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De Corea del Norte a Nicaragua del Sur
El miedo y el exilio en medio de la fiesta popular

Las celebraciones a la Virgen de la Purísima, la fiesta más importante del año en el país, se realizaron en medio de un creciente clima de represión a la disidencia. Refugiados en el anonimato, nicaragüenses cuentan cómo conviven cada día con el miedo a terminar en la cárcel. Y desde el exilio, otros relatan cómo escaparon a ese destino al que los obligaba el gobierno de Daniel Ortega.

Por Leonardo Oliva

“¿Quién causa tanta alegría? ¡La Concepción de María!”. El grito se multiplicó las últimas semanas por todo Nicaragua para celebrar a su patrona nacional, la Inmaculada Concepción de María. En un país donde casi la mitad de sus ciudadanos profesan el catolicismo y el 90% han sido bautizados bajo esta fe, la Gritería del 7 de diciembre es desde hace al menos 60 años la fiesta popular más importante del año.  

La propia familia presidencial, que para sus críticos ha convertido a Nicaragua en su “finca” adueñándose del Estado, se mostró en un video difundido por todos los medios oficialistas celebrando a la Purísima. Allí se los ve al “Presidente Comandante Daniel Ortega” y a la “Vicepresidenta Compañera Rosario Murillo” rodeados de sus muchos hijos y nietos y rezándole a la Virgen, repitiendo el ritual que gran parte de los nicaragüenses realizan durante los diez días que comienzan cada 28 de noviembre.

Esta masiva fiesta popular contrasta con la imagen internacional que tiene hoy Nicaragua: la de una autocracia que gobierna con mano dura y represión de la disidencia, que tiene detenidos a más 200 opositores y que ha llevado al exilio a miles de ciudadanos que no respaldan al sandinismo gobernante.

¿Cuál es entonces la verdadera cara del país centroamericano? ¿La que viven quienes no son perseguidos, detenidos o expulsados del país, que es cierto son la gran mayoría de los nicaragüenses? ¿O la que sufren los opositores políticos, religiosos, periodistas y dirigentes sociales que, desde el anonimato dentro del país o en el exilio, vienen denunciando los abusos a los derechos humanos por parte de Ortega y Murillo? ¿La paz y normalidad que muestran los medios oficialistas los únicos que pueden reportear en Nicaragua hoy o la crisis que reflejan los medios que fueron confiscados o cerrados y que subsisten en el ecosistema digital?

Para responder estas preguntas, CONNECTAS consultó a distintas fuentes. Quienes hablan son nicaragüenses exiliados o que todavía viven en el país y —desde el más estricto anonimato— admiten que se sienten presos del miedo al que los somete un gobierno y un partido (el Frente Sandinista de Liberación Nacional, FSLN) que, como un Gran Hermano totalitario, vigila cada paso que dan y cada palabra que dicen sus ciudadanos con el fin de evitar cualquier disidencia.

La Iglesia de San Francisco, en la ciudad de León, es el escenario principal de la celebración religiosa en honor a La Purísima. Es uno de los lugares donde no hubo prohibiciones del Gobierno. Foto: CONNECTAS

Nicaragua es un país convulsionado. La profunda grieta que abrió Daniel Ortega desde su primer gobierno en los años ochenta, con guerra civil incluida, no ha hecho más que profundizarse desde que en abril de 2018 su Gobierno decidió reprimir las protestas que se desataron en las calles. Las balas policiales y paramilitares dejaron 355 muertos, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). E iniciaron una cacería de opositores que no se ha detenido aún: otros dos periodistas fueron detenidos el 11 de diciembre.  

Ellos se suman a una larga lista de prisioneros a los que los medios oficialistas llaman “presos en resguardo”, mientras que para la prensa independiente son claramente “presos políticos”. Otros, para escapar de la cárcel, han huido del país: a España, a Estados Unidos y, sobre todo, a la vecina Costa Rica, convertida ahora en “Nicaragua del Sur”, como llaman los exiliados a su país de refugio con el característico humor negro nicaragüense.

