Colombia en su espiral eterna de violencia

Las masacres se convirtieron en un nuevo capítulo de dolor que asoma a los colombianos a su pasado más oscuro. El rosario de muertos violentos demuestra que la sonada paz era más que una firma entre enemigos.

Algunas fachadas de Bogotá y Medellín han sido tomadas por jóvenes para advertir sobre la difícil situación por la que atraviesa Colombia. Crédito: La nueva banda de la terraza en Instagram. @lanuevabandadelaterraza

El fin de semana pasado, el presidente de Colombia, Iván Duque, visitó a los familiares de los ocho jóvenes asesinados en Samaniego, Nariño, al sur del país. Aprovechó, además, para caminar uno de los barrios céntricos de ese municipio a tan solo tres horas por tierra de Ecuador. En uno de los videos publicados en las redes sociales, se escucha a un hombre que le dice desde uno de los andenes: “Presidente, queremos que cumpla con los acuerdos de La Habana”, haciendo referencia al proceso de paz con la guerrilla de las Farc que señalaba la terminación de un conflicto de más de 60 años. El presidente intentó responderle, pero los vecinos lo interrumpieron con un grito en coro: “¡Queremos paz, queremos paz!”.

La escena pudo haberse repetido en la mayoría de los siete pueblos estremecidos por las masacres en las últimas semanas, pues en seis de ellos ganó el plebiscito por la paz en 2016. La sensación generalizada por estos días en Colombia es que el desarme de la guerrilla más vieja y grande del continente en el gobierno del ganador del Premio Nobel de la Paz, Juan Manuel Santos, no sirvió para frenar la guerra de un país ahogado en su propia sangre.

Y tal vez sea cierto. Los conflictos no terminan cuando los actores abandonan las armas sino cuando son atacados los múltiples factores que los generan. En el caso de Colombia, “la guerra está apuntalada en arreglos de poder político, económico y social que se están resistiendo al cambio”, dijo Andrés Suárez, analista de conflicto armado a CONNECTAS, y continúa: “En todos los acuerdos de paz en el mundo, estos fenómenos violentos son predecibles porque hay intereses enemigos de la paz y personas que no necesariamente entregaron las armas, pero que están detrás del negocio de la guerra”.

En parte, el negocio de la guerra también es el negocio del narcotráfico. A raíz no solo de las masacres (44 en lo que va del año) sino del asesinato de líderes sociales y de excombatientes de la guerrilla, el gobierno colombiano ha difundido la idea de que la culpa es de los narcotraficantes y, por ello, la respuesta institucional ha sido promover con urgencia la erradicación de los cultivos ilícitos; tanto así que el propio Ministro de Defensa, Carlos Holmes, dijo a comienzo de semana que se crearía un nuevo Comando contra el narcotráfico y las amenazas trasnacionales, y que era necesario ver la aspersión aérea con glifosato como un asunto de seguridad nacional. Vale recordar que en Colombia no se fumiga una sola hectárea desde octubre de 2015, cuando las autoridades ambientales prohibieron su uso argumentando severos problemas de salud en las personas y los animales.

Pese a que las FFMM tienen resultados en la lucha contra las drogas, estos no se ven reflejados en la disminución de la violencia. Crédito: Ejército Nacional.

Sin embargo, varios analistas han controvertido esta tesis. El negocio de las drogas ilícitas ha sido el combustible número uno de la guerra, pero es solo una parte de la fotografía. Convertirlo en la única explicación de las muertes oculta el contexto en el que el negocio ilícito de las drogas ha operado históricamente. “El narcotráfico es la explicación más fácil para justificar la guerra en Colombia dado su carácter ilegal. Además, permite evadir responsabilidades políticas”, dijo Suárez.

Responsabilidades no solo frente a los hechos de las últimas semanas sino frente a la muerte de líderes sociales y excombatientes de las Farc. De acuerdo con la Fiscalía, desde la firma del Acuerdo de Paz, en noviembre de 2016, hasta el mes pasado, en Colombia han sido asesinados 349 líderes sociales. Según el partido político conformado por miembros de la antigua guerrilla, desde esa fecha hasta hoy han sido asesinados 222 excombatientes.

Lo que buena parte de los críticos del gobierno y de las comunidades afectadas por la violencia están exigiendo va más allá de las incautaciones de droga, las capturas de capos o la destrucción de maquinarias y laboratorios de procesamiento de coca. La exigencia tiene que ver con la implementación de los acuerdos firmados en La Habana, concretamente, con la promesa inscrita en ellos de llevar el Estado a las regiones apartadas de las grandes capitales. Regiones que, en su mayoría, se mueven gracias a las economías ilegales como la minería y el contrabando, y donde existe una profunda desconfianza por las autoridades locales y las fuerzas militares.

La política de seguridad en Colombia es confusa y tendría que ser mucho más amplia que una simple política antinarcóticos” -dijo Kyle Johnson, cofundador de la Fundación Conflict Responses a CONNECTAS. Tal como está en el papel, lo que ocurre hoy (golpes militares) en las regiones apartadas como Samaniego, en el sur, o Catatumbo, en la frontera con Venezuela, es lo mismo que se ha hecho durante décadas con el apoyo de los Estados Unidos y cuyo foco principal es la lucha contra las drogas. Tan solo hace un par de semanas, el Asesor de Seguridad Nacional de EE.UU., Robert O`Brien, en una visita a Colombia dijo que no había en la región un aliado más grande que este país: “Hoy reafirmamos nuestros esfuerzos conjuntos por fortalecer el Estado de derecho, la gobernabilidad, mejorar oportunidades económicas, infraestructura vial, y aún más importante, combatir el narcotráfico”.

Pero la realidad colombiana demuestra, semana tras semana, que combatir el narcotráfico de la manera cómo se ha venido haciendo hasta ahora no es la vía para detener la espiral de violencia. Las masacres son un sacudón que insinúa una nueva etapa del conflicto en Colombia, una más fragmentada puesto que dos de los actores dominantes (Farc y Autodefensas) ya no están en el escenario y, en su reemplazo hay pequeños grupos (solo de las Farc se calculan 20 grupos disidentes) que dominan las economías locales y ejercen control social sobre las comunidades, control que este gobierno no ha sabido disputar. 

“Los expertos en procesos de paz –dijo Andrés Suárez- advierten que los primeros cinco años después de la firma son definitivos para evaluar su efectividad (…). Y esto no solo depende de la celeridad con que se implementen las reformas acordadas sino de la voluntad del Estado y el apoyo social para sobreponerse a los ataques”. Así las cosas, lo que está en juego hoy en Colombia no solo es la vida de miles de personas a lo largo y ancho del territorio, sino la ilusión de que el acuerdo de paz firmado hace cuatro años podrá poner punto final a las tempestades de guerra.