al mes, siempre tiene un intenso olor a moho. Por más pequeños trabajos que hizo dentro del penal, como la venta de golosinas y pasteles, nunca le alcanzan para la celda, los medicamentos, la comida que puede y debe comer por su estado de salud.

Durante tantos años estoy sufriendo este dolor crónico y no puedo sanar, dice Mario.

El director de Régimen Penitenciario, Jorge López, indicó que en las cárceles sí hay una política de salud y que “como nunca el avance es fundamental porque ahora ya hay ítems, un médico en cada centro penitenciario”. Sobre los medicamentos, dijo que por más que el presupuesto sea elevado, hay quejas porque solo se les da paracetamol, “pero también hay que tomar en cuenta que el paracetamol cura”. Desde 2009, explicó, se lleva adelante una reforma penitenciaria que abarca infraestructura, salud, educación y cultura en los penales, pero, dijo, como todo proceso, es de largo aliento.

Mientras tanto, internos como Mario tendrán que seguir buscando su sobrevivencia en un ambiente adverso que les consume la vida, donde se paga para estar preso, con políticas estatales que a lo largo de los años no cambiaron la realidad de las cárceles. Como San Pedro, la cárcel con más muertes por enfermedades de Bolivia.


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Este reportaje fue realizado por Luis Fernando Cantoral para ANF con el apoyo de la Fundación para el Periodismo (FPP) en el marco de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación en las Américas, del International Center for Journalist (ICFJ), en alianza con CONNECTAS.

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