No son pocos quienes ven a Nicaragua como la Corea del Norte de Latinoamérica señalando su falta de democracia, su régimen autoritario y sobre todo su aislamiento internacional.

La humorada no es casual: no son pocos quienes ven a Nicaragua como la Corea del Norte de Latinoamérica señalando su falta de democracia, su régimen autoritario y sobre todo su aislamiento internacional. A esta mala fama contribuyen decisiones como la de negarle el ingreso al país a CONNECTAS, el 4 de diciembre, en el puesto fronterizo de Peñas Blancas (límite con Costa Rica). El argumento de los funcionarios de Migración nicaragüenses fue que nos habíamos “inmiscuido en los asuntos políticos del país”. 

Nuestro objetivo era contar desde adentro lo que ocurre en Nicaragua, en el marco de los festejos de la Gritería, una celebración religiosa que encuentra a la Iglesia Católica del país bajo asedio del gobierno. El obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez —que vive en el exilio por las amenazas que ha sufrido— emitió un mensaje pidiendo por las “lágrimas de miles de exiliados, quienes perseguidos y amenazados por un régimen de terror, salen desesperados, exponiendo sus vidas, sin saber adónde van”. Sus palabras, sin embargo, contrastan con las de su par de León, René Sándigo, señalado por la oposición como el religioso más cercano al sandinismo: “Celebremos a la Purísima. En las calles de León ningún extranjero, o quien pertenezca a uno u otro partido político, será robado o agredido”.

Pero más que el miedo a sufrir delitos, los nicaragüenses que no son sandinistas le temen a su propio gobierno. Los testimonios recogidos relatan la opresión a la que los somete la “dictadura” Ortega-Murillo. En contraste con la alegría popular que muestran las imágenes de la Gritería 2022, las voces de la disidencia se resignan a hablar sin revelar su identidad, por miedo a represalias de los sandinistas. Escondidos en sus casas o dentro de sus autos, donde nadie los escuche, aseguran sentirse presos en su propio país, sometidos a la voluntad de una familia y de un movimiento político de izquierda que es el responsable de haber derrocado al dictador Anastasio Somoza, en 1979. Y que hoy, cuatro décadas después, parece haberse vestido con los mismos ropajes de aquella autocracia que tanto daño le hizo a Nicaragua.

Policías de tránsito en la Rotonda Jean Paul Genie, Managua. En este punto de la capital la presencia de uniformados se ha vuelto normal, pero la portación de armas de fuego (como las observadas en la foto) no es normal en oficiales de tránsito. Foto: CONNECTAS

Como aquellos que le temían a la policía de Somoza, hoy muchos sienten miedo de las fuerzas de seguridad de Ortega. Las calles de Managua, de León, de Masaya y el resto de las ciudades del país están inundadas de policías, cuentan las fuentes. Desde que volvió al poder en 2007, el exguerrillero casi duplicó la cifra de uniformados (de 9.290 a 16.909) y hoy el presupuesto de la Policía supera al de los militares. El contraste con su vecino Costa Rica, donde no existe el Ejército y casi no se ven policías en las calles, es notable.

Con esa omnipresente presencia policial, sumada a la de paramilitares y militantes del FSLN que reportan todo lo que miran y escuchan en los barrios, el miedo a contradecir al gobierno paraliza a cualquiera. Nadie que se atreva a contar otra versión de los hechos que no sea la oficial dice su nombre ni da la cara. Es la ley del anonimato: mientras más pase desapercibido el que no comulga con el gobierno, mejor vida tendrá. Porque los “sapos” (como llaman a los sandinistas) están por todos lados y nunca dudan en denunciar a los disidentes.  

El castigo que los amenaza es, en el mejor de los casos, el exilio. En el peor, la cárcel. Es lo que le ocurrió al prestigioso sociólogo Oscar René Vargas, uno de los últimos detenidos del régimen a fines de noviembre. Crítico de Ortega, fue en los ochenta asesor del FSLN. Ahora está acusado de tres delitos de conspiración. 

