¿De la inseguridad al ‘entendimiento’?

El nuevo acuerdo entre Estados Unidos y México para luchar contra el crimen llega en medio de la más grave crisis de la seguridad personal en América Latina. Las posibilidades de éxito, extensivas a la región, parecen remotas. Y su fracaso traería consecuencias, incluso, según el propio Biden, para la democracia en el hemisferio.

¿Se convertirá el 8 de octubre de 2021 en una fecha histórica por el nacimiento de un nuevo modelo de la lucha contra el crimen de Estados Unidos y México, potencialmente extensivo además al resto de América Latina? Suena ambicioso, sobre todo por la realidad actual: uno de cada tres delitos cometidos hoy en el planeta sucede en Latinoamérica. Como aquí apenas vive el 8 por ciento de la población mundial, la región es la más insegura y violenta de todas. Quizás por eso mismo, porque la situación parece imposible de empeorar, tiene tanta importancia el acuerdo suscrito a principios de mes por los gobiernos de Joe Biden y Andrés Manuel López Obrador. Un pacto que plantea un cambio grande y profundo en las relaciones de EE.UU. con la región.

Se titula Entendimiento Bicentenario y contempla varios frentes, más allá del simbolismo de su título: los 200 años de las relaciones diplomáticas entre ambas naciones. A la vez, significa un mea culpa de ambas tras el fracaso de la llamada Iniciativa Mérida, forjada en 2008 por los presidentes George W. Bush y Felipe Calderón.

La Mérida, de casi exclusivo enfoque militar, resultó ser un intento de apagar una conflagración de proporciones con la gasolina de una guerra abierta contra el narcotráfico. Según el Chicago Tribune, con base en cifras del Sistema Nacional de Seguridad Pública de México, “al final del sexenio de Calderón, los muertos sumaban más de 104.000 y los desaparecidos, superiores a 14.000”. A la par, unos 3 mil millones de dólares puestos sobre la mesa por Estados Unidos apenas dejaron a cambio unas pocas decenas de capos neutralizados o presos. La “kingpin strategy, enfocada en aprehender o abatir a los capos contribuyó a un aumento sin precedente de la violencia criminal”, como la definió el experto Fausto Carbajal.

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Así mismo, la corrupción ya existente en sectores oficiales se mantuvo al alza y las violaciones a los derechos humanos cometidas por miembros de los organismos de seguridad se hicieron más recurrentes. 

Con la llegada de Enrique Peña Nieto (2012- 2018), el discurso pareció cambiar aunque no las acciones ni los males. Los homicidios siguieron hacia arriba para bordear entre 2007 y 2016 una cifra cercana a los 175 mil, según cifras oficiales, y más de 200 mil de acuerdo con otras fuentes.

 

Ahí, sobre ese balance, el ‘Entendimiento Bicentenario’ toma distancia y emprende un nuevo rumbo. En palabras de sus firmantes, comienza una etapa integral y global que irá mucho más allá de los partes de guerra del pasado.

El acuerdo pretende garantizar la protección a millares de ciudadanos a ambos lados de la frontera mediante políticas de desarrollo para esas comunidades que incluirían salubridad y oportunidades laborales. Estas últimas muy necesarias para los jóvenes, carne de cañón preferida de las estructuras criminales.

Por supuesto, el texto mantiene la batalla permanente y simultánea a toda formas de delincuencia. Solo que la inteligencia estará por encima del actual despliegue de contingentes armados que intentan a diario, sin mucho éxito, frenar la inmigración y golpear a los carteles del narcotráfico.

Es decir, sin exactamente desnarcotizar las políticas de seguridad, entran en juego otras prioridades. Uno de ellos, el tráfico y la trata de personas, para hacer frente a las mafias de coyotes que explotan – con exorbitantes ganancias y todo tipo de atropellos- las ilusiones de millones por encontrar el sueño americano a través de la frontera con México. 

