Estados Unidos: La democracia bajo fuego

El ataque al capitolio el pasado 6 de enero por parte de simpatizantes de Donald Trump demostró que este país, proclamado como faro moral de la democracia, estuvo en riesgo de convertirse en un régimen autoritario. Hasta el momento las instituciones del país han aguantado, pero las amenazas están lejos de irse.

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Las imágenes de fanáticos políticos asaltando el edificio del parlamento para evitar la posesión de un presidente elegido de manera legítima son familiares y recurrentes en las democracias débiles, tan susceptibles a la inestabilidad política y proclive a los regímenes autoritarios. Por el contrario, son completamente excepcionales en Estados Unidos, país que se precia de tener una de las democracias más fuertes del mundo.

“¿Nuestra democracia está en peligro?” se preguntaron los profesores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias, quienes llevan años estudiando las fallas de la democracia en la Europa de la década de 1930, o en los regímenes represivos de América Latina de 1970, pero que no se imaginaron que Estados Unidos pudiera llegar a una situación similar. Sin embargo, a raíz de la elección de Donald Trump en 2016 se preguntaron: “¿estamos viviendo el declive y caída de la democracia más antigua y exitosa del mundo?”.

La respuesta a esta pregunta (que se realizaban los autores en 2018, advirtiendo lo que se vendría años después), aún no tiene una respuesta definitiva, pero quedan pocas dudas de que los hechos del 6 de enero fueron, por lo menos, un intento de golpe de Estado -así éste no haya sido exitoso- y que se suman a varias acciones del gobierno de Trump por perpetuarse en el poder por encima de los mecanismos de la democracia.

Pero a diferencia de las democracias con instituciones débiles, Estados Unidos soportó los ataques recibidos en cuatro años y no permitieron la imposición de un poder autoritario. A pesar de los intentos de supresión del voto y la pandemia, la gente participó en las elecciones de manera masiva, el sistema judicial tramitó de manera garantista las denuncias de fraude e incluso las autoridades electorales del estado de Georgia aguantaron las presiones del presidente por “encontrar 12.000 votos”. Más aún, los líderes demócratas de la Cámara están avanzando en un segundo juicio político (impeachment) por sedición a pesar del poco tiempo de gobierno que le queda a Trump, como una manera de que este ataque a la democracia no quede en la impunidad. Esto nunca había sucedido en la historia del país.

La democracia en Estados Unidos ha demostrado ser resiliente, pero los ataques constantes han dejado un país debilitado, dividido en lo político y lo social y que necesitará muchos años para recuperar la unidad como nación y la capacidad de los partidos demócrata y republicano para trabajar en conjunto por encima de sus diferencias.

El próximo 20 de enero Joe Biden iniciará su gobierno en una ceremonia completamente atípica. No lo acompañarán las tradicionales multitudes debido a las restricciones de la pandemia y tampoco asistirá el saliente Donald Trump, lo cual recuerda el desplante de la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner al no asistir a la toma de posesión de su sucesor, Mauricio Macri, en 2015. A esto se le suma que Washington se encuentra en alerta máxima de seguridad por amenazas de milicias; ya se han desplegado 15.000 tropas de la guardia nacional en la ciudad para garantizar la seguridad del presidente Biden. El FBI también ha alertado que se presentarán protestas armadas en todo el país.

Este inicio de gobierno para el presidente Joe Biden, que además tiene una crisis sanitaria y económica histórica por resolver, deja entrever lo que será su mayor reto en los próximos años: volver a unir al país en términos políticos y sociales, con una oposición radical del partido republicano, experto en torpedear los gobiernos demócratas, y con millones de seguidores de Trump (entre ellos varias milicias armadas) que creen firmemente que su gobierno es ilegítimo.

Pero ¿cómo llegó Estados Unidos a este punto crítico? ¿Cómo la democracia ejemplar del mundo llegó a esta situación digna de una “república bananera”, como la llamó el expresidente George W. Bush?