Su captura se dio una semana antes de que comenzaran las celebraciones a La Purísima. Y la posterior imputación judicial, mientras en las calles y en las casas del país los nicaragüenses empezaban a venerar los altares dedicados a la Virgen patrona de Nicaragua. En tiempos en que se juega el Mundial de fútbol en Qatar, esta escena recuerda a 1978, cuando mientras el torneo se disputaba en Argentina, a unas cuadras del estadio principal se torturaba a los detenidos por la dictadura militar.    

Presos en una “finca”

La censura y la represión en Nicaragua no son tan visibles dentro del país. En las calles de Managua la vida comercial, social y hasta la cultural están bien activas. Todavía retumban los ecos de los masivos conciertos que dieron hace días el guatemalteco Ricardo Arjona y el colombiano Sebastián Yatra, dos de los artistas internacionales que pasaron este año por Nicaragua.

En los bares y restaurantes se suelen ver también grandes grupos de personas compartiendo por televisión los partidos del Mundial de Qatar, en un país donde el fútbol no es el deporte más popular: lo supera el béisbol.

“Acá todo el mundo prioriza su integridad física, su seguridad. Pero el miedo está en el ambiente, todos saben que Migración sigue llena, que todo el mundo anda buscando sacar su pasaporte y salir de aquí”.

Nicaragua se mueve hoy bajo esta “falsa normalidad”, como la define una ciudadana que habló con CONNECTAS desde el anonimato autoimpuesto. “Hay gente en la calle, en los centros comerciales, pero hay una tensión de fondo que no la andás hablando en todos lados porque no sabés con quién estás hablando”, dice esta comerciante de Managua de 35 años. “Acá todo el mundo prioriza su integridad física, su seguridad. Pero (el miedo) está en el ambiente, todos saben que Migración sigue llena, que todo el mundo anda buscando sacar su pasaporte y salir de aquí”, agrega.

Más de la mitad de los nicaragüenses quiere dejar el país por la falta de oportunidades económicas y por la represión política, según publicó el portal Divergentes, uno de los medios independientes que trabaja desde el exilio. La prensa es, precisamente, unas de las instituciones que más ha sufrido la opresión del gobierno de Ortega. Hoy, Nicaragua es el país con peor índice de libertad de prensa de América.

Por esta razón, la mayoría de los periodistas independientes han debido exiliarse. Sin embargo, algunos pocos aún resisten —por convicción o porque no tienen otra opción— trabajando dentro del país. Es el caso de un experimentado reportero que —confiesa— vive en la clandestinidad, contando lo que pasa en Nicaragua recluido en su domicilio en las afueras de Managua. 

“No les tengo miedo, pero no quiero estar en la cárcel”, dice. Cuenta que casi no sale de su casa y que no se expone. “Lo que estamos haciendo es resistencia, porque seguimos haciendo el trabajo, seguimos denunciando, diciendo lo que otros no pueden decir por miedo”, asegura. 

A pesar de la valentía que demuestra al seguir reporteando en estas difíciles condiciones, reconoce que muchas veces la soledad y el aislamiento le cuestan: “Si no eres fuerte puedes caer en la depresión. De pronto me siento solo y triste, quisiera tener la libertad de salir, de hacer cosas… Estoy cansado de la dictadura, quiero que esto se acabe ya”.

Altar católico en la Avenida Bolívar de Managua. Los altares creados para el día de la Gritería, el 7 de diciembre, se realizan con fondos públicos de cada institución que participa.
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La persecución de los sectores críticos en el país incluye también a las organizaciones sociales. Más de tres mil ONG han sido cerradas por el Gobierno, según denunció el Colectivo de Derechos Humanos Nicaragua Nunca Más. En una de estas entidades trabaja otro nicaragüense entrevistado por CONNECTAS. La organización, con sede en Masaya, ha sobrevivido a la masiva clausura pero nada indica que no esté bajo la omnipresente mirada del régimen. 