También figura en los objetivos golpear la exportación descontrolada e ilegal de armas provenientes de Estados Unidos, otro inmenso negocio de una cadena de muerte que recorre América Latina y el Caribe. En esa escala, México ocupa el quinto lugar, con 27 homicidios por cada 100 mil habitantes. Le anteceden, según cifras de InSight Crime, Jamaica (46,5), Venezuela (45,6), Honduras (37,6) y Trinidad y Tobago (28,2).  Y detrás de México están Belice (24,3), Colombia (24,3) y El Salvador (19,7).

Y tres, está en la mira otro tráfico menos visible: el de fauna y flora silvestre. De acuerdo con la oenegé Defenders of Wildlife, es descomunal la demanda de “loros, tortugas, iguanas, peces tropicales y otros animales silvestres” para satisfacer a un ávido mercado norteamericano. Hoy se ven desbordados los apenas 130 agentes  encargados de inspeccionar esa mercancía en puertos y aeropuertos. El tema va más allá de las millonarias fortunas que mueve. Los efectos de ese tráfico golpean a especies y ecosistemas latinoamericanos, denuncia la misma entidad.

Además, la receta conjunta incluye la lucha contra la impunidad mediante un trabajo judicial cooperativo, eso sí, con pleno respeto de la soberanía. Además, se abren caminos para un mayor intercambio de información y todo con políticas sociales como común denominador. 

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Sin embargo, toda la estrategia tiene un telón de fondo: la lucha contra la corrupción, el gran enemigo de América Latina, a decir de la Casa Blanca. En junio el propio presidente Biden dijo que la corrupción “amenaza la seguridad nacional de Estados Unidos, la equidad económica, los esfuerzos globales de lucha contra la pobreza y el desarrollo, y la democracia misma”.

Por eso, en el primer trimestre del presente año la nueva administración presupuestó dentro de sus planes para Centroamérica destinar 4 mil millones de dólares a metas concretas: combatir la corrupción, golpear la criminalidad y la violencia y  reducir la pobreza. Esa política serviría además para frenar en parte la masiva inmigración irregular que por estos días sacude la frontera con México.

¿Funcionará el Entendimiento Bicentenario? Hay quienes piensan que no, al menos mientras no exista “un compromiso de los países por respetar el Estado de derecho y el fortalecimiento de la democracia”. Lo dijo a la BBC el ex magistrado colombiano Iván Velásquez, quien dirigió la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). El tema, según él, debe ir mucho más allá de la comisión regional planteada en el Acuerdo. Serían más efectivas “medidas de cooperación dentro de las embajadas de Estados Unidos, fortaleciendo la presencia del Departamento del Tesoro o del Departamento de Justicia para colaborar con la fiscalía de estos países en la lucha contra la corrupción y el lavado de activos”.

De todas maneras, Washington sabe bien que el Entendimiento Bicentenario podría servir de cabeza de puente para hacer frente en el resto de la región al desafío de la criminalidad y la inseguridad, enmarcadas en la situación social agudizada por la pandemia. Así lo reconoció la Casa Blanca cuando a mediados de septiembre definió el mapa de “los principales países productores de drogas ilícitas o de tránsito de drogas importantes para el año fiscal 2022”. Allí aparecieron, al lado de  Afganistán y Birmania, Bahamas, Belice, Bolivia, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Perú y Venezuela.

Queda claro que el narcotráfico es uno de los grandes desafíos del ‘Entendimiento’, pero la inseguridad no se queda atrás. Al fin y al cabo están ligados el uno al otro, aunque no se pueden dejar atrás otros factores, algunos de ellos históricos que hacen más insegura la vida de cientos de millones de personas. 

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De ellos forman parte, por ejemplo, “el desarrollo urbano desordenado contribuyó a la emergencia de una abundancia de asentamientos irregulares, segmentación en el acceso a servicios básicos y abandono de la infraestructura pública, entre otros elementos situacionales que podrían facilitar la propagación de actos delictivos”, como dice un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo.

