Fútbol a toda costa

En medio del peor momento de la pandemia y de la protesta social, crea polémica la continuidad de los torneos sudamericanos. Con tensiones entre Colombia y Argentina por la Copa América, el fútbol y la política siguen transitando un camino paralelo.

No es posible jugar un partido de fútbol mientras las bombas lacrimógenas estallan a metros del estadio, como lo comprobaron los futbolistas que hace algunos días disputaban la Copa Libertadores en Colombia. Los árbitros tuvieron que interrumpir los partidos para que todos se secaran la irritación en los ojos ante las gradas desoladas por la covid. 

La escena parecía confirmar que nada puede frenar el rodar de la pelota en Sudamérica. Ni siquiera otra bomba, la biológica, que representan los miles de muertos por una pandemia que tiene a la región como el epicentro mundial de la enfermedad, como alertó la OMS hace poco.

El triste espectáculo puso en primer plano un evento que se acerca en el continente: la Copa América, el campeonato de selecciones más antiguo del mundo. El 9 de abril de 2019, la Conmebol había tomado una decisión curiosa, una más de las insólitas medidas que suele tomar la entidad madre del fútbol sudamericano. Aquel día, los dirigentes decidieron que la Copa del año siguiente se realizaría en Colombia y Argentina. Es decir, en estadios separados por los 6.972 kilómetros que hay entre Bogotá y Buenos Aires. A muchos les sorprendió esa doble sede, aunque no tanto si se tiene en cuenta que la misma Conmebol venía de organizar una final de la Copa Libertadores entre los archirrivales Boca Juniors y River Plate en Madrid, a 10.032 kilómetros de Argentina.

La Conmebol tiene su sede en un imponente edificio en las afueras de Asunción, inaugurado en 1998 y declarado “inviolable” por el gobierno paraguayo, una situación que algunos comparan con el Vaticano: un Estado soberano dentro de un país. Allí, los dirigentes encabezados por Alejandro Domínguez vienen caminando por la cornisa para llevar a cabo, cueste lo que cueste, la próxima Copa América. La misma que planearon hace dos años cuando ni las más apocalípticas fantasías imaginaban una pandemia mundial. Ni una epidemia de disconformidades sociales que pasó por Perú, Chile, Ecuador, Bolivia y ahora se ensaña con Colombia, donde debían jugar algunas selecciones a partir del 13 de junio.

La semana pasada, en medio de las protestas sociales y la violencia policial que ponen en jaque la gestión del presidente Iván Duque, el gobierno colombiano reconoció que no puede organizar la Copa en la fecha prevista y pidió postergar el torneo. La Conmebol, presionada por los patrocinadores que ya vieron con disgusto la suspensión del torneo en 2020, rechazó el planteamiento y confirmó a Argentina como sede única. Es decir, a un país donde su presidente, Alberto Fernández, acaba de decretar un nuevo confinamiento estricto por la imparable segunda ola de contagios de covid.

Fernández junto con el presidente de Colombia, Iván Duque. @alferdez

Cuando arreciaron las protestas en Colombia, el centroizquierdista Fernández le había reclamado públicamente al centroderechista Duque por el “cese de la violencia institucional” en las calles, con lo que provocó el rechazo diplomático de Bogotá.  Un rechazo que pasó a enojo cuando el presidente argentino sugirió que su país podía hacer el torneo solo. Tanto, que algunos hablaron de puñalada por la espalda, en clara referencia a las divergentes posiciones políticas de ambos. 

Pero el propio Fernández está en problemas por otra epidemia, más duradera y con peores consecuencias: una crisis económica que ha llevado la pobreza en su país a más del 50 por ciento. Aquel granero del mundo de mediados del siglo XX es hoy una fábrica de pobres que, sin vacunas ni suficientes UCI para atender la pandemia, se apresta a organizar una Copa América. Fútbol, a toda costa.

“Uno siente una confusión profunda de las autoridades de la Conmebol”, analiza Andrés Dávila, politólogo de la Universidad Javeriana de Bogotá, especializado en política y deporte. “Veo una tensión entre fútbol y realidad, mientras los dirigentes, la televisión y los patrocinadores no parecen entender que a veces el fútbol tiene que parar”, agrega.