“Vivimos en la zozobra de perder nuestros empleos, porque el cierre de ONGs es cada semana. Y no es una, son 50 o 100 cada vez” dice este trabajador social de 30 años. “Ojalá que la Señora amanezca de buen humor, nos decimos cada día para evitar que nos cierren”, cuenta con ironía en referencia a Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta de Ortega, quien para muchos es la ideóloga de la persecución a cualquier tipo de organización social que no esté bajo la órbita del FSLN. “Esto es una finca. Y en la finca se hace lo que dice el dueño”, afirma para graficar cómo se toman las decisiones hoy en Nicaragua. 

“Hay represión, pero el nica tiene la capacidad admirable de hacer como que nada pasa”, admite un psicólogo de 43 años que aceptó hablar para este reportaje bajo anonimato y recluido en su automóvil, donde está seguro que nadie lo escucha.

“Vestir un jean azul y camiseta blanca me da miedo. Yo salgo a correr todas las tardes, y he evitado llevar un short azul y una camiseta blanca por miedo a que me lleve la policía”.

“No podés mencionar aquí que estás contra el Gobierno. En cambio, los adeptos pueden decir que son sandinistas y que están dispuestos a defender su revolución, incluso con las armas. Pero yo no puedo vestir azul y blanco”, explica en referencia a los colores de la bandera de Nicaragua, que casi no se ven hoy en las calles. Para el Gobierno, el azul y el blanco representan a la oposición porque durante las masivas protestas de 2018 las banderas y pañuelos se agitaban en cada tranque y en cada manifestación, en abierta oposición al rojo y negro del estandarte sandinista.

La bandera del gobernante FSLN tiene más protagonismo que la propia de Nicaragua en las calles del país. La imagen es en el Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino. Foto: CONNECTAS

Así como exhibir la bandera de Nicaragua es un “delito” insólito que se ha naturalizado en el país, también lo es a veces ir a misa o salir en procesión religiosa por las calles sin autorización de la Policía. Es que la Iglesia católica es otra de las instituciones víctimas de la represión sandinista. En la reciente celebración de la Gritería, hubo ciudades como Masaya —una de las más combativas en 2018— donde el festejo popular fue restringido por el Gobierno.

Desde una de las parroquias donde no pudieron hacer la procesión de la imagen de la Virgen de la Concepción habló con CONNECTAS uno de los feligreses. “Nos dijeron que la virgen no tiene permiso de salir a las calles”, aseguró este cuentapropista de 36 años. Según él, “muchos sacerdotes son vigilados en sus homilías para ver si hablan algo del gobierno o del partido”.     

El hombre es un ex trabajador del Estado que fue despedido por haber participado de las protestas de 2018. “Me dijeron reaccionario, vandálico, terrorista, traidor a la patria, el delito que se le da a los actuales prisioneros políticos”, recuerda. Y a más de cuatro años de aquella rebelión popular apagada por el Gobierno con balas y cárcel, todos los consultados reconocen que el miedo le ha ganado al descontento, pese a que éste “sigue siendo mayoritario”, asegura el entrevistado. “Yo soy parte de ese gran segmento de la población que se siente rehén de este país, donde tenemos obligaciones y ningún derecho. Porque en cualquier momento puedes ir a parar al Chipote”, como llaman a la prisión donde están encarcelados los más notorios presos políticos.

El mejor antídoto contra las prisiones sandinistas es entonces el silencio. “Antes todo el mundo manifestaba su descontento con la dictadura, hoy no”, dice el hombre hablando al teléfono en voz baja desde alguna parroquia de Managua. Como él, todos miden cada movimiento y escrutan el entorno antes de decir lo que piensan. Porque cualquier persona —el vecino de al lado, el taxista, el compañero de trabajo— puede ser un vocero del régimen, un “sapo”, un partidario de Ortega.

Son las señales de un Gobierno sumergido en la paranoia que desconfía de todos, hasta de los propios. Y que ha contagiado eso a toda la población. Como cuenta el periodista que vive recluido en la clandestinidad, “los barrios populares están minados de informantes del Ejército, del Gobierno y de la Policía”.

