Migrantes en América: entre la represión y la solidaridad

Quienes escapan del “virus del hambre” en Venezuela o del “virus de la violencia” en Centroamérica se enfrentan no solo a miles de kilómetros por selvas o desiertos, sino también al rechazo de las comunidades. Los gobiernos afectados han reaccionado tarde, muchas veces con acciones represivas. En Chile se multiplican los incidentes, mientras una nueva política anunciada en Colombia podría comenzar a cambiar esa tendencia.

La escena resultó muy significativa. Una migrante venezolana trató de expresarse en una reunión comunitaria en el poblado chileno de Colchane para pedir solidaridad. Quería argumentar que en la época de Pinochet Venezuela acogió miles de chilenos que escapaban de la dictadura. Pero los lugareños no solo la callaron, sino que la echaron a gritos del recinto. 

El hecho representa la tensión que genera la nueva ola migratoria en el continente, la misma que ha producido escenas aún más dolorosas, como el espectáculo de los tanques peruanos enviados por su gobierno la semana pasada para enfrentar un contingente de familias con niños. Una ola que en el caso de Sudamérica tiene su principal origen -pero no único-  en la crisis política, social y económica de Venezuela, agravada por la pandemia. En Centroamérica, el fenómeno surge principalmente de la violencia de las maras que aterrorizan a los habitantes de países como Honduras y El Salvador.

Estas dos oleadas tienen un factor común: los migrantes deben cruzar varios países para llegar a su incierto destino por rutas cada vez más peligrosas no solo por la geografía, sino también por los estafadores que con promesas de transporte les esquilman su dinero y pertenencias. A esto se suman los miedos de las comunidades por las que pasan:  a los viejos miedos a la delincuencia y a la competencia por el trabajo se une hoy el nuevo temor por el contagio.

Paradójicamente, mientras las bandas criminales sí se coordinan para realizar sus actividades ilícitas, los gobiernos aún no realizan una conversación que derive en una respuesta latinoamericana. Waleska Ureta, directora del Servicio Jesuita Migrante en Chile (SJM), una oenegé que ayudó en la crisis migratoria de Colchane, sostiene que “es fundamental la coordinación regional, que todos los países de nuestra zona estén a la altura de la crisis humanitaria –y no solo migratoria- que vivimos y entreguen respuesta que no se concentren solamente en el control fronterizo y expulsiones como han hecho naciones como Ecuador, Perú o Chile. Se trata de coordinar acciones conjuntas de apoyo humanitario y acogida, yendo más allá de la coordinación entre policías, militares o fiscalías”.

Sobre hacia qué acciones concretas deben apuntar esas medidas, Ureta pide incluir medidas de refugio y asilo. “Sería deseable establecer albergues transitorios para personas desplazadas entre los estados, financiados de manera cooperativa entre estados y organismos internacionales. Esto a partir de la experiencia de México, donde han realizado programas no gubernamentales sin fines de lucro a través de albergues transitorios para personas indocumentadas, donde además de suplir el problema de acceso a vivienda, se les ayuda a regularizar su situación migratoria. También, está lo realizado en la Unión Europea, donde los países participantes firmaron un acuerdo para garantizar residencias transitorias para población migrante y desplazada, financiadas por la institución supranacional, siendo un requisito para acceder a dichos centros ser migrantes refugiados”, sostiene.

Pero en realidad los gobiernos latinoamericanos han respondido principalmente con trabas, con deportaciones y  con fronteras reforzadas incluso con militares, como si tuviera sentido solucionar una crisis humanitaria con tanques, como en el caso de Perú, que produjo críticas de organismos humanitarios.

 

Marina Navarro, directora ejecutiva de Amnistía Internacional Perú, dice que en ese país el Estado ha vulnerado las políticas de derechos humanos. Por ejemplo, no hay mecanismos para solicitar refugio, no hay excepciones a mujeres gestantes, niños, o aquellas personas que buscan reagruparse con su familia residente en Perú, y en las expulsiones las autoridades no respetan el debido proceso. “Lo que estamos viendo es que en la zona fronteriza las personas llegan buscando refugio arriesgando sus vidas, cruzando ríos y trochas y esta situación les dejan en muchos casos a  merced de tratantes, principales beneficiarios de esta situación”, dice Navarro.

Para Amnistía Internacional,  hay que retirar a las fuerzas armadas del control migratorio, “pues se trata de personal militar armado y como ya hemos visto pueden hacer uso de sus armas de fuego y no tienen el entrenamiento para gestionar flujos migratorios de personas desarmadas y muchas de ellas en situaciones de suma vulnerabilidad que requieren de protección internacional”. Según Navarro, los países sí se han coordinado, pero solo para controlar las fronteras. “Es clave la cooperación internacional para abordar esta movilidad humana de una manera beneficiosa tanto para los refugiados y migrantes como para las comunidades de acogida”.

La crisis migratoria también podría derivar en el aumento de los discursos nacionalistas, sobre todo en un año con varias elecciones en Latinoamérica.  Justo en Chile, el candidato de la extrema derecha, José Antonio Kast, que comparte simpatías con el mandatario brasileño Jair Bolsonaro, ya anunció como idea de campaña construir una zanja en la frontera norte para detener la migración. Además, de los candidatos solo él viajó a Colchane, en plena pandemia, en un golpe de efecto para intentar mostrarse como el único preocupado por el tema.

Pero no todo han sido barreras. En Colombia esta semana el presidente Iván Duque anunció un Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos, medida aplaudida por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), Filippo Grandi:  “El anuncio de Colombia de otorgar protección temporal a los venezolanos que se encuentran en su territorio es una extraordinaria muestra de humanidad, compromiso con los derechos humanos y pragmatismo”.

En Colombia hay más de un millón 729 mil venezolanos, y alrededor de 966 mil de ellos están en condición irregular.

 

Tanto Amnistía Internacional en Perú como el SJM en Chile resaltaron como un ejemplo el anuncio colombiano. “Perú podría aplicar medidas similares para ofrecer protección”, dice Marina Navarro de Amnistía Internacional Perú. “Nos parece que esta medida va en la dirección de la inclusión social del colectivo migrante”. agrega Waleska Ureta del SJM en Chile.

Un problema de largo plazo necesita soluciones a largo plazo, ya que tal como lo explica Ligia Bolívar, socióloga venezolana residente en Colombia, aunque hubiera un cambio de gobierno, a Venezuela le llevará décadas reconstruir una economía y una sociedad profundamente dañadas: “La gente no va a salir corriendo (de regreso) a Venezuela, porque no hay condiciones. Habrá hiperinflación, no habrá seguridad social, habrá escasez de insumos y de medicina”. Para Bolívar, se necesitan políticas de acogida, no la presencia amenazante del ejército “para una población que no es enemiga, sino que requiere protección internacional”.