Latinoamérica: una Justicia sin venda

Dudosas decisiones judiciales afectan la democracia de los países de la región, de Nicaragua a Perú. ¿Hasta cuándo los dirigentes seguirán manoseando a los jueces?

La imagen de la diosa griega Themis, ciega y altiva con la espada de un lado y la balanza del otro, en perfecto equilibrio entre fuerza e igualdad, ya no sirve en muchos países de América Latina para simbolizar el ideal de una justicia independiente, fuerte e igual para todos. 

Lenta, amañada, podrida, prostituida, parcializada. Esos y muchos otros calificativos le llueven porque se ha ganado a pulso la desconfianza de la ciudadanía. La búsqueda de Justicia se ha vuelto un callejón sin salida, un suplicio, un juego de azar, una oda a los intereses de los poderosos y una revelación gratuita de que en su esencia está destinada a servir solo a unos cuantos. 

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No se trata solo de la crisis de un servicio público esencial en cualquier sociedad. La  crisis de credibilidad que enfrenta ahora el sistema judicial en América Latina debilita la democracia, con claros ejemplos que muestran lo que algunos han caracterizado en dos niveles: la politización de la justicia y la judicialización de la política. 

La primera se presenta, según el representante de la Fundación Konrad Adenauer en Montevideo, Sebastian Grundberger, cuando los políticos “tratan de influenciar más allá del marco regulatorio y normativo en las decisiones individuales de los jueces”. En la segunda, los administradores de justicia cruzan la delgada línea de usurpación de funciones cuando se extralimitan por razones políticas y sin causas justificadas.

En ambos casos, una Justicia manoseada atenta contra el Estado de derecho. “De alguna forma el sistema judicial es el control del sistema político y si el sistema judicial está fuertemente politizado responde a intereses políticos en vez de responder a leyes y ese es un problema muy grave”, añade Grundberger.

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En la región los casos conforman una lista demasiado larga, encabezada por los gobiernos que se han enquistado en el poder mediante la reelección. Por ejemplo, al mirar a Nicaragua es inevitable constatar cómo el poder Ejecutivo viola flagrantemente las garantías constitucionales a través de un sistema judicial plegado del todo a los intereses oficiales. De ese modo ha allanado un camino para perpetuarse, sin prensa crítica ni opositores para validar una elección. 

Este panorama aparece bien retratado en #NicaraguaNoCalla, una serie especial de CONNECTAS en alianza con medios de la región para reflejar la compleja realidad de ese país en un año electoral crucial.  La publicación “La Justicia del Caudillo” muestra, por ejemplo, cómo los magistrados hablan abiertamente de respaldar al gobierno del presidente Daniel Ortega y cómo sujetan las decisiones a sus intereses políticos.

El ataque sin pruebas a La Prensa, el periódico más antiguo de ese país, se suma a la larga lista de actos de abuso de poder de Ortega. El informe oficial de la Policía indica que se inició una investigación contra la Editorial La Prensa Sociedad Anónima y sus directivos por los presuntos delitos de “defraudación aduanera, lavado de dinero, bienes y activos, en perjuicio del Estado de Nicaragua y la sociedad nicaragüense”. Una lista de delitos que nadie cree.

“Aquel que comete delito, que se presta a lavar dinero y luego a esconder las pruebas del lavado de dinero en un diario, esconder ahí las pruebas de lavado de dinero, ahí se han encontrado”, dijo Ortega en un acto de la Fuerza Naval del Ejército. Pero luego, como cayendo en cuenta, aclaró: “Bueno, no soy yo quien va a juzgarlos, eso le corresponde a la Policía investigar más, le corresponde a la Fiscalía, le corresponde al Poder Judicial”.

Desde mayo, la policía del régimen ha detenido a unos 32 líderes y candidatos opositores  tras acusarlos de “traición a la patria” o “lavado de activos”, con lo que los han sacado de la contienda electoral. Ortega busca su quinto mandato de cinco años, cuarto de forma consecutiva y segundo junto con su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, en unas elecciones prácticamente unipersonales previstas para el 7 de noviembre. 

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En América Central hay otros casos, como el de El Salvador, cuya Asamblea Legislativa dominada por el presidente Nayib Bukele destituyó al fiscal general y a la Sala Constitucional de la Corte, con lo que el poder judicial ya funciona según los deseos oficiales. Y en otras latitudes, la tensión política vuelve a agitar a Bolivia, con una confrontación entre las narrativas de “fraude electoral” y “golpe de Estado”, a raíz de las protestas populares poselectorales de 2019 que llevaron a renunciar al entonces presidente Evo Morales, que buscaba su tercera reelección. 

En ese momento asumió temporalmente, por norma constitucional, la senadora Jeanine Añez, que duró un poco menos de un año. Pero cuando en las siguientes elecciones regresó al poder el partido de Morales, la dirigente política terminó en la cárcel, acusada por terrorismo, sedición y conspiración. Allí cumple ya cinco meses presa aquejada por un deterioro de su salud física y mental. “Solo pedimos justicia y que se respeten los derechos humanos y derecho a la salud”, dice uno de sus recientes tuits difundidos por sus familiares, que consideran a la expresidenta un trofeo político del actual Gobierno.