La ausencia de justicia también aumenta el problema. De hecho, las posibilidades de que en América Latina las autoridades esclarezcan un homicidio son casi la mitad del promedio mundial. Y en el caso de las fuerzas de Policía destinadas a combatir el crimen, el debate parece estar más en la eficacia que en el número de efectivos. Hasta no hace mucho, algunos países de América Latina y el Caribe tenían una mayor proporción (tres a dos) de policías que Estados Unidos por cada cien mil habitantes. Pero con resultados muy diferentes.

A eso hay que sumar la grave crisis carcelaria. Un motín en una cárcel de Guayaquil, Ecuador, dejó 118 muertos en septiembre y desnudó, una vez más, la dantesca situación de los penales. La mayoría se han convertido en escuelas del delito en las que reconocidos capos ejercen su autoridad mientras siguen al mando de actividades delictivas. Aparte, quienes van a parar allí viven generalmente en condiciones infrahumanas, con hacinamientos inmanejables. Hoy en América latina hay más de un millón 700 mil personas presas.

Pero, ¿cuánto ha pesado la pandemia en la percepción de inseguridad actual en el subcontinente? Según la CEPAL, la recesión dejó al final del año pasado 209 millones de personas pobres, lo que significa 22 millones más que en 2019. De esos 209 millones, 78 millones ya están en pobreza extrema, 8 más que en 2019. 

Aún está por verse el tamaño del impacto de esa situación social en la calles, pero hay efectos que no se pueden obviar. Uno de ellos es que la inseguridad personal ocupa el primer lugar en las preocupaciones de la ciudadanía. Y no de manera gratuita. Antes de la llegada de la Covid-19 cerca de 200 millones de personas sufrían un delito al año directamente o en su núcleo familiar, según el Instituto Interamericano de Derechos Humanos. Es muy probable que esa cifra haya aumentado o se haya hecho más visible, entre otros factores, por la mayor denuncia ciudadana en redes sociales y porque las dirigencias políticas han incluido ese punto entre los primeros de sus agendas de cara a los debates electorales.

Ese axioma que vincula el crecimiento de la pobreza con el delito es objeto de un viejo debate porque la violencia y la inseguridad no dejaron de crecer en años anteriores pese a la reducción de la pobreza, a una menor desigualdad y al crecimiento de la clase media. La explicación podría estar en que “la relación entre el crimen violento y el desarrollo general no es lineal; esto se debe a que a medida que crecen los ingresos, la oportunidad y los costos, el crimen también aumenta”, dice la investigadora Paola González, en Criminalidad y violencia ¿Una epidemia en América Latina? en el boletín del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia.

Igual, más allá de las explicaciones sobre los alcances del crimen en LATAM, no hay que olvidar que la seguridad es un derecho humano y, como tal, “condición necesaria para el funcionamiento de la sociedad y uno de los principales criterios para asegurar la calidad de vida”. Así lo recuerda la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que agrega: “las personas tienen la necesidad de buscar seguridad en cuanto que son extremadamente vulnerables, es decir, muy susceptibles de ser heridos física o moralmente. Esta realidad es indiscutible y el hecho que siempre haya sido así y que siempre lo será, explica por sí misma el porqué de la seguridad”.

Por eso, por ser la seguridad “una realidad indiscutible” que siempre lo será, el ‘Entendimiento bicentenario’ es, aparte del hecho de inmensas proporciones, una apuesta muy alta. Si sale mal, como la ‘Iniciativa Mérida’, quedarían en riesgo no solo la vida y las pertenencias de las personas sino la estabilidad de la propia democracia, como anticipa Biden.

Entonces, habrá que esperar para ver si aquel 8 de octubre se hará célebre.  Porque, como dice Carbajal, por ahora “el Entendimiento Bicentenario hay que leerlo como lo que es: un documento de política, salvo con una virtud mayor: que es un planteamiento conjunto, producto de dos Estados, con el propósito de resguardar la seguridad de una región”. Lo que no es poco ni mucho menos fácil.