Dávila, hincha de Millonarios, de Bogotá, ha visto cómo las barras de los clubes colombianos parecen haber acordado una tregua a la violencia con la que habitualmente se enfrentan, para unirse en las protestas frente a un enemigo común: el Estado representado en las balas, los gases y los bastones de la Policía.

“Nos sobra aguante”, dice la consigna común en los carteles que combinan los escudos de los enemigos futbolísticos. “Como están muy organizadas, se han vuelto protagonistas de las acciones en la calle en un nivel de politización que no conocían, pero aprovechando el aprendizaje de la organización y de una causa común. Estamos viendo un fenómeno muy llamativo al que habría que prestarle atención”, advierte el académico.  

Las camisetas de fútbol han protagonizado como nunca las protestas sociales en Colombia. Barras de “Los del Sur” de Atlético Nacional y “Resistencia Norte” del DIM, los dos rivales clásicos de Medellín, marcharon apenas separadas, cada una con sus colores, bombos y redoblantes, cantando “junto al pueblo en el paro nacional”. Lo mismo ocurrió en Cali, en Bogotá y en otras ciudades donde el fútbol marca la temperatura de la sociedad. Pero en todas hay una camiseta por sobre las demás: la amarilla de la selección Colombia, que sobresale en los videos y fotos que dieron la vuelta al mundo el último mes.

“Es un símbolo de unidad. La selección Colombia, desde finales de los ochenta (y con la notable excepción de los años posteriores al asesinato de Andrés Escobar), ha logrado unir a los colombianos en torno a un objetivo común: demostrar al mundo que podemos destacar en una actividad en particular. Igual pasa con el ciclismo, Nairo, Rigo, hoy Egan, pero ellos participan en representación de equipos extranjeros. La selección Colombia de fútbol es una de las escasas instituciones que nos une”. Lo explica Jorge Tovar, académico de la Universidad de los Andes, que investiga las relaciones entre la economía y el deporte. Él, como todos hoy en su país, ve con asombro cómo las mismas barras que podrían haberle dado la bienvenida a la Copa América se unieron para rechazarla con grafitis pintados en las propias paredes del estadio El Campín, de Bogotá.

Pero ellos no están en la lógica del negocio y está claro que el fútbol hoy más que nunca es una industria y que la FIFA, su máxima autoridad, la principal multinacional del planeta. Tanto que tiene más asociados que la ONU: 211 contra 193. La Conmebol, con 10 de esos socios, espera que la Copa América le deje unos 200 millones de dólares en un año en el que no hay público en los estadios y sí en las calles, protestando contra gobiernos que en medio de una inédita pandemia pretenden sacarles recursos en lugar de dárselos.

“Visible y global, el negocio del deporte queda expuesto inclusive con los Juegos Olímpicos que comenzarán en julio en Tokio, pese al rechazo de médicos y del ochenta por ciento de la población. El argumento no es solo el dinero de la TV. Porque también hubo Juegos en la Alemania de Hitler en 1936 y en Múnich en 1972 tras la matanza de atletas israelíes. Y hubo Mundial en la Argentina de Videla”, escribió el periodista argentino Ezequiel Fernández Moores. Trataba de explicar el inexplicable rodar de la pelota tras los contagios masivos entre los jugadores de River Plate, que debió salir obligado a jugar un partido contra Santa Fe sin arquero ni suplentes.

Ese partido entre el club argentino y el colombiano, que con sabor a hazaña ganó el primero, fue el prólogo de otra victoria, esta vez política, de Alberto Fernández sobre Iván Duque: la Copa América tendrá lugar solo en Argentina. Porque el fútbol no para en una región -y en un país- donde el coronavirus se ensaña con la población. Aunque sí se cierran las escuelas, en una rara paradoja de los tiempos del covid: la pelota sigue girando mientras la educación se paraliza. Panem et circenses, dirían en la antigua Roma desde las gradas del Coliseo, mientras los gladiadores entretenían al pueblo con un espectáculo de sangre.