La mano dura de Bukele: ¿la nueva exportación de El Salvador?

Con su nueva megacárcel destinada a albergar a 40 mil “terroristas”, el presidente salvadoreño da un paso más allá en su sistema ultra punitivo y poco respetuoso de los derechos humanos. Esa política penal, que algunos ven con envidia en América Latina, plantea un nuevo desafío al Estado de Derecho en el subcontinente.

Ilustration: Erick Retana

Por Suhelis Tejero

La semana pasada el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, recorrió el recién inaugurado Centro de Confinamiento del Terrorismo, una cárcel de máxima seguridad capaz de albergar a 40.000 ‘pandilleros’. Dijo con orgullo que es el centro penitenciario más grande de América Latina y “una pieza fundamental para ganar por completo la guerra contra las pandillas”. El nuevo penal es un paso más allá de Bukele en su cuestionada política ultra punitiva que sigue desafiando el Estado de derecho en el país centroamericano y que El Salvador está dispuesto a exportar.

En efecto, a finales de enero, Félix Ulloa, vicepresidente de ese país, dijo que el Gobierno salvadoreño se reunió con Ariel Henry, primer ministro de Haití, para instalar una oficina de cooperación en la nación caribeña desde la cual diseñar un plan de control territorial de lucha contra el crimen organizado para frenar la violencia de las pandillas haitianas.

Una alianza contra el crimen no debería causar controversia alguna, salvo que, como en este caso, se trata de una política de clara violación de los derechos humanos a partir de un poder judicial dominado por el ejecutivo. Pero es que, como dice Tiziano Breda, experto en resolución de conflictos y violencia armada en América Latina e investigador de la oenegé Instituto de Asuntos Internacionales, el ‘método Bukele’ se ha convertido en un sistema extremadamente popular en una población cansada de vivir en la inseguridad, aunque sea a costa de sus propios derechos. Y lo que es peor, así como atrae a propios, también “parece una fórmula atractiva para otros gobernantes”, señaló.

En efecto, el cuestionado programa salvadoreño contra la delincuencia ha llamado la atención no solo en Haití. La presidenta de Honduras, Xiomara Castro, puso en marcha en diciembre de 2022 un régimen de excepción para reducir la influencia de las pandillas a cambio de suspender las garantías constitucionales a la población.

Por su parte, a inicios de año el ministro de Seguridad de Costa Rica, Jorge Torres, llegó a señalar en una rueda de prensa que sería “genial” tener un plan de seguridad como el de Bukele para bajar los índices de inseguridad en su país. Afortunadamente, antes de que el mes terminara su jefe, el presidente Rodrigo Chaves, rechazó la idea y enfatizó que es un ferviente amante de la democracia, la separación de poderes y del diálogo firme y claro. “No estoy claro de que los costarricenses queramos vivir en un régimen jurídico-político como los salvadoreños”, aclaró en una conferencia con los medios.

El campo de concentración de Bukele

Ciertamente la criminalidad en El Salvador se ha reducido en forma innegable, pero a un alto costo. En efecto, el Plan de Control Territorial que aplica Bukele ha traído consigo un régimen de excepción —vigente desde fines de marzo de 2022— que limita la libertad de asociación de las personas y suspende el derecho de los detenidos a ser informados sobre el motivo de su arresto e, incluso a la asistencia de un abogado. Como era de esperar, ese régimen ha conducido a la detención de un número indeterminado de personas cuyo único crimen fue tener algunos tatuajes y encontrarse en el momento y en el lugar equivocados.  

El recién estrenado Centro de Confinamiento del Terrorismo, considerado la prisión más grande de América Latina, tiene una capacidad para 40.000 “pandilleros”. Pero, aunque la instalación no ha recibido al primero, el fantasma del hacinamiento parece materializado en todas partes. Al fin y al cabo, el Gobierno salvadoreño aseguró a finales del año pasado que había capturado casi 59.000 solo durante el último año.

La sobrepoblación carcelaria es uno de los problemas que han llamado la atención sobre los problemas de derechos humanos en el manejo de la crisis de las pandillas en El Salvador. Human Rights Watch (HRW) cifra en cerca de un centenar el número de personas que han muerto en las prisiones debido a las condiciones infrahumanas en las que se encuentran.