“Esta crisis de la democracia estadounidense, la más grave desde su guerra civil, es compleja, pues surge de factores diversos. Algunos son comunes a otras democracias, como el incremento de la desigualdad y el deterioro de las condiciones de vida de la clase obrera blanca […] Otros factores son más gringos, como su racismo estructural, su caduco Colegio Electoral o su presidencialismo, que vuelve la lucha por quien ocupa la Casa Blanca un juego de suma cero extremadamente polarizado” escribió el constitucionalista Rodrigo Uprimny en su columna del diario colombiano El Espectador.

En medio de los múltiples elementos y complejidades de la crisis que atraviesa la democracia de Estados Unidos, Uprimny señala como factor central que “las democracias peligran o mueren cuando las élites, por cálculos oportunistas, en vez de hacer esas alianzas en defensa de la democracia, permiten el crecimiento y ascenso al poder de líderes autoritarios”.

Esto fue justamente lo que sucedió con el partido republicano y sus élites políticas, que le dieron todo tipo de licencias y apoyo a Donald Trump para aprovechar su popularidad con la base electoral. Esta incapacidad de ponerle freno llevó a una presidencia plagada de irregularidades, corrupción, medidas antidemocráticas e incluso racistas e inhumanas.

Al respecto, el economista Paul Krugman escribió en su columna del New York Times: “ni el racismo ni el interés generalizado en las teorías conspirativas son nuevos en nuestra vida política. La cosmovisión descrita en The Paranoid Style in American Politics, el clásico ensayo de Richard Hofstadter publicado en 1964, apenas se distingue hoy en día de las creencias de QAnon”. A lo cual agrega “el gran cambio desde que Hofstadter escribió aquello es que uno de nuestros principales partidos políticos está dispuesto a tolerar y, de hecho, a alimentar la paranoia política de la derecha”.

Durante estos cuatro años tanto el partido republicano como sus bases electorales han sido capturados por las ideologías extremas de Trump con la esperanza de mantenerse y perpetuarse en el poder, y de usarlo para su beneficio propio. A pesar de que la estrategia dio resultados a corto plazo, llevó al partido a perder no solo la presidencia, sino el control primero de la Cámara de Representantes en 2018 y después del Senado en las elecciones de 2020.

De esta manera, Joe Biden iniciará una presidencia con la ventaja de que el partido demócrata controla las dos cámaras del parlamento, lo cual le permitirá un alto nivel de gobernabilidad. Sin embargo, sus acciones de gobierno serán impopulares y criticadas por un partido republicano radicalizado en la oposición que ha promovido la idea (sin ningún tipo de evidencia) de que su presidencia es ilegítima. Es de esperarse que los republicanos entorpezcan las acciones de gobierno y aviven el descontento de su base electoral, de la misma manera que lo hicieron durante los años de gobierno de Barack Obama.

En gran medida, el futuro de Estados Unidos dependerá de la capacidad de Joe Biden de cerrar las brechas ideológicas que existen hoy con el partido republicano para sanar las heridas autoinflingidas durante los últimos cuatro años. De igual manera, la salud de su democracia depende de la capacidad de los conservadores más moderados de retomar las riendas del partido, desmarcarse de Trump y su legado, y bajar los niveles de radicalización y de iniciativas antidemocráticas y autoritarias, sin perder su rol de partido de oposición.

Al cierre de esta edición, al menos diez parlamentarios republicanos se habían sumado a la iniciativa demócrata del segundo juicio político para destituir al presidente. Un segundo impeachment tendría efectos prácticos nulos, ya que queda menos de una semana de gobierno. Sería, sin embargo, un golpe de opinión duro y un mensaje de rechazo al autoritarismo. Para que esta decisión prospere se necesita el apoyo del líder conservador Mitch McConnell, quien fue el escudero de Trump en el Senado durante todo su gobierno, pero que admitió que no reconocer la victoria de Biden “dañaría a nuestra república para siempre”. Aún no se ha confirmado si McConnell usará esta oportunidad para desmarcar al partido del presidente saliente.

Sin embargo, este escenario de reconciliación y consenso entre demócratas y republicanos no será nada fácil de lograr. Una coalición de 11 senadores, liderados por Ted Cruz, aún se mantienen fieles a Donald Trump y tomaron acciones para evitar que el Congreso reconociera la victoria de Biden, incluso después de los hechos del 6 de enero.