“Este país ya no existe, es como una cárcel enorme donde podés circular por las calles pero no tenés ningún derecho. Sos un rehén más de la dictadura y tu vida les pertenece”.

Con él coincide la comerciante de Managua. “Tenemos que cuidar cada palabra que digamos”, dice. “Como ciudadana, lo que intento es no dar opiniones abiertas, no entrar en discusiones sobre política, ver bien con quién hacés tus comentarios. Y bajar el perfil en las redes sociales. Mucha gente elimina o bloquea publicaciones que hicieron en 2018”.

Y cierra con una sentencia inquietante: “Este país ya no existe, es como una cárcel enorme donde podés circular por las calles pero no tenés ningún derecho. Sos un rehén más de la dictadura y tu vida les pertenece”.

La voz del exilio nica

El tránsito en la frontera hacia y desde la vecina Costa Rica es intenso. Hay buses con nicaragüenses que vuelven al país de algún paseo o de unas jornadas de trabajo. Hay algunos (pocos) turistas. Y hay familias “ticas” en vehículos nuevos tramitando en Migraciones, donde el papeleo dura unas tres horas en promedio, debido a los estrictos controles e interrogatorios a los que el gobierno de Ortega somete a cada persona que quiere ingresar al país, sin excepciones. 

“Es por la política”, dice para justificar tanta demora un panameño joven que espera su turno. Él no entra a Nicaragua por la política, sino por la economía. Su economía: es un viajante que vende cosméticos en toda América Central. “Ortega es el mejor presidente que hay acá”, afirma otro hombre, que es mexicano, tiene unos 70 años y vive en Managua desde hace 15. Aunque lo dice convencido, parece haber cierto cinismo en sus palabras. 

Del otro lado, en la aduana de Costa Rica, el trámite es mucho más ágil y los pasaportes y documentos se sellan sin muchos pormenores. No cuesta mucho comparar la situación con lo que ocurre en la militarizada frontera entre Corea del Sur y Corea del Norte.

Los nicaragüenses se resisten a ver a su país como un clon de la dictadura comunista de Kim Jong-un, aunque a veces la tentación de equipararlas queda al alcance de los ojos. Las gigantografías de Ortega y Murillo en las calles de Managua, por ejemplo, no tienen nada que envidiarle a las del líder coreano en Pionyang. Y como en el régimen coreano, en Nicaragua gobierna una dinastía familiar adepta al nepotismo.

Gigantografía en la entrada del municipio de Ciudad Sandino, en Managua. El culto a la personalidad es una característica del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Foto: CONNECTAS

Es la metáfora de la “finca” de la que hablan muchos nicaragüenses disconformes. “Estamos en nuestra casa y en vez de estar como dueños, estamos como inquilinos de alguien que se apoderó de ella. Y si no hago lo que él dice, la opción es renunciar a lo mío e irme. Con ese yugo vivimos”, dice alguien que aceptó dar su testimonio para este reportaje.

Quienes no aceptan esta situación deciden emigrar. Todos los consultados que aún viven en Nicaragua aseguran que es una opción, pero cuestiones familiares, laborales y hasta económicas se los impiden. Algunos ni siquiera han podido poner estas razones en la balanza, porque o salían del país o terminaban en la cárcel.

“Estamos en nuestra casa y en vez de estar como dueños, estamos como inquilinos de alguien que se apoderó de ella”.

“El espíritu somocista anidó en los directivos de la revolución (sandinista) muy tempranamente. Esto no es una revolución, es fascismo”, dice en Costa Rica un veterano periodista que va por el segundo exilio de su vida. “Y las dos veces por el mismo maje”, afirma en referencia a Ortega, cuyo primer gobierno en los ochenta generó una guerra fratricida que obligó a emigrar a miles.

“Así es el socialismo”, se queja otro nicaragüense que lleva cuatro años en San José, la capital tica. Es joven (tiene 34 años), tiene dos hijos pequeños y sobrevive manejando un auto de Uber. Su plan, más que volver a Nicaragua, es irse en un futuro a Canadá.