La organización de derechos humanos presentó, además, otros datos oficiales filtrados que corroboran no solo el hacinamiento severo en las cárceles, sino también violaciones al debido proceso. Según la data del periodo entre marzo y agosto del año pasado, publicada por HRW, cerca del 70% de los casi 60.000 detenidos desde la vigencia del régimen de excepción han sido imputados por asociación ilícita, mientras que alrededor del 15% enfrentan cargos por pertenecer a una organización terrorista y unos pocos por extorsiones, homicidios u otros crímenes.

Pero, aunque parezca increíble, ninguno ha sido juzgado. La jefa jurídica de Estado de Derecho y Seguridad de la oenegé centroamericana Cristosal, Zaira Navas, explicó que las autoridades solo han presentado a los detenidos a una audiencia en las que no han documentado pruebas en su contra y en las que los jueces han dictado prisiones provisionales prorrogadas sin cesar. “La gente que está detenida va a estarlo por dos años sin juicio real”, destacó.

Y también lo estará sin planes de reinserción a la sociedad. Durante la inauguración del Centro de Confinamiento del Terrorismo, Bukele paseó por unos dormitorios, comedores y gimnasios perfectamente pintados y luminosos. Pero esos no serán los lugares para los ‘pandilleros’, sino para los guardias del penal que, según dijo Bukele ese día, son quienes merecen esas condiciones.

Para los ‘pandilleros’, en cambio, hay celdas colectivas, mal pintadas, en penumbras, sin colchones y con unas pilas de cemento para que se bañen. Sólo saldrán de allí para ir a las audiencias —que serán en la propia cárcel— o para las celdas de aislamiento. Allí la estampa empeora. Se trata de salas de castigo oscuras y solitarias, con una losa de cemento para dormir, un sanitario y una pila pequeña. Al aislamiento serán sometidos los presos que intenten crear problemas, según explicó el Gobierno salvadoreño.


Un régimen de espalda a los derechos humanos

Navas cree que Bukele está vendiendo una percepción de seguridad “que obviamente ha permeado a la gente, que está contenta con estas medidas”, todo en el marco de una campaña electoral por la reelección presidencial en la que los pandilleros, a quienes califica de terroristas, han tenido un papel protagonista.

Ese calificativo no es nuevo en El Salvador: la Sala Constitucional dictó una sentencia en 2016 —durante el gobierno de Salvador Sánchez Cerén— que validó desde entonces el término para referirse a esos delincuentes.

Bukele no ha hecho más que reforzar un uso que había sido, sobre todo, judicial, pero que ahora explota en el marco de su política de mano dura contra la delincuencia. A los latinoamericanos la palabra terrorista nos suena familiar en contextos de descalificación política de manifestantes —como está ocurriendo con el Gobierno en Perú al calificar las protestas y también pasó en contextos similares en Colombia y Venezuela— . Pero en El Salvador tiene una diferencia sustancial, pues no se trata de una etiqueta propagandística sino de, como recuerda Breda, de una sentencia de la corte salvadoreña que considera a estos grupos delincuenciales como terroristas, a la que se unen los juicios abiertos contra algunos pandilleros en Estados Unidos en los que son calificados de esa misma forma.

Pero más allá de la semántica, la pregunta de fondo es si la muy punitiva política de Bukele contra la inseguridad tendrá un impacto real en el largo plazo. Los datos indican que efectivamente se han reducido los homicidios en el último año, aunque a costa de violaciones de derechos humanos de consecuencias imprevisibles.

Pero como solución definitiva al problema de la violencia, no parece haber precisiones. “Mientras no se aborden los problemas de marginación que impulsan a los jóvenes a meterse en organizaciones ilegales, es difícil pensar que sea la solución final y duradera al problema de la inseguridad”, resaltó Breda.

Por su parte, Navas alertó que la paz y la seguridad a largo plazo son sostenibles solo tras cumplir los requisitos básicos de una política pública de seguridad, que incluye la prevención, investigación y represión del delito, así como fortalecimiento institucional. “Eso no lo tenemos en El Salvador”, resaltó.

Solo el paso del tiempo dirá si la política de mano dura de Bukele dio resultados definitivos para bajar los altos índices de criminalidad. Pero las violaciones sistemáticas de derechos humanos quedarán allí como una huella permanente que dejará por sentado que no todo vale si la democracia termina resquebrajada.