Las brechas que distancian a republicanos y demócratas no se viven solo en los altos círculos de la política, sino en las bases electorales. Un síntoma de ello es el resurgimiento de milicias armadas, algunas de ellas de supremacía blanca, que apoyan a Trump, como los Proud Boys. Cabe recordar que estas milicias no solo estuvieron en el intento de toma del capitolio, sino también en otras demostraciones de menor resonancia pero en la misma línea de ataque a la democracia, como la toma del Capitolio Estatal de Michigan en abril de 2020 en protesta a las medidas de confinamiento para mitigar la pandemia de covid-19, y un subsiguiente intento de secuestro en octubre del mismo año a la gobernadora del estado, Gretchen Whitmer. Según las personas arrestadas, no intentaban hacer un secuestro sino un “arresto ciudadano”, pues, a su parecer, las medidas de cuarentena violan sus libertades como ciudadanos.

La retórica de Trump y de líderes de opinión de la extrema derecha ha tenido un efecto profundo en sus seguidores, y han formado una base electoral radical e inclinada a las teorías de conspiración, con quienes será difícil razonar, negociar y llegar a acuerdos. La base radical del QAnon logró elegir a Marjorie Taylor Greene como Representante a la Cámara por el estado de Georgia, afín a esta teoría de conspiración que cree que los demócratas son pedófilos adoradores de satanás. A pesar de que siguen siendo una minoría, los conspiradores y las milicias harán una oposición férrea y ruidosa, y serán un actor político relevante bajo el entrante gobierno demócrata.

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De igual manera el talante antidemocrático que dejó Trump en la presidencia debilitó el rol de autoridad moral en América Latina como promotor de la democracia. Así lo cree Kenneth Frankel, presidente del Consejo Canadiense por la Américas quien afirmó que los hechos del 6 de enero pueden poner en duda la labor de liderazgo de Estados Unidos en la lucha por el buen gobierno, los derechos humanos y la lucha contra la corrupción. “Varios países en América Latina pueden sentirse huérfanos en este sentido” afirmó.

En medio de esta división interna del partido republicano, no se descarta que Trump logre capitalizar el apoyo de esta gran cantidad de ciudadanos para crear un tercer partido político en Estados Unidos. Por más difícil que sea imaginar el fin del bipartidismo y el surgimiento de una tercera vía radical, los cuatro años de Trump demostraron que todo es posible. Así lo expone el columnista del New York Times Ross Dougthat, “el final violento de la presidencia de Trump expuso una nueva división en la coalición conservadora, no una división ideológica normal o un debate de estrategia y tácticas, sino un rompimiento entre la realidad y la fantasía que podría ser especialmente dura de resolver tanto por intereses privados como la labor de sus dirigentes”.

Este escenario dependerá en gran medida del futuro de Trump: ¿logrará mantener el poder dentro de los republicanos?, o, por el contrario, ¿prosperará su segundo juicio en el Congreso y quedará exiliado de la política? En cualquier caso, Trump seguirá siendo un líder de opinión relevante y activo, que aprovechará el apoyo de sus más de 70 millones de votantes de cara a las elecciones de 2024 (directamente o a través de alguno de sus hijos), o como líder de opinión en los medios de comunicación de derecha, un lugar familiar y cómodo, donde puede continuar alimentando de retórica ideológica a su base, al tiempo que ataca al gobierno de Biden.

Estados Unidos se encuentra en un momento límite, en el cual puede desandar los pasos que dio por el camino del autoritarismo, o por el contrario, seguir avanzando en él. Los próximos años serán fundamentales para sanar las heridas y fortalecer las instituciones democráticas a través de las acciones conjuntas tanto de su élite política como de las bases ciudadanas. En este momento se hace vigente la pregunta que formulan Levitsky y Ziblatt: “los fundamentos de la democracia de Estados Unidos son ciertamente más fuertes que los de Venezuela, Turquía o Hungría. Pero ¿son lo suficientemente fuertes?”