Monumento al líder venezolano Hugo Chávez en la Rotonda del mismo nombre, en la Avenida Bolívar, Managua. Foto: CONNECTAS

Los nicaragüenses son hoy el principal grupo de extranjeros que reside en Costa Rica. Representan el 78%, según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos de ese país. Por cercanía geográfica —comparten una frontera de 309 kilómetros de longitud— y por historia  —hasta 1838 fueron parte de una misma nación—, ambos países siempre han tenido lazos estrechos. Y las migraciones internas, sobre todo de nicas hacia Costa Rica, son una costumbre que se ha incrementado desde 2018, tras la escalada represiva en Nicaragua.  

Pero si se les pregunta a los nicaragüenses que quieren dejar el país cuál es su destino preferido en el extranjero, al tope de la lista siempre está Estados Unidos. Salomón Manzanares (49) vive allí desde el 4 de junio de 2022. Recuerda bien la fecha en la que se exilió porque son situaciones que quedan marcadas para siempre en el calendario de un emigrado.

“Es duro salir y sabés que no vas a regresar rápido”, admite. Oriundo de la ciudad nicaragüense de León, llegó al país del norte sin conocer a nadie y huyendo de la persecución a la que lo sometió el gobierno de Nicaragua. “Yo no pensaba salir, es difícil dejar la familia, los amigos, la profesión…”, dice. Hasta mayo de este año, era docente de la Universidad de León: “Me corrieron por diferencias con grupos políticos que operaban ahí”.

Manzanares estuvo cuatro días preso en julio de 2018, cuando la represión a las protestas se había convertido en matanza policial y parapolicial en las calles. Cuando salió, su familia le pidió que se fuera de la ciudad y se guardara en una finca. 

Después volvió a trabajar en otra universidad, pero nunca volvió a ser el mismo. “La gente mira, la gente ve y te señala…”, dice para explicar el peligro de delación constante que hoy reina en su país. “Ellos dicen que yo era el deformador ideológico de los estudiantes. Hoy mis alumnos ‘no le vuelan verga’ (no atacan) al gobierno, pero tampoco lo alaban. Pero hay grupos fanáticos que hacen lo que les indiquen sus directrices partidarias”.

“Mi familia se está acostumbrando a vivir con sigilo, ellos no se meten en cuestiones políticas ni nada”.

La asfixia política y moral lo decidió finalmente a exiliarse. “Me vine a Estados Unidos sin que se diera cuenta nadie. ¿Si tenía miedo? Más bien, si uno no tuviera miedo no sería humano”. También teme por su padre, su madre y sus seis hermanos, que están en Nicaragua: “Mi familia se está acostumbrando a vivir con sigilo, ellos no se meten en cuestiones políticas ni nada”. 

Clima de terror

La violencia es parte de Nicaragua desde hace un siglo al menos. Y en todo ese tiempo hay dos apellidos que se repiten. El primero, Somoza; el segundo, Ortega. Uno de origen conservador y militar; el otro, campesino y de izquierda. Sin embargo, la historia los ha igualado para sus víctimas, la clase media vinculada a las universidades, a los centros de pensamiento y a la prensa, así como a la Iglesia católica.  

Hoy, como durante el somocismo, los nicaragüenses se han acostumbrado a vivir bajo una atmósfera de sospecha permanente, de temor a decir algo que moleste al Gobierno o a sus partidarios. Hasta exhibir una bandera del país o sacar una foto con un teléfono celular en ciertas zonas es argumento suficiente para que un policía detenga a la persona y la interrogue. 

La atmósfera por momentos es irrespirable para aquellos que no quieren al Gobierno. 

“Se rumorea que lo andan investigando”, es algo que se repite aquí y allá. Algunos, para evitar problemas, hasta se camuflan de sandinistas. “Llevan una bandera del Frente (FSLN) para que no les hagan algo. La gente aparenta serlo pero no lo es; o lo es por temor o por conveniencia”, dice un nicaragüense que convive a diario con esta situación.