El presidente Luis Arce, que busca posicionar como única verdad la narrativa de un golpe de Estado, ha encontrado fuerza en la polémica decisión de la Fiscalía de cerrar el caso “fraude electoral”. Para el investigador boliviano y director del Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social (Ceres), Roberto Laserna, este anuncio pone en evidencia la crisis del sistema de Justicia. “Es una de las instituciones que menos confianza genera porque está claramente manejada por el interés político inmediato. Se dio ya en el Gobierno de transición cuando se alinearon fiscales y jueces que ahora se dan la vuelta y son soldados militantes del partido de Gobierno. Esto muestra claramente que la democracia está erosionada”. 

Un reciente informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI) de la CIDH, concluyó que en los hechos violentos del conflicto de 2019 se “cometieron graves violaciones a los derechos humanos”, pero también fue contundente al señalar que “entre los problemas estructurales endémicos en Bolivia se encuentran la ausencia de independencia judicial, transparencia y objetividad en el ejercicio de la acción penal”.

Por otro lado Venezuela, aletargada en una profunda crisis, es otro vivo ejemplo. La Comisión Internacional de Juristas (CIJ) publicó en junio el reporte titulado  “Jueces en la Cuerda Floja Informe sobre Independencia e Imparcialidad del Poder Judicial en Venezuela” . Allí  revisa la situación y concluye  que el “Tribunal Supremo de Justicia, controlado desde hace mucho tiempo por el Poder Ejecutivo, ha gestionado el colapso del Estado de derecho en el país, ya que más del 85% de los jueces ocupan cargos provisionales y reciben presiones directas para que emitan decisiones judiciales en favor del gobierno y en contra de defensores de derechos humanos y disidentes políticos”. Según el secretario general de este organismo internacional, Sam Zarifi, la “captura política del TSJ ha colocado a los jueces en la cuerda floja”.

Pero el presidente Nicolás Maduro anunció recientemente que su esposa Cilia Flores y Diosdado Cabello, vicepresidente del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) llevarán a cabo una “revolución profunda y acelerada” del sistema judicial.

El caso de Brasil también resulta emblemático. Volvió a sonar este año cuando un juez de la Corte Suprema decidió anular las sentencias dictadas contra el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, que llegó a pasar 580 días a la sombra entre abril de 2018 y noviembre de 2019, condenado por corrupción. 

En este caso típico de judicialización de la política, el juez Sergio Moro acorraló al gobierno de Dilma Rousseff, destituida en juicio político, y luego llevó a la cárcel a Lula da Silva en el famoso caso Lava Jato, con lo que le abrió al camino a un candidato improbable, Jair Bolsonaro. Y cuando este ganó las elecciones, lo primero que hizo fue nombrar a Moro ministro de Justicia y Seguridad. Lo más curioso es que en abril de 2020 éste presentó su renuncia, argumentando “interferencias políticas” en la lucha contra la corrupción y la necesidad de tener autonomía en sus funciones. Acusó a Bolsonaro de obstruir investigaciones de la Policía para proteger a sus hijos.

A la larga, Lula salió con una victoria porque el Tribunal Supremo dictaminó que el juez Moro no fue imparcial al juzgar al líder del Partido de los Trabajadores (PT), aunque este fallo no lo exculpa. Con esto, el ex obrero metalúrgico ya fija su mirada en una candidatura en 2022.

En un caso que también levanta suspicacias, en Perú un fiscal amplió recientemente la investigación por lavado de dinero contra dos figuras claves del entorno del nuevo presidente Pedro Castillo. Se trata de Vladimir Cerrón, fundador del partido oficialista Perú Libre y del presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido, junto a una decena de personas, presuntamente involucradas en actividades criminales que habrían financiado la campaña de Castillo. Para algunos, el mandatario fue imprudente al representar al partido de un personaje ya cuestionado y al nombrar a un ministro en iguales circunstancias. Pero la coincidencia de la decisión, paralela con protestas populares antigubernamentales, levantó muchas cejas en el continente. 

Para empeorar las cosas Cerrón, Bellido y el congresista oficialista Guillermo Bermejo fueron incluidos en una investigación preliminar por el presunto delito de terrorismo por la Fiscalía Supraprovincial Especializada en Delitos de Terrorismo y Lesa Humanidad de Huánuco.

“Creen que con el linchamiento mediático jurídico van a doblegarnos, Perú Libre nos forjó en el acero, jamás renunciaremos a nuestros principios, pondremos el pecho sobre la bala, nuestra identificación con el pueblo es leal y está prohibido rendirse”, escribió Cerrón en su cuenta de Twitter.

Carolina Villadiego, asesora legal para América Latina de la Comisión Internacional de Juristas, declaró a CONNECTAS que “la magnitud de las amenazas y vulneraciones a la independencia judicial varía entre los países, pero lo cierto es que en general y, en mayor o menor medida, la región enfrenta distintos desafíos para garantizar la independencia judicial”.

A esto añade el impacto que puede tener en la democracia, la pérdida de confianza en la justicia. “Puede promover que las personas decidan resolver sus conflictos por medios violentos y sobre todo porque puede fomentar que gobiernos autoritarios, independientemente de la ideología que estos tengan, aprovechen esta circunstancia para debilitar el sistema de justicia, quebrar la independencia judicial y concentrar el poder”, asegura Villadiego.

Sea como fuere, lo descrito en cada país refleja una especie de embestida a la democracia usando como brazo operativo la dependencia del sistema judicial al mejor postor. Una Justicia que mira de reojo y decide adónde dirigir la balanza y apuntar la espada con la ligereza que conlleva desentenderse de la búsqueda de la verdad.