Algunos, para evitar problemas, hasta se camuflan de sandinistas. Llevan una bandera del Frente (FSLN) para que no les hagan algo.

Las calles de Managua y las otras ciudades están militarizadas, con policía permanente. “Todo el mundo tiene miedo de caer preso”, dice la comerciante ya citada. “Incluso en las redes sociales se persigue: la gente que está dentro del país ya no comparte como antes las cosas que tienen que ver con política”.

Para ella, “nunca nadie pensó que las cosas iban a llegar a tal extremo. Se están llevando a cualquiera, eso ha contribuido al clima de terror. Las últimas capturas son de gente que no tiene nada que ver con el activismo; han metido presos a parientes de activistas que están en el exterior. Entonces, vivis con miedo de que en algún momento te quieran joder”, confiesa.

“Antes del 2018 no había policías en la calle. Era raro ver uno, solo podías ver un policía de tránsito”, dice el trabajador social de Masaya. Hoy, en cambio, cuenta que la Policía está “en cada esquina, en cada rotonda”. A ellos se suman los patrullajes de las fuerzas especiales, los antimotines: “Pasan cada 30 o 40 minutos”.

Los altares a la Purísima se multiplicaron en la Avenida Bolívar de la capital nicaragüense.
Foto: CONNECTAS

La consecuencia, otra vez, es el miedo: “Como ciudadano es bastante difícil, porque te sentís vulnerable en que un policía te pare cualquier día y te golpee o te detenga. Y no podés decir nada”. 

Con ambos coincide el psicólogo consultado: el clima opresor es injusto. E ilegal: “La policía no está autorizada a revisar los teléfonos, porque es un derecho a la privacidad, pero lo hace. También puede allanar tu casa sin una orden”.

A la vigilancia policial se suma la de los seguidores del gobierno, los “sapos”, contribuyendo a la paranoia, al temor y al silencio. “Lo que pasa es que no sabés si la persona que te escucha es adepto o es opositor. Si es adepto al Gobierno, tus libertades corren riesgo; van a buscarte a tu casa y te amenazan: ‘No tenés que hablar mal de Daniel Ortega’, así me lo dijeron a mí”, agrega el psicólogo. 

Sus palabras las completa el feligrés de la parroquia en las afueras de Managua. “Aunque no se sienta que estamos vigilados, en los barrios militantes del partido se encargan de decir qué hacés, qué no hacés. Toda Nicaragua está vigilada, aquí no se mueve un dedo si no se da cuenta el Estado, el partido y sus militantes”.

Así, bajo la fachada de la absoluta normalidad y de la alegría popular de una fiesta como la Gritería, se vive en el país centroamericano. Es pleno diciembre y los parques, las plazas, las avenidas y las rotondas de Managua están adornadas con luces navideñas y altares alusivos a La Purísima.

“Aunque no se sienta que estamos vigilados, en los barrios militantes del partido se encargan de decir qué hacés, qué no hacés”.

En los mercados la actividad fluye a diario y en las universidades estatizadas por el gobierno hace un año, epicentros de las protestas de 2018, volvieron las clases. Ya no están los rectores, profesores y estudiantes que debieron exiliarse; otros están presos. Pero nadie lo recuerda a viva voz, porque los oídos del FSLN son omnipresentes. Y como ellos el miedo, que se ha hecho carne en la mayoría de los nicaragüenses, rememorando las épocas más oscuras del país.

“Mis padres hablan de que es muy similar al tiempo de Somoza. Mi mamá me ha hablado mucho de esa época y está asustada”, dice una estudiante. “El 70% de la gente está en contra del Gobierno”, agrega el trabajador social. “¿Por qué sigue en pie? Es que los líderes que surgieron (de las protestas) están encarcelados, la dictadura se encargó de inhibir a cualquier persona que fuera competencia”. El miedo a la cárcel, entonces, garantiza que no se repita lo de 2018. “Hay mucho miedo”, insiste el hombre.